MUCHO
MÁS QUE UN RELOJ
Aún recuerdo ese 8 de
abril de 1941 con mucha emoción. El día de mi séptimo cumpleaños mi abuelo me
enseñó por primera vez donde trabajaba, quedé fascinado por ese amasijo de
engranajes y no me podía explicar como eso resultaba en el majestuoso reloj de
la plaza que veía todos los días al ir al colegio. Allí arriba, desde la torre,
podíamos ver todo el pueblo y los alrededores. Mientras me lo enseñaba vi lo
especial que era ese reloj para mi abuelo ya que fue la primera vez que le vi
sonreír.
Desde aquel día subí
casi todos los días a la torre a hacer compañía a mi abuelo. Desde allí la
visión del pueblo me entristecía, porque no era el pueblo que mi madre y mi
abuela habían descrito de cuando eran jóvenes. Era un pueblo desolado por la
guerra, donde las mujeres como mi madre y mi abuela repetían sin cesar “No hay
dinero” mientras esperaban con su cartilla de racionamiento a que les diesen un
pan duro, el tabaco de picadura de mi abuelo y lo que tocase ese día. Pocas
familias del pueblo se libraron de tener muertos,
lamentablemente entre esas familias no estábamos nosotros.
Fui creciendo y
adquiriendo mayor experiencia. A los doce años ya sabía engrasar el reloj,
darle cuerda y hacer complicadas reparaciones. La época donde más me gustaba
subir a la torre era en agosto ya que eran las fiestas del pueblo y me
encantaba ver el ambiente desde allí arriba. Durante las fiestas la gente
parecía olvidarse de sus problemas personales y económicos y se divertía
bailando al ritmo de Paquito el chocolatero. Los más pequeños tomábamos
infinidad de exquisitos dulces hasta que nos doliese la barriga y nos
quedábamos hasta tarde en la calle jugando al escondite. Todo lo bueno llega a
su fin y cuando terminaban las fiestas la alegría que traían con ellas también
desaparecía y el pueblo volvía a estar sumido en la tristeza que le
caracterizaba.
Al cumplir 19 años
tengo que abandonar el pueblo, mi familia, mis amigos, mi novia… y mi querida
torre del reloj, para hacer el servicio militar obligatorio durante un año y
medio en el Aaiún en el Sáhara español. No había noche que no me acordase del
pueblo y en especial de mis relojes. Al volver del servicio militar mi abuelo,
a punto de fallecer, me pide que me encargué del reloj y del negocio que había
abierto de reparación de relojes. Y así fue como me convertí en el relojero del
pueblo. Yo reparaba los relojes de todo el pueblo ricos, personas más humildes…
y siempre encontraba hueco para ir a mi querido reloj de la torre para darle
cuerda y engrasarle.
Durante mis primeros
años de relojero observé como el pueblo empezaba a dejar atrás la tristeza que
provocaba la sombra de esa guerra pasada. La economía se empezó a reactivar y aparecieron
modernidades hasta ahora impensables como el tractor y coche asequibles a más
bolsillos. El pueblo se convirtió en un sitio alegre y lleno de vida donde los
jóvenes como yo empezábamos a casarnos y sentar la cabeza.
Sin embargo, la alegría
no duró mucho, ya que en la década de los sesenta se produjo lo que llamaron
éxodo rural. Muchos de mis amigos vieron que no tenían futuro en el campo y
buscaron otras oportunidades de trabajo en la capital porque la vida en el
campo era muy dura, aunque hubiese habido avances tecnológicos. En la capital
tenían mejores oportunidades para ellos y para sus hijos que recibirían mejor
educación. El pueblo se fue quedando vacío y con menos niños que jugasen por
sus calles. Fue recuperando ese ambiente de tristeza y melancolía. Algunos
volvieron ya que vieron que la vida en la ciudad no era tan fácil como creían,
pero la mayoría se quedo en la ciudad algunos porque eran demasiado orgullosos
para volver y admitir que habían fracasado en la ciudad, y otros porque
verdaderamente les había ido bien y vivían mejor que en el pueblo.
Las únicas veces donde
el pueblo recuperaba su alegría era en agosto, en las fiestas, como cuando yo
era pequeño. El pueblo estaba lleno de familias que volvían de la ciudad para
pasar el verano. Esta vez, no era yo quien se subía a la torre a ver el
ambiente de las fiestas desde arriba, eran mis hijos. Como pasaba antes al
terminar agosto todo volvía a la realidad, la realidad de un pueblo que se
estaba quedando sin vida lentamente.
Durante los siguientes
años vi marchar a mis hijos a la universidad ya se quedaron en la ciudad y como
muchas otras familias solo volvían para las vacaciones. Yo seguía con mis
relojes a los que tanto amaba, intentando evadirme de la realidad.
Esa realidad al final
acabó con mi querido negocio. Con la relojería que con tanta emoción fundó mi
abuelo y a la que tuve que echar el cierre cuando ya casi cambiábamos de
milenio. No había casi gente y la gente que quedaba no arreglaba los relojes,
simplemente se compraban uno nuevo. Por lo que no me salía rentable continuar
con el negocio. Mi consuelo fue que me permitieron seguir cuidando de mi
querido reloj de la torre, al que iba todas las mañanas para darle cuerda y
engrasarlo.
Ahora estoy sentado,
con las manos entrelazadas alrededor de mi bastón, en el banco de enfrente de
la torre donde ya no esta el reloj al que yo cuide tanto. Lo han sustituido por
uno que funciona automáticamente y un hombre del servicio técnico viene una vez
cada dos meses a comprobar que todo está en orden. Miro a mi alrededor y lo
único que veo son personas mayores como yo, y me preguntó qué pasará en 20 años
con mi pueblo cuando los habitantes vayamos falleciendo, quién se ocupará del
campo y de las tierras ahora que apenas queda gente joven. Vuelvo a mirar a la
torre con melancolía y pienso en esa época pasada que, excepto que cambien
mucho las cosas, nunca volverá.
Belén Fdez-Ordás Caballud 4ºA Nº7 4/02/2020
2ªevaluación
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