MEMORIAS
DE UN NIÑO DE LA GUERRA
Con los años
me he dado cuenta de que la identidad de las personas está formada a base de
recuerdos, momentos o situaciones que nos impactan durante toda nuestra vida,
convirtiéndose en experiencias cuyo objetivo es ayudarnos y guiarnos
permanentemente en la toma de decisiones. A medida que los años pasan y nuestro
cuerpo y mente envejecen, vamos perdiendo muchas de esas memorias. Simplemente
recordamos aquellas que verdaderamente han significado algo para nosotros y en
las cuales se basan nuestras acciones.
Pues bien, a
mis setenta y siete años no sabría deciros qué sería de mí, si no hubiera
experimentado las mismas vivencias en el momento en el que nuestra identidad
comienza a formarse, en otras palabras, si tuviera unos recuerdos de mi
infancia distintos a estos.
Un 5 de julio
de 1939; año del estallido de conflictos, genocidios y sobretodo muertes. En Southway,
un pueblo al Sur de Inglaterra, nací yo. Un pequeñajo rubio, delgado y de ojos
azules, el último de 4 hermanos y bautizado por la Iglesia Anglicana como Roger
Anthony Hyam.
En plena 2ª
Guerra Mundial, destinaron a mi padre a South Port, al Norte de Inglaterra, dónde
trabajaría en el Ministerio de Trabajo. Allí vivíamos cerca de una base militar
repleta de focos que iluminaban el cielo tratando de visualizar a los aviones
enemigos y de poder dispararlos. En una época en la que se vivía en una amenaza
constante, la distancia a aquel cuartel podría resultar una ventaja, en cuanto
a la rápida defensa ante un ataque ó un inconveniente, como posible blanco de
los alemanes.
El primer
recuerdo que tengo de toda mi existencia es de cuando tendría aproximadamente 3
o 4 años en aquel pueblo del Norte. Recuerdo
estar solo, sentado en mi triciclo en la puerta de nuestra casa, jugando e
ignorando todo lo que pasaba a mi alrededor. Hasta que en ese mismo instante varios
tanques de guerra, a los que veía inmensos, desfilaban por nuestra calle en
línea recta, pasando por delante de mi puerta y preparados para cualquier tipo
de amenaza. A pesar de haber ocurrido hace más de setenta años, si me dijeran
que ocurrió ayer, lo creería. Probablemente, recuerdo tan bien la sensación, porque
esa vez fue la primera en toda mi vida en la que sentí miedo. No un miedo típico
de un niño de cuatro años cuando le dicen que hay un monstruo debajo de la
cama. No. Uno real. Sólo había un monstruo culpable de aquel miedo y, según había
oído decir a los adultos ingleses de la época, se llamaba Hitler.
Durante los
años de conflicto, conservo alguna memoria más sin importancia de una infancia
feliz. Hasta encontrarme con lo que yo llamaría mi 2º recuerdo más impactante,
aunque más bien podría considerarlo susto.
Al volver a
destinar a mi padre, nos mudamos a Purley, de vuelta al Sur. Un día, salimos a
dar un paseo en familia por la ciudad, raramente soleada y con pocas noticias
de la guerra. Esa mañana, aparentemente se presentaba como un día feliz. Hasta
que, de pronto, comenzamos a oír un “dougbug”. Los “dougbugs” eran sonidos semejantes
a los que hacen los insectos y que emitían los aviones enemigos que poseían cohetes.
Si ese sonido paraba, significaba que el misil iba a caer en alguna parte.
Estos, además, no resultaban ser misiles normales. Eran V2, un nuevo artefacto
diseñado por los alemanes, padre de todos los misiles modernos. Cuándo oímos que
el sonido no cesaba y vimos que se acercaban dos aviones alemanes hacia Londres,
no pudimos refugiarnos en ninguna parte, solo pudimos esperar a ver dónde caía.
Sorprendentemente, de la nada apareció un caza inglés que invistió el ala a los
dos aviones, cayendo al otro lado de la colina con un enorme estruendo,
arrasando a su paso los hogares de dos familias.
Aquella
mañana, dos familias inocentes, salvaron de una muerte segura a cientos de
londinenses. Pagaron con su vida, sin ni siquiera haber sido preguntados.
Siempre existía el temor de que a cualquiera de nuestras familias pudiera
ocurrirle algo así.
La última fase
de la Gran Guerra, la conocida Batalla de Inglaterra, llegó a mis casi 6 años,
años que fueron interminables para el país británico. Volvimos a mudarnos dónde
nací, a Southway. Allí, buscábamos la mejor manera de salvaguardarnos de las
bombas. Mi padre nos obligaba a dormir en unas camas un tanto diferentes.
