Margarita Guillén (Madrid-Haití-Turquía)

 



MADRID-HAITI-TURQUÍA

Supe que a partir de ese día mi vida iba a cambiar para siempre.

 

Mi madre trabaja en una ONG y le acaban de destinar un año a Haití a colaborar en trabajos de reconstrucción del país, tras el gravísimo terremoto ocurrido allí. Mi madre, que lleva la contabilidad de la ONG, va a encargarse de administrar los fondos que reciba la ONG desde todos los países del mundo.

 

Es muy egoísta, en ningún momento ha pensado en mí, en que me iba a separar de mis amigos y que iba a tener que empezar de cero en un país muy diferente a España. Puede sonar contradictorio cómo un acto tan generoso como lo es entregar tu vida y dedicarte a los demás puede ser a la vez tan egoísta. Me duele mucho pagarlo con mi madre, pero durante las 15 horas que duró el vuelo me costó dirigirle la palabra. En el trayecto desde el aeropuerto hasta nuestro alojamiento, mi madre no paró de repetirme que esta experiencia me iba a abrir los ojos y a hacer mejor persona.

 

Llegué a lo que iba a ser mi nuevo hogar y, evidentemente, no se parecía nada a mi barrio en Madrid. Nuestra casa en Haití, por llamarlo de alguna manera, estaba al lado de una especie de carpa que hacía las funciones de un colegio, junto al sitio en donde mi madre y otros voluntarios iban a trabajar. No tiene pinta que me lo vaya a pasar muy bien aquí.

 

Ya es lunes, el fin de semana no ha sido tan malo como yo pensaba, aunque no he salido del complejo en el que estamos alojados, así que, la verdad, no he podido ver cuáles han sido las consecuencias del terremoto, que todo el mundo dice que ha sido terrible y que ha causado miles y miles de muertes.

 

Hoy empiezo el colegio, eso es lo que realmente me aterraba desde que mamá me dijo que nos veníamos a vivir aquí. Es un colegio en el que hay gente de muchos países, la mayoría hijos de funcionarios internacionales, de hijos de trabajadores de otras ONG, etc. El curso ya ha empezado y los niños ya tienen sus amigos, sé que será difícil integrarme.

 

Los pocos niños locales hablan francés, y el resto se comunica en el único idioma común, el inglés. Con los niños haitianos tengo que hablar en francés, y casi por primera vez me alegro de haber dedicado tiempo de mi vida al estudio de ese idioma.

 

Se nota, eso sí, una diferencia enorme entre el estado de ánimo de los niños haitianos y el resto. Los niños locales están todos tristes, ya que, muchos de ellos, han tenido alguna pérdida de familiares, de amigos… Los otros niños, la mayoría de fuera, como he dicho antes, estamos allí pero realmente no nos damos cuenta del drama que se vive en el país; vivimos como en una burbuja.

 

No tenemos internet, porque toda la red de comunicaciones ha quedado prácticamente destruida en su totalidad, y tampoco podemos utilizar la poca cobertura que hay porque es necesaria para el trabajo que tienen que hacer en la ONG. Por ello, ni nos han dado las claves del servidor WIFI que hay. Un día; sin embargo, por un descuido de un compañero de mi madre, consigo las claves y entro en internet.

 

Mi primer impulso fue contactar con mis amigos, pero tenía más curiosidad por saber realmente qué estaba pasando fuera de mi burbuja, allí en Haití.

 

Lo que vi me dejó en shock. Donde nosotros vivíamos, aunque muy modesto y básico, podía calificarse de “normal”, pero solo a unos kilómetros de donde estábamos, el paisaje era horroroso. El terremoto había destruido todo lo que había; donde antes había casas, aunque fueran humildes, ahora solo había montones de escombros, de madera, de ramas, los pobres materiales con los que estaban construidas esas casas. Solo se veía algún edificio, que debía de estar construido con materiales más fuertes, en pie, pero muy pocos, y además muy dañados.

 

Pero lo peor fue cuando vi videos de los niños que estaban en tiendas de campaña, formando pueblos de hileras de cabañas, una tras de otra, con niños corriendo entre el barro, sin luz, sin nada que pudiera parecerse a una ciudad.

 

Me metí en mi cama, me escondí bajo las sábanas y caí en un inconsolable llanto. Cuando me calmé, fui a ver a mi madre y le conté la verdad, lo que había visto. Al principio mi madre de enfadó por haberla desobedecido, pero rápidamente la corté y le dije que ya tenía edad como para saber las cosas, y que no tenía sentido que hubiésemos viajado a un país destruido, pero que me mantuviera alejada de la realidad. Ella me dijo que tenía razón, pero que quería protegerme. “¿Protegerme?, ¿tú crees que esconderme de lo que está pasando es protegerme?, ¿no decías que esta experiencia me haría mejor persona?; ¿cómo si no sé ni dónde estoy?” No mamá, le dije, si estoy aquí estoy por algo y para algo, así que sé que lo que quiero es ayudar a esos niños que he visto en el ordenador. Sé que algo podré hacer.

 

Al día siguiente, mi madre habló con el resto de empleados de nuestra ONG y de otras y les convenció de que los niños podíamos también hacer algo y así es como se creó la primera organización infantil de ayuda para niños que se había conocido en catástrofes similares.

Hoy, mientras veo el cielo por la ventanilla del avión en el que vuelo a Turquía, tras el terremoto ocurrido hace unos días, para ayudar en la misma ONG con la que estuve en Haití, recuerdo aquellos momentos, quince años atrás, y doy gracias a Dios, y a mi madre, por haberme permitido encontrar mi camino en la vida y por, efectivamente, y como me dijo mi madre entonces, haberme hecho mejor persona.

 

 

Margarita Guillén 4ºD Febrero-2023

 

 

 

 

 


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