LA
REALIDAD DE LOS SUEÑOS
Me
desperté como uno de tantos días. De vuelta a la misma rutina de siempre, en la
cual yo era únicamente una mera marioneta o un títere inservible. Dependía de
los demás incluso en lo más básico. Cualquier sentimiento de independencia
hacía meses que había desaparecido de mi mente y rara vez no me encontraba a mí
mismo divagando sobre cómo eran las cosas
y cómo podrían haber sido. Uno solo comienza a apreciar la vida cuando
se da cuenta de lo fácil que es que te la arrebaten.
Hacía
tiempo que había perdido la movilidad de mis piernas y mis brazos. “Un trágico
accidente”, decían muchos mientras veía en sus rostros un atisbo de compasión y
pena. Sin encontrar sentido alguno de mi existencia pasaba los días encerrado
en una prisión de ruedas.
Cada
dos semanas acudía a un médico diferente para intentar encontrar una cura a mi
problema sin solución. Los profesionales solían sorprenderse de que siguiera
vivo y afirmaban que mi estado era un milagro y que debía dar gracias. ¿Dar
gracias de qué? ¿De tener que pasarme el resto de mi vida viendo cómo la gente
se mueve a mi alrededor manteniendo una vida normal sin que yo pueda siquiera
acariciar la mano de mi madre? No comprendía cómo podían llamar a esta injusta
y terrible situación de ser tetrapléjico a los 17 años un milagro. Es raro el día
que no me pregunte por qué ella en vez de yo.
A
día de hoy sigo viendo su aterrorizado rostro mientras caíamos a una velocidad
inimaginable al abismo de la muerte. Todo sucedió en un gélido día de enero. Mi
familia y yo habíamos ido una vez más a esquiar a los Alpes franceses. Como
tantos otros días nos levantamos temprano para no toparnos con un indeseado número de esquiadores novatos e
inexpertos. Teresa y yo estábamos más emocionados que nunca a medida que
ascendíamos por el telesilla que nos llevaría al punto más alto de la
estación. Todavía oigo aquella
conversación que mantuvimos antes de realizar el que sería el último de
nuestros descensos. “Esta vez no me ganas, Javier”, gritó Teresa desde lo
lejos.
Apenas
oía a mi padre gritarme por detrás que no fuera tan rápido y que esta pista era peligrosa. Cuán valiosos
eran estos consejos y qué ignorante era yo. Únicamente quería demostrarle a mi
hermana una vez más quién era el mejor esquiador de la familia. De pronto
empecé a sentir la velocidad, esa sensación de libertad y descontrol que
únicamente se tiene cuando bajas a 80km/h por una pista roja. Pero fue este
descontrol el que hizo que en esa milésima de segundo de distracción el esquí
se me torciera haciéndome caer por la pista hacia un lateral y descender
incontroladamente unos metros por un precipicio. Apenas logré aferrarme a un
pequeño saliente de la roca. Unos segundos después, que para mi fueron como
años, mi hermana apareció asomada tendiéndome su bastón y diciendo desesperadamente
que no me soltara. Empleé todas mis fuerzas pero las botas eran demasiado
pesadas y hacían que me resbalara cada vez más. Teresa, impotente ante tal
situación no lo pensó dos veces y comenzó su descenso por la pared del
acantilado para intentar salvarme. Esta insensata decisión fue la que segundos
después le costaría la vida. Un ligero resbalón hizo que se precipitara hacia
el abismo llevándome a mí consigo.
Al
abrir los ojos me encontraba en un hospital de Francia en el cual los médicos
murmuraban sentencias incomprensibles para mí. Vi a mis padres junto a mí y al
querer incorporarme sentí cómo mi cuerpo no respondía, no lo podía comprender.
Claramente quería mover los brazos pero no podía. De pronto todo vino a mi
mente, la bajada, la caída y mi hermana.
“¡Teresa!”,
comencé a gritar. “¿Dónde está Teresa?”. Lágrimas de impotencia y desesperación se
deslizaban por mis mejillas a medida que seguía gritando su nombre y veía a mi
madre desfallecer. No lo comprendía, no comprendía cómo la vida de una persona
puede dar un vuelco tan inesperado en tan solo unos momentos por lo que parece
un desafío inofensivo.
Sentía
como las fuerzas se me escapaban y la única pregunta que podía formularme era
¿por qué?
Teresa,
mi hermana gemela y una de las personas a las que más quería había muerto por
mi culpa. A pesar de que todo el mundo a día de hoy trata de convencerme de lo
contrario veo en el rostro de mi madre esa mirada de reproche, angustia y desesperación. ¿Cómo pretenden que
piense que merezco otra cosa más que la muerte? ¿Cómo puede ser la vida tan
cruel?
Cuando
todo parecía perdido, aquel día llegó. Aquel día en el cual al despertarme una
mañana pude comprobar no sin gran asombro cómo débilmente mis extremidades me
respondían. Mis padres al verme lanzaron un grito de júbilo y no tardamos en
salir a la calle. Por fin podía caminar, podría comer por mí mismo, podría
hacer deporte como tanto había anhelado, podría llevar una vida normal. No cabía
en mí de gozo. Decidí que desde ese día aprendería a apreciar mi vida como
nunca antes. Caminando por la calle en un momento dado tropecé y oí un grito
ahogado proveniente de mi madre a medida que me precipitaba hacia el suelo.
Y
entonces desperté y vi cómo esos instantes en los que podía volver a caminar y que
se habían convertido en los más felices de mi vida nunca habían existido.
Julia
Fernández Puertas
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