ENTRE
SOMBRAS Y CICLOS ROTOS
La infancia se vio marcada por la sombra persistente de mi
madre, una sombra que oscurecía los días con su lucha interna contra los
demonios que la atormentaban. Aunque solo tenía diez años, ya cargaba con la
responsabilidad de cuidar de ella y de mí misma. Mi madre, sumida en el abismo
del alcohol, no podía cumplir con el papel que la vida le había asignado como
madre.
Cada día, después de una noche de excesos, me pedía perdón
por el trato del día anterior. Sin embargo, la pregunta que le formulaba
parecía un eco constante en el vacío de nuestra relación: ¿por qué? ¿Por qué se
aislaba en el alcohol, por qué no se preocupaba por nosotros, por qué había
perdido su felicidad? Pero su respuesta siempre era el mismo silencio eterno.
La rutina se volvió odiosa. A veces, dormía en la casa de mi
padre, buscando refugio temporal de lo que llamaba "el infierno"
porque peor que eso no podía imaginarlo. Sin embargo, sabía que esa paz sería
efímera. Aunque, como descubriría más tarde, sí existía algo más oscuro.
Seis años después, ya no vivía con ella, pero la comunicación
persistía. Una llamada telefónica inesperada cambió el ciclo de las cosas. Mi
madre, consciente de su enfermedad, reconoció finalmente que necesitaba ayuda.
La esperanza, frágil pero palpable, floreció en mi interior. Decidí comenzar la
búsqueda de ayuda para ella, y contra todo pronóstico, la encontré.
Sin embargo, la felicidad duró menos de una semana. Una
mañana desperté con diez audios suyos, cada uno más desgarrador que el
anterior. ¿Otra vez? Me pregunté, sintiendo cómo la desilusión me envolvía y un
dolor en el pecho que no me dejaba respirar volvía. A través de esas
grabaciones, quedó claro que cuanto más intentaba ayudarla, más se desbordaban
sus reproches y frustraciones. Parecía que su deseo de atención superaba con
creces la necesidad de curarse.
El ciclo destructivo continuaba. Cada esfuerzo por mi parte
se convertía en una chispa que avivaba las llamas autodestructivas de mi madre.
Era un juego peligroso, un baile trágico entre su enfermedad y mi desesperado
deseo de salvarla.
Aquella experiencia me llevó a una dura verdad: ayudar a
alguien que no desea ser ayudado es como intentar contener agua entre las
manos. Cuanto más intentaba sostenerla, más se escapaba entre mis dedos. Sus
palabras, cargadas de amargura y reproches, revelaban que su anhelo de atención
eclipsaba cualquier posibilidad de curación genuina.
Mi creadora había
tocado fondo tantas veces que resultaba difícil creer que pudiera descender aún
más. Ingresos hospitalarios, lavados de estómago, accidentes automovilísticos
peligrosos; parecía que ya lo había experimentado todo.
En medio de la confusión y el dolor, comprendí que cuando
alguien está enfermo y no desea ayuda, es necesario distanciarse pero no
reprochar nada a esa persona sino solamente dejar de atender sus llamadas y
responder mensajes. No puedes permitir que la enfermedad del otro se convierta
en una carga insoportable para tu vida.
La vida siguió su curso, y mi madre continuó su tumultuoso
camino. La lección más difícil que aprendí fue aceptar que, a veces, el amor y
el deseo de ayudar no son suficientes para cambiar el destino de alguien que no
está dispuesto a cambiar por sí mismo. En mi pequeña experiencia de la vida,
aprendí a equilibrar la compasión con la autoconservación, entendiendo que, a
veces, la única ayuda real es permitir que la otra persona encuentre su propio
camino hacia la curación cuando tenga un deseo real de hacerlo.
María Marín, 1º Bachillerato A,
Enero 2024
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