DEPREDADORES
Y PRESAS
Hola,
mi nombre es Caitlyn Walker y escribo esto a toda prisa sentada en una
ambulancia a las puertas del colegio en que soy profesora, las manos me tiemblan
y probablemente no duerma bien en años, pero eso ahora no importa lo más
mínimo, yo solo quiero que todos sepan lo que ha pasado en la escuela primaria
Old Creek, en Ruston, Luisiana.
Hará
ya una hora, y como es de costumbre, estaba impartiendo mi clase de geografía
de las 10, esta semana nos tocaba hablar del Río Mississippi y de las grandes llanuras,
un tema que creo que a los niños les interesaría, ya que vivimos en esa zona.
Estábamos
corrigiendo los deberes cuando, como un relámpago de la tormenta mas fuerte
estallando en mis oídos, se escuchó un fuerte disparo que por unos instantes me
dejó petrificada, noté cómo se me dilataban las pupilas, tras el disparo
vinieron otros cuatro y sus respectivos alaridos, de dolor y de miedo. Yo,
aterrada, conseguí imaginarme lo que estaba pasando, alguien había entrado al
colegio armado y dispuesto a matar a todo el que se pusiese en su camino, una
náusea me apuñaló el estómago, el colegio se había convertido en un infierno
del que no todos íbamos a salir vivos y además, tenía a treinta niños
indefensos y muertos de miedo a mi cargo.
Sentí
como mi corazón me aporreaba el pecho, como si quisiese huir de aquella
escalofriante situación. Empecé a gritarle a los chicos que se pusiesen a
cubierto debajo de sus pupitres, como habíamos ensayado alguna vez en las
pruebas de emergencias, solo que ahora, era real y que en esa clase íbamos a
morir algunos, yo la primera, acto siguiente saqué el móvil e intenté llamar al
911, pero las manos me temblaban demasiado y no sabía si iba a ser capaz de
conseguirlo.
Al
final, y a mi sorpresa conseguí hacerlo, el teléfono empezó a marcar.
Creo
que el asesino me leyó la mente, porque acto seguido entró a mi clase abriendo
la puerta lentamente como si quisiese disfrutar de la escena que se presentaba
ante sus ojos, yo rápidamente colgué. Todos los niños permanecían en completo
silencio, todos menos uno, Devin, que intentaba sin éxito ahogar su sollozo. El
autor de aquel terror llevaba una suerte de uniforme paramilitar. Riéndose, le propinó
un disparo en la sien al inocente niño, al cual no le dio tiempo ni de gritar,
acto seguido y por puro gusto, vació su cartucho en su compañera de pupitre,
Julia.
El
asesino, que tenía cara de lobo, era alto y fuerte, tenía una cicatriz que le
atravesaba el ojo derecho, los ojos más negros que yo haya visto jamás, y una
sonrisa tan perfectamente ordenada que daban escalofríos solo de verla. En su
placa de identificación se podía leer el nombre Robert Mendoza.
Robert,
quien no sentía ningún remordimiento por la atrocidad que acababa de cometer,
rellenaba el cargador de su pistola con un pulso de cirujano y se dirigía hacia
la otra punta de la clase, la mesa del profesor, mi refugio.
Venía
cantando el himno de los Estados Unidos, como si esto fuese una misión que su
país le había encomendado, se paró en mi mesa, e hizo como si llamase a la
puerta, como si esto se tratase de un juego.
Yo
estaba agazapada debajo de la mesa, intentando no llorar y sabiendo el destino
inevitable que me esperaba. Robert se agachó, y con esa sonrisa que parecía
esculpida me apuntó a la cabeza con su pistola, la mano no le temblaba lo más
mínimo.
Lo
siguiente que escuché fue un fuerte ruido, pero no se trataba de un disparo,
sino de un grito, provenía del piso de arriba. Una voz rasgada de tanto fumar
que decía: “¡Bert, camarada, está viniendo la policía, sube y si las cosas se
ponen feas hacemos limpieza de arriba abajo!”.
Bert
se olvidó de mí y subió corriendo para encontrarse con quien supuse que era el
compinche que estaba haciendo lo mismo en la segunda planta. Yo, que estaba en
shock, cogí a los niños y me los llevé a la clase de al lado, donde habían
muerto dos niñas y un niño.
Les
dejé allí con la profesora, que también estaba viva, y me fui al baño con el móvil,
me encerré, lloré y vomité y justo cuando iba a empezar a llamar a mis padres
para decirles que les quería mucho se empezaron a escuchar decenas de disparos
y de sirenas, la policía había llegado.
Tras
unos minutos entraron unos hombres con un uniforme en el que se podía leer
“SWAT”, pasaron por la puerta y nos dijeron que no saliésemos de allí, que todo
iba a acabar pronto, acto seguido, subieron a toda prisa a la planta superior,
y tras dos disparos, entraron decenas de agentes policiales, algunos
preocupados, otros decididos, y a otros se les podía leer en la cara que tenían
miedo, pocas veces había visto a un agente asustado, y me impresionó.
Entraron
al aula decenas de paramédicos y personas con mantas, para tapar a la gente
viva, pero, desgraciadamente, también a la gente muerta.
Yo,
al oír todo ese tumulto, salí del baño, y dos paramédicos me sacaron al
aparcamiento, donde me taparon y me dieron agua, les dije que me trajeran el
portátil de mi clase y de lo mareada que estaba, comencé a vomitar, no pude
evitarlo.
Abrí
el portátil y ahora estoy escribiendo esto, hoy ha sido el peor día de mi vida
y esto hace que me replantee la situación de mi país, lo fácil que le puede
resultar a dos psicópatas ir a una tienda, comprarse un arma, como quien compra
una barra de pan, y meterse en una escuela primaria a saciar su ansia asesina
con niños y profesores totalmente inocentes.
No
estoy escribiendo esto con la simple función de informaros, no. Quiero que el
hecho de tener un arma a la disposición de alguien necesite un certificado, así
un país tan avanzado como Estados Unidos sería un lugar seguro. Estoy harta de
vivir con miedo a que pasen cosas como estas. Hoy me ha tocado a mí vivir este
infierno, pero cualquiera puede vivirlo algún día.
Así
que desde aquí llamo a los ciudadanos americanos a levantarse contra esta
inseguridad que azota a mi país e iniciar un movimiento anti armamentístico,
porque lo que hoy he visto no se lo deseo a nadie.
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Caitlyn Walker -
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