Tenían forma de mesa, con las patas y el tablón hechos de un metal realmente
pesado. El colchón, se encontraba debajo de la aparente mesa. Una vez dentro de
la cama, los huecos que formaban la distancia
de las patas entre sí, se cerraban mediante unas verjas. Estaban diseñadas de
tal manera que cuando sonaba la alarma de aviso de bomba, no nos era necesario
ir con el resto del pueblo a los refugios en el subsuelo. Directamente, mi
hermana, 15 años mayor que yo, nos cogía a mi y a mis hermanos y nos metía
dentro de la extraña cama. Así, en el caso de que nos cayera una bomba y se nos
derrumbara la casa encima, sobreviviríamos. Más que camas, parecían jaulas para
hombres desesperados.
Jamás voy a
olvidar el ruido de las sirenas avisándonos del acercamiento de una bomba. Oír
aquel sonido era un infierno que aunque durara unos minutos, parecía eterno.
Tiempo en el que no hacías otra cosa más que temer por tu vida, esperando a que
la sirena que se emitía desde postes o farolas con altavoces, se convirtiera en
un sonido continuo, sin subir, ni bajar, lo que indicaba que no se acercaban
más bombas.
La bomba que oí caer más cerca estalló a poco
menos de medio kilómetro de distancia de mi hogar, en lo que entonces era un
psiquiátrico, provocando un enorme estruendo y haciendo estallar los cristales
de nuestra casa.
Durante
mucho tiempo después tuve pesadillas día y noche de cazas entrando por las
ventanas de mi habitación y de sonidos de sirenas y estallidos de bombas. Hay
cosas que nuestra mente por más que lo intenta, no las puede olvidar y me
pregunto si será porque en el fondo no quiere hacerlo.
Por ese
motivo admiraba tanto a mi padre. Era un
“Home-guard” que se podría considerar un guardia civil en tiempos de guerra. Anteriormente,
con 16 años, combatió en la Guerra de trincheras en un Regimiento en Francia.
La guerra no le había trastornado mentalmente y no se le apreciaban secuelas
psicológicas. Ni si quiera sentía odio hacia ningún alemán, pero había algo que
me llamaba la atención y es que no podía verlos en grupo porque la ira le salía
por las orejas. Nunca supe porqué. Tampoco, nos dejó nunca, ni a mí, ni a mis
hijos, jugar con armas de juguete, espadas o
incluso con soldaditos de plomo. Consideraba que la guerra no era un
juego y menos una diversión.
Nunca quiso
hablar de absolutamente nada relacionado con el combate. Lo que vio allí debió
de ser funesto. Le admiraba por tener la
capacidad de hacer como si nada hubiera ocurrido, de seguir adelante a pesar de
todo el sufrimiento que debió padecer. No quería que el resto sufriéramos por él.
Ni siquiera muchos años después cuando le encontraron un trozo de metralla en
el cráneo.
Lo único que contó alguna vez de la guerra fue el momento
en el que, tras meses de haber estado entre barro en las trincheras, se
encontró allí con a su hermano. Él también estaba combatiendo pero en un
regimiento distinto al suyo. Siempre le llenaba de orgullo contar que en medio
del campamento intercambiaron las cantimploras: uno tenía agua y el otro té. De
todas las cosas que vivió en la guerra, decidió contar la única buena. Supongo que
porque este encuentro le daría la esperanza que necesitaba para seguir luchando
y poder reencontrarse algún día con su hermano y el resto de su familia, en
casa.
Finalizada
la guerra, y una vez erradicado todo ese miedo, no puedo decir que fuera
infeliz porque mentiría. Es verdad que, cuando uno desde tan pequeño ve la
cruda realidad de tan cerca, a pesar de no lamentar pérdidas cercanas, crece
como una persona más seria. Pero las manecillas de los relojes siguen
moviéndose y al igual que las memorias marcan al hombre, las guerras con el
tiempo se convierten en recuerdos que marcan etapas de la historia y del mundo.
Y se transforman en experiencias que nos enseñan a no cometer los mismos
errores del pasado.
Poco más de
setenta años después, a miles de kilómetros de distancia de dónde nací, en un
país el cual en un momento de mi vida lo consideraba inexistente, casado, con
cuatro hijos y seis nietos, puedo decir
que esos años de mi infancia, me han marcado como persona: nunca los he
olvidado y si la vida me lo permite, nunca lo haré.
Gracias a esos años veo muchas cosas de un modo que, sin haber sido ese niño de
la guerra, no sería capaz de ver.
Teresa Hyam
Echarren (Noviembre 2016)
Comentarios
Publicar un comentario