EL TEMPLO
40°27′11″N
3°41′18″O. Allí estaba aquel templo al que sus fieles acudían cada semana a
rendir culto a sus deidades. Una tradición transmitida de padres a hijos, de
generación en generación. Tantas memorias, tantos recuerdos en las cabezas de
estos fieles que recordaban con cariño el espectáculo que presenciaban cada vez
que acudían a la oración. Aquel monumento, levantado con sangre, sudor y
lágrimas. Aquella intimidante estructura, que se cernía sobre la ciudad con un
aura imponente. Este lugar fue territorio de grandes acontecimientos, pero
también de grandes desgracias. Como en aquella vez que los guerreros del norte
asaltaron el templo (la cual no fue ni la primera, ni la última vez que lo
harían), o aquel año, en el que se dio una concatenación de milagros nunca
antes vistos en la faz de la tierra.
Aún
recuerdo la primera vez que fui a aquel lugar. Los focos de los pilares
superiores cegaron mis ojos por un instante, antes de quedarme maravillado ante
la grandeza del interior del templo. Era un lugar moderno, que había sufrido
mucho tras la sequía de los 40 años, pero que había sido recientemente
reconstruido en una forma más moderna, pero conservando la mística,
personalidad y aura de poder que tanto lo caracterizaba. Había gente que no era
capaz de entenderlo, que no podía comprender como una estructura cuadrangular
levantada sobre cuatro torres podía poseer tanto poder y unir a tantas
personas.
En
general, aquel templo era considerado territorio sagrado, territorio de la
magia, de la pasión y la energía, pero en los últimos años, los fieles habían
perdido la fe en su Dios. Acudían a los días de precepto sin luz interior, sin
energía. Miles de almas vacías y enfurruñadas llegaban al templo con una
actitud hostil, con la única intención de rogar por sí mismos y no por el bien
de los demás. Esa magia que tenía el templo hace tiempo, se estaba perdiendo
poco a poco. De vez en cuando, cuando una nueva deidad se presentaba ante su
pueblo, este parecía resurgir mínimamente, para luego volver a desfallecer.
Hace un tiempo, un grupo de dioses irrumpieron en el templo, prometiendo
prosperidad y vida a su pueblo. El pueblo, emocionado tras tantos años de vagar
por el mundo sin una ilusión, acudió a la llamada de los dioses de manera
inmediata. Aquel año todo parecía bonito, las victorias en combate y el
bienestar general dotaban al pueblo de alegría y paz, pero esa prosperidad un
día se acabó. Los dioses comenzaron a evadirse de sus labores, y comenzaron a
llevar una vida dedicada al jolgorio y el ocio, dejando de lado a su pueblo.
Tras esto, el pueblo mostró su enfado con los dioses, quienes finalmente,
abandonaron el olimpo.
El
pueblo volvió a vagar abandonado por un mar de dudas, de arrepentimiento y
rabia. Pero fue aquel día. Siglo 20, cerca del año 10. Llego al templo un
soldado. Un hombre de fe y corazón dispuesto a sacar adelante al pueblo, aún
hundido en la miseria por el abandono de los dioses pasados. Ese soldado, lleno
de determinación y fuerza, cogió las riendas del olimpo, y de soldado, pasó a
comandante. Junto a este soldado, el pueblo se sentía protegido, amado y
seguro. Era un soldado noble, con la determinación de un marinero en alta mar
frente a una tormenta, y el coraje de alguien curtido en mil batallas, con
experiencia para guiar a su pueblo. Los años a cargo del noble soldado pasaron
volando. Se lograron hazañas inimaginables para el resto de pueblos, con logros
como las tres victorias en el cabo mediterráneo, la pradera británica y la
llanura soviética. Pero como todo, un día el reinado del soldado, tras
deslumbrar lo más potente que pudo cual cometa en la bóveda celeste, se apagó,
y puso rumbo a tierras mediterráneas para levantar a otros pueblos con su
grandeza.
Tras
esto, el resto de los dioses que habían gobernado junto a él, buscaban
desesperadamente un sustituto, alguien para dirigir al pueblo y darles un
modelo a seguir, una causa por la que luchar. No hubo suerte. Fueron 4 años
duros. El pueblo se sintió huérfano, sin energía nuevamente. Los dioses
ancianos que aún seguían en el olimpo, desesperados, trajeron nuevos hombres
para gobernar el templo. Eran hombres sin mucho renombre, pero con la misma
determinación que un día tuvo aquel soldado que tantas alegrías trajo a su
pueblo. Entre ellos, un delgado chico sudamericano con la potencia de un
halcón, un espigado gigantón valón con la fuerza de una girafa, y un paladín
desconocido, un showman capaz de invocar la magia más oscura y utilizarla a su
antojo. Bajo el mando de estos nuevos caballeros, el pueblo se agarró al hilo
de esperanza que estos les traían. Tras mucho esfuerzo de los guardianes del
olimpo y sus nuevos compañeros, el pueblo prosperó, y volvió a parecerse a lo
que fue con aquel comandante que tanto echaban de menos.
El
período de prosperidad por fin, después de tantos años, se instauró. Pero
recientemente, debido a la popularidad del olimpo del templo, varios nuevos y
codiciosos dioses han ido incorporándose a la causa. En general, contando con
todo el apoyo y júbilo del pueblo. Estos nuevos dioses, han comenzado a
prometer riquezas y prosperidad a su pueblo, recordando a aquellos dioses que
un día hicieron lo mismo, para luego, cuando la situación en el templo se
pusiese complicada, desaparecer dejando a su pueblo huérfano y sin rumbo. Aun
así, esto no parece importar mucho al pueblo, quien está volviendo a creer en
las promesas de los dioses, ignorando la frase que su creador, Don Santiago,
les dijo una vez: “El pueblo que no conoce su historia, está condenado a repetirla”.
José
García-Quintián Ramonde N7 1B. 30 de enero de 2025.
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