LA
RIQUEZA DE LO SIMPLE
No sé si alguna vez has
sentido que todo lo que tienes a tu alrededor pesa demasiado. No hablo del peso
físico, sino de esa carga invisible que se va acumulando sin darnos cuenta. La
presión de aparentar, de alcanzar siempre algo más grande, de llenar la vida de
cosas como si eso pudiera darle sentido. Yo lo he sentido. Y lo peor es que
durante mucho tiempo ni siquiera fui consciente de ello.
Nos enseñan desde
pequeños que el éxito está en lo que acumulamos, en lo que mostramos a los
demás. Nos dicen que tener más significa haber llegado más lejos. Que hay que
aspirar a lo mejor, a lo más caro, a lo más exclusivo. Que una vida plena es
aquella que se puede medir en cifras, en bienes, en reconocimientos. Y lo
creemos. Nos pasamos años persiguiendo algo que nunca termina de ser
suficiente, como si la felicidad fuera un lugar al que solo se llega con los
bolsillos llenos.
Pero entonces, sin
ningún aviso, empiezas a notar que hay gente que vive con la mitad de lo que tú
tienes y parece el doble de feliz. Que hay personas que no tienen grandes
títulos ni casas impresionantes, pero duermen en paz cada noche. Que hay
quienes no necesitan demostrar nada porque su vida no se define por lo que
poseen, sino por lo que son. Y ahí es cuando todo empieza a cambiar.
Ahí fue cuando me di
cuenta de que lo que pesa no es la falta de cosas, sino la necesidad de
tenerlas. Que cuanto más buscas llenar los vacíos con objetos, más grande se
hace ese hueco. Que hay gente con relojes de miles de euros que nunca tienen
tiempo, con casas enormes que nunca se sienten como un hogar, con armarios
llenos y almas vacías.
Empecé a fijarme en los
detalles. En los momentos que realmente me hacían sentir bien. Y no eran las
compras, ni los premios, ni las veces que pude impresionar a alguien con lo que
tenía. Eran los instantes más simples, los que no costaban nada: una conversación
sincera, una risa compartida, el abrazo de alguien que está ahí sin importar
nada más. Me di cuenta de que esas cosas, las que de verdad valen, no se pueden
comprar. No se pueden coleccionar. No se pueden presumir.
Y entonces entendí que
la vida no es lo que acumulas, sino lo que eres cuando te quedas sin nada. Que
al final, lo único que importa es con qué llenas el alma, no las estanterías.
Que la verdadera riqueza es saber que, si todo desapareciera mañana, aún te
quedaría lo esencial: las personas que has querido, las huellas que has dejado
en otros, el alivio de saber que nunca tuviste que fingir ser más de lo que
realmente eras.
El problema nunca fue
no tener suficiente, sino creer que siempre hacía falta más. Que nos han hecho
creer que, si paramos, fracasamos. Que, si no seguimos sumando, nos quedamos
atrás. Y en esa carrera absurda por llegar a no sé dónde, nos olvidamos de lo
único que realmente importa: vivir.
Pero cuando todo se
calla, cuando te atreves a mirar más allá de lo material, descubres que la
felicidad siempre estuvo en otro sitio.
No quiero una vida
llena de cosas y vacía de sentido. No quiero pasar mis días persiguiendo lo que
brilla mientras dejo escapar lo que realmente ilumina. No quiero que mi valor
se mida por lo que tengo, sino por lo que dejo en los demás.
Porque al final del
camino, cuando todo lo demás se haya ido, lo único que quedará será la forma en
que vivimos, y yo quiero que la mía haya valido la pena.
Daniela del Castillo Reina. 1º Bachillerato A Nº7
24/03/25
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