Amelia Rodríguez (Quien verdaderamente importa)



                        QUIEN VERDAERAMENTE IMPORTA

 

Mi historia de amor comenzó con un engaño. Un mero engaño fue la antorcha que calcinó mi corazón ya rociado en gasolina por todos aquellos que se mostraban como mis amigos. El engaño de la dama de negro, que me sedujo con su promesa de concederme la llave que al fin abriría las puertas a mi paz. Ella tan agraciada, tatuó su nombre en mi destino con cada corte. Las letras, rojo sangre.

 

Pero mi cuerpo no estaba satisfecho con el leve roce del filo de la navaja de empuñadura de marfil sobre mis delgadas muñecas. Ella sabía que yo podía aspirar a más. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y su canto de sirena cada vez me tenía más hipnotizada. Todo lo que me podría haber salvado de su perfume cegador ya no estaba en mi campo de visión. Mi pasión latente por tan solo tocar su negro manto era como un tapón que censuraba todo intento de contactar conmigo. Me había quedado prendada.

 

¿Pero quién no se quedaría prendado de semejante belleza, después de que su sonrisa me guiase como farolillo en una oscura tormenta de prejuicios, celos y soledad?

 

En aquel entonces, el simple hecho de fantasear con estar sentada en su regazo era más dulce que la miel más sabrosa, y más reconfortante que cualquier palabra de mi figura materna. Ya ni ella era competencia para mi captora.

 

Una vez te ha embaucado con el suave tacto de sus pálidos dedos, tu alma ya es presa de mi señora. Tu consciencia ya está perdida en lo más profundo de su oscuro manto. Tal era mi situación cuando me encontraba delante del verdugo disfrazado del balcón de mi antes feliz hogar, a un paso de reunirme con mi amada.

 

Parecía que ya estaba todo perdido. El vínculo que nos unía a las dos era una cuerda de acero, que ni tan siquiera un psicólogo había sido capaz de cortar. Mi mano se aferró a la barandilla, mientras mí ya débil cuerpo se inclinaba hacia su final. “Esto es lo que yo quería” me susurró el pequeño diablillo que tenía sentado en mi hombro.

Pero, si esa era la verdad, ¿por qué se derramo aquel símbolo de esperanza por mi mejilla? La lágrima, cayó al suelo, y en un milisegundo, un cometa de pensamientos atravesó mi cerebro, recordándome que no necesitaba el amor de aquella dama retorcida, porque ya tenía junto a mí a mis ángeles de la guarda, cuyo amor era inmenso. Incluso más grande que cualquier espejismo de un falso amor que me pudiese ofrecer la víbora.

 

Estaban todos. Mi madre, mi padre y mis hermanos. Su esencia era quien mantenía a mi mano aferrada a la barandilla. Aunque, faltaba el ángel más importante de todos. El más poderoso, y quien era verdaderamente el único que me podía devolver mi sentido común. Mi verdadero amor. Un ángel cuyas alas habían sido cortadas por los afilados colmillos de las serpientes que habitaban en mi cabeza desde hace mucho tiempo. Yo misma.

 

Fue un flechazo. Decidí que le dedicaría la vida que me había devuelto a ese ser, y nunca más volvería a ser tentada por las fauces de la muerte.

 

A día de hoy, sigo reparando sus alas con un fuerte hilo de oro, que me es dado por mi familia con cada sonrisa, cada acto de afecto...

 

Con cada vez que un amigo me pregunta: ¿Estás bien? O se acerca a hablar conmigo.

 

Con cada vez que me miro al espejo, y no me comparo con nadie, y pienso: “Que bueno es estar viva” mientras sonrío a la persona más bonita del universo.

 

Pero, al final del día, no hay hilo de oro más fuerte que el hecho de saber que no hay mejor amante que uno mismo.

 

                                  Amelia Rodríguez Robledo, 28 de octubre 2024, 1º de Bachillerato A

 

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