Limbo
De
fondo suena el repetitivo sonido que me lleva acompañando desde que entré aquí,
hará unos… Sinceramente no se decir cuánto llevo encerrada entre estas cuatro
paredes, frías y forradas de baldosines de un desvaído color verde lima. El
otro día le pregunté a la agradable señora que viene de vez en cuando el por
qué del color, me respondió, con una suave sonrisa, que el color supuestamente
emulaba la calma y que debería hacerme sentir mejor, más tranquila. Entonces no
me pude controlar, una seca y fuerte carcajada atravesó mi cuerpo como un
terremoto, sentí como me sacudía movida por aquella ridícula idea, no podía
parar de reír. La agradable señora me observaba como si acabase de ser
suplantada por una lunática, con aquella mirada que llevo recibiendo desde que
me vi encerrada entre estas cuatro frías paredes de baldosines verde lima, que
supuestamente deberían hacerme sentir mejor. A pesar de todo, ni siquiera
aquella mirada cargada de compasión (seguramente estaría pensando: “pobre mujer,
está perdiendo la cabeza”) me hizo parar de reír. Así que reí y reí hasta que
mi risa se convirtió en un sonido cada vez más áspero y grotesco y, finalmente,
ahogada por una fuerte tos, lentamente me calmé.
Cuando
al fin la tos paró la agradable señora ya se había ido, y de nuevo estábamos
los dos solos, aquel sonido y yo, compañeros de por vida, literalmente. Antes
de entrar aquí siempre pensé que el odio era un sentimiento realmente horrible,
que no solo significaba que algo te disgustase, si no que te repugnaba de tal
manera que creaba un sentimiento que iba más allá de todos lo demás, el odio. Bueno,
como ya he dicho, esto fue antes de que me viese encerrada en esta celda, en la
que tanta gente ha estado antes y tantos otros han dado ese gran paso hacia el
más allá, en la que gente ha llorado, reído, aprendido a afrontar sus miedos y,
definitivamente, a odiar ese irritante pitido tanto como yo.
Supongo
que el sonido no tiene la culpa, a fin de cuentas no está vivo, no piensa, no
siente, no odia. Sin embargo, es odiado. En mi opinión, ese continuo pitido es
aquello que aún me ata a la realidad, lo que perturba cualquier ensoñación que
pueda tener, con un bip tras otro me
recuerda que aún estoy viva y que estoy pasando mis últimos días encerrada en
una cárcel verde lima. Paso horas y horas preguntándome si después de aquel
último pitido no va a haber ningún otro y si, entonces, finalmente, podré
encontrar mi libertad. Pero nunca pasa y así prosigo, encerrada en mi propio
limbo personal.
Desde
que entré aquí he perdido tanto peso que no soy más que una sombra de lo que
solía ser. Me miro las manos, huesudas. Jamás se ha creado un adjetivo más
acorde a lo que ha de describir, huesuda; sin duda yo, no soy más que una
frágil y huesuda anciana. Una suave y fina capa, como si de pergamino se
tratase, es lo único que impide que este montón de huesos se desparrame a los
pies de la cama. Día a día me despierto preguntándome donde estoy, sin entender
nada, me miro las manos, esas manos que no son las mías, con esa piel que no es
la mía, pero que al mismo tiempo, sí lo es. Y entonces vuelve todo, de golpe,
como una bocanada de aire que en lugar de despejarte te embota la cabeza
impidiéndote respirar.
Luego
llegan las nauseas y la agradable señora entra en la habitación, y gota a gota
vuelvo a entrar en un cálido estado de sopor.
Sin
duda los momentos de lucidez son realmente horrorosos, ya que es en aquellos en
los que eres consciente de todo lo que está pasando, de cómo día a día te queda
un poco menos de vida. La famosa cuenta atrás. Es curioso, obviamente todos
sabemos que somos seres finitos, que algún día moriremos y que cada día estamos
más cerca del día final, todos lo sabemos pero no somos conscientes de ello. La
gente denomina muerte al momento en el que el pitido deja de sonar, tu corazón
se para, dejas de respirar y finalmente, eres libre de la cárcel de tu cuerpo,
el cual jamás fue ni habría sido lo suficientemente bueno para tu mente.
Al
principio todo esto me pareció tan injusto... Era mi cuerpo el cual estaba
tratando de expulsarme, autodestruyéndose desde el interior. A medida que el
tumor se expandía y crecía, mi poder sobre mi misma decrecía a una velocidad
vertiginosa.
Me
hospitalicé, por supuesto, nada más darme cuenta de que algo iba mal. Desde
aquel día llevo encerrada en este hospital. Traté de combatirlo, luché con
todas mis fuerzas, pero hay cosas que simplemente son más grandes que nosotros
y que por lo tanto, no podemos controlar.
Me
di cuenta de que todo estaba perdido cuando una mañana, en lugar de darme mi
ración de quimio diaria, me introdujeron, en su lugar, el agradable
salvoconducto de la morfina.
Y
así transcurro, día a día el tumor va conquistando más y más terreno, mi
espacio se reduce, me asfixio indefensa, incapaz de encontrar esa pequeña
burbuja de aire que tanto tiempo llevo buscando. Cada vez que me despierto me
doy cuenta del terrible error que cometí al permitirme dormir, porque es en
esos breves momentos de lucidez en los que noto como la fría mano de la muerte,
tan deseada y temida al mismo tiempo, está más cerca, casi rozando mi mejilla,
absorbiendo la poca vida que me queda y regodeándose de mi sufrimiento. Lo peor
de todo es que ni de lejos acaba ahí, ningún día es el adecuado y sigo dando
vueltas en este vacío verde lima, preguntándome si algún día mi amiga de manos
frías y cortante aliento decidirá que al fin ha llegado la hora de sesgar la
cadena que me oprime y dejarme descubrir ese gran misterio al que jamás nadie
ha logrado vencer: la muerte misma, el mayor interrogante de la vida.
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