Todo
empezó el 12 de agosto de 1914 cuando unos hombres llamaron a la puerta de mi
casa. No eran más de las seis de la mañana y mi padre temiendo que nos hicieran
algo nos dijo a mi madre, a mi hermano y a mí que nos fuéramos al sótano hasta
que los hombres se hubieran ido, nosotros muertos de miedo por las palabras que
acabábamos de escuchar obedecimos y nos dirigimos hacia el sótano. Estuvimos
sin hablar durante mucho tiempo escuchando la conversación que entablaban los
soldados con mi padre, de pronto se hizo el silencio y al cabo de un minuto se
oyeron dos disparos, mi madre temiendo lo peor, se echó a llorar. Nosotros
pensando lo mismo que nuestra madre la intentamos consolar diciendo que había
tenido una pesadilla, pero no funcionó. Desde ese día no volvimos a ver a mi
padre.
Tres
meses más tarde llegó una carta a casa diciendo que me tenía que alistar en el
ejército porque yo ya tenía 16 años así que no tuve más remedio que aceptar lo
resignado. Yo no sabía contra qué país era la guerra, pero lo que si sabía es
que tenía que ayudar a mi patria. Los primeros días en las trincheras fueron
muy duros y agitados ya que todo era nuevo para mí. Con el transcurso del
tiempo, empecé a conocer nuevos amigos que ya sabían lo que era estar en ese
tipo de condiciones de vida y los más experimentados me dieron consejos para
sobrevivir en las mejores condiciones posibles. Solo tomábamos una comida al
día debido a la falta de alimento y al número de personas que éramos, el plato
consistía en un caldo de verduras acompañado de una rebanada de pan. Yo siempre
estaba muy cansado porque solo dormía 4 horas al día debido a que el resto del
tiempo estaba de guardia ante un posible ataque. Los días pasaron y todos eran
iguales, hasta que de repente se escuchó un sonido estremecedor, me quedé
inconsciente y dos días más tarde desperté, pregunté qué había pasado, a lo que
el capitán me respondió que nos habían colado una granada en la trinchera y los
únicos supervivientes habíamos sido un soldado de mi edad llamado Peter, el
capitán y yo.
Nos
trasladaron a una nueva base al este de Inglaterra, allí había mucha más gente
que en la base anterior y todos los días salían a combatir contra los alemanes.
Nunca se me olvidará la cara que puso mi capitán de asombro al ver que aquello
era un desmadre. Cuando nos instalamos nos dijo el general que podíamos dormir
Peter y yo en uno de los muchos bunkers que había en las trincheras. Aquel
sitio estaba a 10 metros de profundidad y no tenía más de 5 metros cuadrados,
pero sabíamos que esto era la guerra y que había que apañarse con lo que se
pudiese. A la mañana siguiente de haber llegado nos dieron armas y nos dijeron
que nos preparásemos, porque en una hora salíamos al campo de combate. Al oír
aquello Peter y yo nos miramos, porque nunca antes habíamos usado un arma y no
queríamos que en plena batalla fuera nuestra primera vez. Así que el capitán
nos dio algunos trucos rápidamente para poder sobrevivir. Aquel día hubo más de
mil muertos y tres mil heridos, pero por suerte ninguno de ellos fuimos Peter y
yo.
Pasaron
las semanas y todos los días era lo mismo: Desayunar, salir a luchar, curar a
los heridos y a dormir. Hasta que un buen día el general nos encomendó a Peter
y a mí una misión. Esta consistía en llevar una carta muy importante a una base
que estaba a 20 kilómetros, pero el problema era que teníamos que pasar por
territorio alemán. Yo estaba interesado en ir porque quería una aventura, sin
embargo, Peter dijo que ni hablar. El general le acabó convenciendo con una
oferta, esta consistía en que si cumplíamos la misión nos dejaban volver a
casa. Nos metieron víveres en las mochilas y comenzamos a caminar. Al cabo de 2
horas íbamos ya a medio camino y pensamos que esta misión era un regalo del
general. No obstante, vimos a lo lejos unas trincheras, y sabiendo que eran
alemanas hicimos un rodeo que nos llevó una semana, nos habíamos quedado sin
comida así que fruto de la desesperación nos colamos en un búnker alemán para
robarles la comida, con tan mala suerte que uno de los guardias nos vio y le
pegó un tiro en la cabeza a Peter. Yo no me pude parar a ayudarle porque si no
iba a morir yo también.
Cuatro
días más tarde llegué a la base inglesa y entregué la carta al capitán general,
que para mi gran sorpresa era mi padre. Me llevé tal alegría al saber que
estaba vivo y se había convertido en capitán general que me desmayé. Pasé allí
el resto de la guerra, pero sin combatir. Mi único trabajo era curar a los
heridos.
Hoy
cumplo 100 años, pero los recuerdos de la guerra siguen muy vivos en mi mente.
Pablo Nebot
Impresionante
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