RECUERDOS QUE SE ESCAPAN
A veces cierro los ojos y trato de
recordar. Me esfuerzo por atrapar esas imágenes que se escapan como humo entre
los dedos. Quiero que los rostros sean otra vez visibles, que las voces suenen
claras en mi mente, como si todo pudiera volver por un instante. Me aferro a
los detalles, a los pequeños gestos, a los silencios, intentando que el olvido
no me los arrebate. Pero es difícil. Muy difícil.
Recuerdo a mi abuelo. O, al menos,
trato de hacerlo. Me esfuerzo por no olvidar su voz, el tono con el que decía
mi nombre, la manera en que me miraba con ternura, aunque yo solo hablara de
cosas sin importancia. A veces aparece en mi mente como una sombra suave, como
una fotografía antigua que el tiempo ha ido borrando poco a poco. Sé que me
quería. Lo sé con todo mi corazón. Sé que me abrazaba fuerte, que en su
presencia yo me sentía a salvo, feliz, sin miedo a nada. Pero cada vez me
cuesta más traerlo de vuelta con claridad, y eso me aterra.
Murió cuando yo tenía siete años.
Solo siete. Siento que no fue suficiente. Que no tuve tiempo de conocerlo de
verdad, de hacerle preguntas, de entender su historia. ¿Cómo se supone que una
niña de siete años aprenda a despedirse? ¿Cómo se asimila la pérdida a esa
edad, cuando el mundo aún parece simple y eterno?
A mis abuelas y abuelo materno, en
cambio, ni siquiera los conocí. Sé cómo se llamaban. Sé algunas anécdotas,
historias que otros me contaron, pero en mi vida ellos no son más que ecos
ajenos, fantasmas que nunca llegaron a rozarme. Nunca me abrazaron. Nunca me
dijeron “feliz cumpleaños” por teléfono. Y aunque me duele su ausencia, hay
algo que me duele aún más: no poder extrañarlos de verdad. Porque, ¿cómo se
extraña lo que nunca se tuvo?
Los que sí estuvieron, también se
fueron. Mis tíos abuelos, figuras importantes en mi infancia, también se
despidieron demasiado pronto. Uno de cáncer, otro de Alzheimer, otra por la
misma enfermedad cruel. Y con cada uno sentí cómo el mundo se encogía un poco
más. Como si cada pérdida me dejara con menos raíces.
Ahora solo queda mi tía abuela. Y
pensar en ella me llena de tristeza. Me duele imaginarla sola, en una casa
llena de recuerdos que ya no tienen voces. Me duele que el mundo siga girando
mientras ella se aferra a una vida que cada vez le pertenece menos. Ojalá
pudiera hacer más por ella. Ojalá pudiera detener el tiempo, quedarme a su
lado, protegerla del olvido.
Me da miedo que un día ella también
se convierta en un recuerdo más, otro rostro que se vuelva borroso, otra voz
que se me escape sin remedio.
Pero lo que más me asusta no es solo
lo que pasó. Es lo que está pasando ahora. Es el presente. Tengo 16 años. Y
siento que todo se mueve demasiado rápido, como si estuviera en un tren que no
frena, como si no pudiera mirar con calma por la ventana.
Mis hermanos siempre han sido mi
refugio. Con ellos crecí, reí, inventé mundos. Pero ahora los miro y ya no son
los mismos niños de antes. Han crecido. Yo también. Y me da miedo que un día se
alejen sin querer, que sus vidas se llenen de otras cosas y ya no me busquen
como antes. Que seamos esos hermanos que se quieren, pero que ya no se tienen.
Mis padres también han cambiado. O
tal vez soy yo la que ha cambiado, no lo sé. Antes me arropaban, me tomaban de
la mano al cruzar la calle. Ahora esperan que sea fuerte, madura,
independiente. Y hay días en los que no quiero serlo. Días en los que solo
quiero ser su niña pequeña otra vez.
El tiempo no se detiene. No me da
respiro. Todo cambia sin yo darme cuenta. Y duele. Duele más de lo que sé
explicar. A veces deseo poder grabar cada detalle de mi vida, como si tuviera
una cámara invisible dentro de los ojos. Quisiera guardar cada risa, cada
palabra, cada momento. Porque sé que los recuerdos se desvanecen. Que las cosas
más queridas pueden desaparecer sin aviso.
Y mi mayor miedo es que un día,
cuando mire hacia atrás, ya no recuerde cómo sonaba la voz de mi abuelo. Que se
me escapen las tardes interminables con mis hermanos, las canciones en el coche
con papá y mamá, los abrazos sin razón.
Mi miedo es que todo haya pasado
demasiado rápido. Y que, para cuando me dé cuenta, ya sea demasiado tarde para
volver atrás.
María
Pacheco Martínez 1ºB 03/abril 2025
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