José García-Quintián (El templo)










EL TEMPLO

 

40°27′11″N 3°41′18″O. Allí estaba aquel templo al que sus fieles acudían cada semana a rendir culto a sus deidades. Una tradición transmitida de padres a hijos, de generación en generación. Tantas memorias, tantos recuerdos en las cabezas de estos fieles que recordaban con cariño el espectáculo que presenciaban cada vez que acudían a la oración. Aquel monumento, levantado con sangre, sudor y lágrimas. Aquella intimidante estructura, que se cernía sobre la ciudad con un aura imponente. Este lugar fue territorio de grandes acontecimientos, pero también de grandes desgracias. Como en aquella vez que los guerreros del norte asaltaron el templo (la cual no fue ni la primera, ni la última vez que lo harían), o aquel año, en el que se dio una concatenación de milagros nunca antes vistos en la faz de la tierra.

 

Aún recuerdo la primera vez que fui a aquel lugar. Los focos de los pilares superiores cegaron mis ojos por un instante, antes de quedarme maravillado ante la grandeza del interior del templo. Era un lugar moderno, que había sufrido mucho tras la sequía de los 40 años, pero que había sido recientemente reconstruido en una forma más moderna, pero conservando la mística, personalidad y aura de poder que tanto lo caracterizaba. Había gente que no era capaz de entenderlo, que no podía comprender como una estructura cuadrangular levantada sobre cuatro torres podía poseer tanto poder y unir a tantas personas.

 

En general, aquel templo era considerado territorio sagrado, territorio de la magia, de la pasión y la energía, pero en los últimos años, los fieles habían perdido la fe en su Dios. Acudían a los días de precepto sin luz interior, sin energía. Miles de almas vacías y enfurruñadas llegaban al templo con una actitud hostil, con la única intención de rogar por sí mismos y no por el bien de los demás. Esa magia que tenía el templo hace tiempo, se estaba perdiendo poco a poco. De vez en cuando, cuando una nueva deidad se presentaba ante su pueblo, este parecía resurgir mínimamente, para luego volver a desfallecer. Hace un tiempo, un grupo de dioses irrumpieron en el templo, prometiendo prosperidad y vida a su pueblo. El pueblo, emocionado tras tantos años de vagar por el mundo sin una ilusión, acudió a la llamada de los dioses de manera inmediata. Aquel año todo parecía bonito, las victorias en combate y el bienestar general dotaban al pueblo de alegría y paz, pero esa prosperidad un día se acabó. Los dioses comenzaron a evadirse de sus labores, y comenzaron a llevar una vida dedicada al jolgorio y el ocio, dejando de lado a su pueblo. Tras esto, el pueblo mostró su enfado con los dioses, quienes finalmente, abandonaron el olimpo.

 

El pueblo volvió a vagar abandonado por un mar de dudas, de arrepentimiento y rabia. Pero fue aquel día. Siglo 20, cerca del año 10. Llego al templo un soldado. Un hombre de fe y corazón dispuesto a sacar adelante al pueblo, aún hundido en la miseria por el abandono de los dioses pasados. Ese soldado, lleno de determinación y fuerza, cogió las riendas del olimpo, y de soldado, pasó a comandante. Junto a este soldado, el pueblo se sentía protegido, amado y seguro. Era un soldado noble, con la determinación de un marinero en alta mar frente a una tormenta, y el coraje de alguien curtido en mil batallas, con experiencia para guiar a su pueblo. Los años a cargo del noble soldado pasaron volando. Se lograron hazañas inimaginables para el resto de pueblos, con logros como las tres victorias en el cabo mediterráneo, la pradera británica y la llanura soviética. Pero como todo, un día el reinado del soldado, tras deslumbrar lo más potente que pudo cual cometa en la bóveda celeste, se apagó, y puso rumbo a tierras mediterráneas para levantar a otros pueblos con su grandeza.

 

Tras esto, el resto de los dioses que habían gobernado junto a él, buscaban desesperadamente un sustituto, alguien para dirigir al pueblo y darles un modelo a seguir, una causa por la que luchar. No hubo suerte. Fueron 4 años duros. El pueblo se sintió huérfano, sin energía nuevamente. Los dioses ancianos que aún seguían en el olimpo, desesperados, trajeron nuevos hombres para gobernar el templo. Eran hombres sin mucho renombre, pero con la misma determinación que un día tuvo aquel soldado que tantas alegrías trajo a su pueblo. Entre ellos, un delgado chico sudamericano con la potencia de un halcón, un espigado gigantón valón con la fuerza de una girafa, y un paladín desconocido, un showman capaz de invocar la magia más oscura y utilizarla a su antojo. Bajo el mando de estos nuevos caballeros, el pueblo se agarró al hilo de esperanza que estos les traían. Tras mucho esfuerzo de los guardianes del olimpo y sus nuevos compañeros, el pueblo prosperó, y volvió a parecerse a lo que fue con aquel comandante que tanto echaban de menos.

 

El período de prosperidad por fin, después de tantos años, se instauró. Pero recientemente, debido a la popularidad del olimpo del templo, varios nuevos y codiciosos dioses han ido incorporándose a la causa. En general, contando con todo el apoyo y júbilo del pueblo. Estos nuevos dioses, han comenzado a prometer riquezas y prosperidad a su pueblo, recordando a aquellos dioses que un día hicieron lo mismo, para luego, cuando la situación en el templo se pusiese complicada, desaparecer dejando a su pueblo huérfano y sin rumbo. Aun así, esto no parece importar mucho al pueblo, quien está volviendo a creer en las promesas de los dioses, ignorando la frase que su creador, Don Santiago, les dijo una vez: “El pueblo que no conoce su historia, está condenado a repetirla”.

 

José García-Quintián Ramonde N7 1B. 30 de enero de 2025.




 









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