Hacia un rumbo cierto.
Desde que era pequeña le
estaban contando historias de cosas que no conocía. Siempre que sus padres le
narraban experiencias de las de antes, se les ponía cara melancólica y a su madre,
en más de una ocasión, se le saltaban las lágrimas. Su padre la abrazaba, la
atraía hacía su pecho intentando consolarla.
Le contaban historias de
corrientes de agua que bajaban por la montañas a un ritmo trepidante, donde se
podía pescar, te podías bañar en sus pozas, podías acampar en su vereda de
hierbas verdes y frescas, y hacer hogueras por la noche asando los peces
conseguidos durante el día.
Mientras ella intentaba
asimilar estas cosas, pensaba que se trataba de fantasías de mayores o de películas
que habían visto durante su infancia. Soñaba con ellas, pero le dolían los pies, estaba cansada de
andar todo el día y estar escondiéndose durante las noches.
Eran un grupo más bien pequeño
que desde siempre vagaban por sitios fríos y desangelados. No es que hubiera
una organización muy definida del grupo, pero siempre se hacía lo que su padre
decía, tenían confianza en él. O quizás es que nadie más se atreviera a tomar
decisiones. Parecía que todos estaban
demasiado tristes o demasiado cansados.
Cuando su hermana pequeña
vivía, su madre tenía otro semblante pero, desde que desapareció por respirar
fuera de la máscara, su madre siempre estaba abatida, sin ganas de seguir, y
sin las sonrisas y juegos que a ella tanto la gustaban.
Entre sus ropas destrozadas y
su mochila cien veces cosida, escondía una revista que encontró por casualidad
y de las que no le dejaban leer. En ella se hablaba de un mundo diferente, de
gente sonriendo, anuncios de restaurantes, tecnología, de sitios de vacaciones,
de deportes jugados entre equipos de diferentes ciudades y cuando la leía,
creía recordar que ella también había conocido esos mundos. La leía cuando no
la veía nadie. Le gustaba soñar que eso podría volver a existir y no quería que
le quitaran su fábrica de sueños.
En otra ocasión le contaban
como eran las montañas, como era la playa, con mares limpios, barcos de vela,
lugares de recreo. También le contaban historias de extraños seres que vivían
en los océanos, unos de gran tonelaje que saltaban en la superficie y salpicaban
enormes cantidades de agua, otros que vivían en grupo, sobre el hielo y tenían
una forma muy graciosa de andar pero eran grandes nadadores.
También le contaban como eran
las ciudades, ordenadas, limpias, seguras, con grandes y pequeños comercios, con
comida disponible. La gente se levantaba a trabajar, los niños iban al colegio
y durante los fines de semana no había nada mejor que disfrutar de vacaciones
en familia, haciendo excursiones o asistiendo a algún espectáculo.
Pero ella se volvía a sentir
cansada y dolorida. Por la noche se acordó de su hermana, de la sonrisa perdida
de su madre, de los esfuerzos de su padre por salir adelante hacia ningún
sitio. Y entonces volvía a ver su revista. La empezaba por el revés para volver
a leer esos artículos tan premonitorios. Leía que estábamos ensuciando el aire y los
mares, como la contaminación dominaba la atmósfera, la primeras peleas por el
agua, los niños y mayores muriéndose de hambre, la lucha por el trigo, la
desaparición de los polos, como los ricos esclavizaban a los pobres, la falta
de alimentos, y finalmente las malditas máquinas de guerra que todo lo
arrasaban, todo lo destrozaban. Ahora solo quedaban unos pocos. La humanidad se
ha suicidado.
Beatriz Fernández Izquierdo 1ºA
Comentarios
Publicar un comentario