VOCES BAJO EL POLVO
El polvo me ahogaba mientras arrastraba mi
linterna por el suelo destrozado. Habían pasado 100 horas desde que el
terremoto golpeó Yangon, y mis manos temblaban, no sé si por el cansancio o por
el miedo a no encontrar nada más que silencio. Soy rescatista voluntario, pero
nunca había visto algo así: edificios como castillos de cartas rotos, cables
chispeando y gritos que se apagaban con cada día. Mi casco estaba rajado, mi
espalda dolorida, pero seguí moviéndome entre los escombros de lo que era un mercado
hace menos de 100 horas. Algo me decía que aún había vida aquí, esperando ayuda.
El aire olía a cemento húmedo. Mis botas
crujían sobre cristales y trozos de madera cuando escuché un golpe débil, como
un eco perdido. Me detuve, conteniendo la respiración, y lo oí otra vez: un
ritmo irregular contra una losa de cemento. Grité pidiendo ayuda, pero mi
equipo estaba disperso y el walkie-talkie sin batería. Saqué mi barra de
metal y empecé a cavar, a apartar pedazos de escombros con las manos
sangrantes. Cada movimiento era una apuesta contra el tiempo, contra el peso
que aplastaba lo que fuera que estuviera abajo.
Después de una hora, vi un hueco pequeño,
apenas un hueco entre dos placas rotas. Metí la linterna y la luz iluminó un
rostro cubierto de polvo, unos ojos abiertos que me miraban como si yo fuera un
fantasma. Era una mujer, joven, con el pelo pegado a la cara por el sudor y la
sangre. Sus labios se movieron, pero no salió sonido; solo señaló hacia un lado
con una mano temblorosa. Allí, bajo un pedazo de mesa rota, estaba un niño
pequeño, inmóvil. Mi corazón se hundió, pero ella seguía mirándome, suplicando sin
palabras. No sabía si estaba vivo, pero no podía rendirme.
Llamé a gritos a los demás hasta que dos
compañeros llegaron corriendo. Entre los tres levantamos la losa, mis músculos
ardiendo. La saqué primero a ella y luego al niño. Suspiré al sentir un pulso
débil en su cuello; estaba vivo, pero apenas. La mujer se aferró a él,
sollozando en un idioma que no entendía, mientras yo caía de rodillas, agotado.
Por un momento, el caos del mundo se detuvo: éramos solo nosotros tres en medio
de la ruina, un milagro frágil entre tanta muerte.
Mientras cargábamos al niño hacia la zona de Triage, noté algo en su mano: un pedazo de papel arrugado. Lo tomé con cuidado y lo desdoblé bajo la luz de una lámpara de emergencia. Era un dibujo infantil, un garabato de una casa con dos figuras y un sol torcido. Debajo, escrito con letra temblorosa, había un mensaje en birmano. Uno de los médicos lo tradujo después: "Papá, te estamos esperando". Se me heló la sangre. Ese papel no era solo un dibujo; era una despedida que nunca llegó a su destino.
Entonces vino el golpe que
no esperaba. La mujer, aún débil, me agarró del brazo y señaló hacia atrás,
hacia los escombros de donde la sacamos. Entre suspiros, dijo en un inglés
roto: "Mi esposo... aún ahí". Miré el montón de escombros, los
pedazos imposibles de mover sin maquinaria pesada que no teníamos. Ella lo
sabía, lo veía en su cara, pero seguía señalando, como si la esperanza pudiera
levantar montañas. Yo no podía hacer más; el tiempo y el terremoto ya habían
decidido por nosotros.
Caminé de vuelta al campamento con el dibujo
en el bolsillo, su peso más grande que todo lo que había cargado ese día. Salvé
dos vidas, pero no pude salvarlas del todo. El sol empezaba a salir, tiñendo el
cielo de un rojo sucio sobre Yangon, y me pregunté cuántos mensajes como ese
seguirían enterrados, cuántas voces se habían apagado bajo mis pies. No soy un
héroe; soy solo un hombre que cava en la oscuridad, esperando que el próximo
golpe que escuche no sea el último.
Luis Durán Gimeno 1ºA Bachillerato
2/4/2025
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