Las bicicletas de
los sábados
Ding
Dong. Ding Dong. No fue hasta el tercer “ding” cuando Gala se dio cuenta de que
llamaban al timbre. Apoyó la fregona en la encimera color gris con prisa y a la
vez delicadeza para no dejarla caer, y dando un saltito salió de la cocina para
abrir al señor Marín, que ya impaciente aporreaba la puerta a la voz de
"¡maldita criada! ¡No sabe hacer nada!" " Gastarme el dinero
para que una sinvergüenza extraña se pase el día vagueando" continuó
murmurando. -Lo siento señor, estaba fregando la cocina.
-Bah, quita de en medio, tengo cosas importantes que hacer.
El señor Marín era un hombre de 63 años, de baja estatura y
con un poblado bigote grisáceo en el que se aposentaba una línea amarillenta de
café pegada al labio superior, que le aportaba un color ocre. Ya era parte de
él, al igual que su sombrero marrón y el hedor a sudor, ambientador barato de
coche y humo de tabaco que solía acompañarle. Una persona necia, desagradable,
egocéntrica y con muy alto afán de superioridad. Marido y padre, que -se ha
buscado él solito el desprecio de los que le rodean-, como opina Gala, no es
famoso por soler estar acompañado. Su mujer, Carmen Bordonado, una castellana
bien recia, de hombros anchos y michelines bien formados, no pasaba mucho tiempo
en casa; cuando no estaba trabajando, estaba haciendo recados, lo que según
Gala, era una simple excusa para pasar el menor tiempo posible con su marido.
Lucía Marín, sin embargo; era una joven bastante agradable,
tenía una de esas bellezas especiales; había que pasar un rato mirándola
fijamente para apreciar ese brillo que tenía en sus profundos ojos marrones.
-Mamá, mamá ¡Despierta, despierta! ¡Papá! ¡Papá venga! ¡Moveos!
-¿Rumi ya estás otra vez?
-¡Mamá, que hay mucho sol y quiero salir con la bici!
-Rumi ¿qué te tengo dicho?- Gruñó Igor con voz cortada
-Que nada de despertaros antes de las diez. –Respondió Rumi
con carita de pena- Pero es que...
-¡Pero es que nada! Anda sal de la habitación y ahora
iremos.
Rumi salió del cuarto con la cabeza agachada y su osito de
peluche arrastrando de una mano. Llevaba ese pijama azul cielo que la abuela le
había regalado el año pasado. Le encantaba ese pijama, tenía un montón de
barcos dibujados y Rumi jugaba a imaginarse que era el capitán de cada uno de ellos.
-iAy qué niño de verdad!- replicó con una sonrisa su padre
-No seas así, es solo un crío, nos vendría bien a los dos
parecernos un poco más a él. Y ahora levántate y vístete para salir a montar en
bici con él, si no quieres que se revele contra ti en una de sus batallas.
-Sí mi señora, ¿alguna orden más?- respondió irónico Igor
-Sí, una más... dame un beso, pesado.
La familia de Rumi era una familia normal, de clase media
alta, que vivía en una casa bastante acomodada al oeste de Ucrania. Igor y su
mujer, padres de dos niños, eran dueños de una pequeña empresa. Pero no eran
buenos tiempos para Ucrania, ni para el mundo en general, en especial para los
que menos tenían.
Es curioso cómo el
mundo pide más al que menos puede darle. Afortunadamente, a nuestra familia le
iba bien y tiraban como podían.
Ya los cuatro despiertos y en pie, después de desayunar y
vestirse, estaban listos para pasar un sábado juntos. En el momento preciso en
el que Igor se disponía a cerrar la puerta de la casa por fuera, algo vibró en
su bolsillo. Era su teléfono, qué raro que recibiera una llamada de trabajo en
la mañana del sábado.
-Querida, id yendo hacia el parque que tengo que responder.
-¿Todo bien? -Si, si, es Mikai, en cuanto acabe voy.
Los comunistas cada vez estaban más cerca, había que
alejarse, había que marcharse y además había que hacerlo ya. La pequeña empresa
se había hundido. Los bancos habían quebrado. Números, cuentas, noticias. Todos
los datos llegaban desordenados y borrosos a la cabeza de Igor, que había entrado
en casa y yacía sentado en aquel sofá verde menta del salón. No podía entender
nada, no quería entender nada. Su negocio, sus ahorros, todos los proyectos que
tenía en mente.. Pum.. Desaparecidos de un tirón, como un disparo seco. La
sensación era indescriptible, sentía ira pero a la vez tristeza, miedo pero a
la vez negación. De pronto paró de golpe esa maraña de pensamientos indefinidos
y pensó en las cuatro palabras que su compañero le acababa de decir:
HAY QUE MARCHARSE IGOR
Aunque aún no tenía nada claro,
salió de casa con paso firme y acudió al encuentro de su mujer. Le contó
palabra por palabra; las que su memoria le dejaba recordar, su conversación con
Mikai y después de poner un semblante más frío que el hielo, ambos se dieron
cuenta de que ya les faltaba tiempo.
-Niños vámonos a casa.
Mientras la familia hacia las pocas
maletas con lo más urgente que encontraban a su paso, Igor recordó el
ofrecimiento que Milkai le había hecho de salir del país con la mafia. No es lo
ideal pero ellos te van a sacar de aquí y te darán un techo donde vayas y una
ocupación.
Tú les pagas y ellos lo hacen todo.
Después de unas
cuantas llamadas hechas, las maletas listas, los niños sonriendo por irse de
viaje, como aquella vez que visitaron Polonia, y una sensación de incertidumbre
que inundaba todo, salieron con los pasaportes en una mano y el miedo en la
otra.
Por supuesto, al
llegar a España nada fue como les habían prometido. El supuesto techo era un
piso patera en los suburbios de Madrid, con un colchón para ocho personas. La
mafia les quitó todo, el poco dinero que les quedaba, los pasaportes y la
dignidad. Y allí se vieron, en un país desconocido, en el que ni entendían, ni
podían hacerse entender por la gente, sin siquiera identidad y nada más.
Ring,.. ring.
Ring...ring. Esta vez lo que sacó a Gala de sus pensamientos fue el teléfono.
Era Igor. Quería
contarle que acababa de dejar a los niños en el colegio y que después iría a
recogerla al trabajo porque ese día el capataz de la obra se había puesto
enfermo y les había dado el día libre.
Ya habían pasado algunos años pero aún así,
Gala no podía evitar pensar en el pasado, en su querido país, en su casa junto
al parque, en su familia a la que tanto añoraba y en cómo las cosas pueden
cambiar tan rápido. Cómo los que hoy están en la cima, pueden caer en picado
mañana, y al revés. Y pensaba también en que cualquier día reunirían el dinero
suficiente para regresar y empezar de cero, en dejar de trabajar para el
estúpido del señor Marín y empezar a ser tratada como se merecía, como lo que
era; una mujer valiente, y ante todo, muy, muy fuerte.
Mientras eso llegaba
y sus deseos se cumplían, seguían saliendo cada sábado a montar en bici por el
parque.
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