EL
PEOR ANIMAL
Dicen que los niños siempre lloran. Él no, él aprendió desde
muy pequeño que llorar no servía de nada. Se pasaba los días pensando en cómo y
cuándo salir de ese mundo frío, de los gritos y los golpes consecutivos. Su
espalda conocía bien la vara de su madrastra. No necesitaba razones para
usarla, a veces era un plato mal puesto. Otras, simplemente, el silencio de
Marcos le molestaba. El niño a veces contaba los latigazos. Otras, solo cerraba
los ojos y esperaba que terminara.
A Marcos le encantaba observar las ramas de los árboles
moviéndose y los animales corriendo. Viéndolos no se sentía tan solo.
Su padre era un hombre de pocas palabras. Una tarde, sin
explicaciones, tomó su mano y lo llevó hasta la puerta de una casa que no
conocía. No hubo despedida, solo monedas en una mano. “Quédate con él”, oyó
decir a su padre. Marcos sintió la mano del extraño tomar su muñeca y comprendió
que no volvería a casa. Pero Marcos no lloró, solo quedó el vacío, y en algún
rincón dentro de él, un pequeño alivio.
El hombre con el que vivía era parecido a su padre, ya que
no hablaba mucho. Pero Marcos estaba acostumbrado, así que no se quejó ni un
día. Por lo menos él no le pegaba. Vivía aislado y por fin pudo disfrutar
jugando con los animales. De hecho, Marcos era feliz. Era muy feliz hasta que
pasaron días sin que el hombre se despertara. Marcos esperó a que lo hiciera, a
que dijera algo, pero no lo hizo.
El silencio pesaba más de lo normal. Antes, por lo menos
durante un tiempo, siempre había alguien cerca. No alguien que le hablara o
abrazara mucho, pero alguien. Ahora solo estaba él, y el mundo es muy grande
para un niño solo.
Por un momento pensó en regresar al pueblo. Pero ¿y si su
padre lo veía? ¿y si tenía que volver con su madrastra? No podía arriesgarse,
ese nunca había sido su hogar. Desde siempre, el
bosque había estado ahí. Lo veía cada día cuando pastoreaba y lo oía cada noche
antes de dormir. Nunca le había dado miedo, aunque todos decían que era un
lugar peligroso. Pero el pueblo le había hecho daño. El bosque, nunca. Caminó
sin mirar atrás. El bosque no estaba vacío. Lo sabía. Lo había sentido
antes, esas sombras entre los árboles, esos ojos que brillaban en la oscuridad,
no los veía como una amenaza, sino como una presencia protectora, como
si el bosque mismo lo estuviera observando y cuidando. No sabía dónde dormiría, no sabía qué comería.
Pero algo dentro de él le decía que ahí, entre los árboles, encontraría lo que
necesitaba. O quizás, ellos lo encontrarían a él.
Al principio, lo observaban desde la distancia. No lo
hablaban, pero tampoco lo echaban. Se acercaba sigilosamente a ellos en busca
de comida o para jugar con los más pequeños. Con el tiempo, Marcos comenzó a
moverse como ellos, cada día más rápido. Poco a poco, dejaron de verle como un
extraño, y él dejó de sentirse como tal. Ellos le enseñaron a imitar sus
sonidos y escuchar lo que ellos oían.
Al principio Marcos no sabía que el río tenía otro propósito
que no fuera beber agua. Hasta que vio a uno de los suyos sacar un pez del río con
varias rocas y tripas de conejo. Se quedó maravillado. A Marcos le encantaba
aprender cosas como esas todos los días. A veces, el aprendizaje era doloroso.
Tardó en identificar las bayas que podía comer, y hubo momentos en los que la
fruta equivocada le causaba náuseas, pero con cada error, crecía un poco más.
Empezaron a hacer todo juntos, como una familia. Al dormir,
su nueva madre le protegía del frío con su pelaje. En las noches despejadas se
tumbaba en la hierba y miraba las estrellas. Su mundo ya no era el de los
hombres. Ya no contaba latigazos. Contaba los pasos sigilosos y la respiración
tranquila de los que dormían cerca. También le encantaba mojarse con la lluvia
sin miedo y correr bajo la luna jugando con sus hermanos.
Su piel se volvió más curtida por el sol y sus manos se
llenaron de callos. Las palabras comenzaron a desaparecer. Intentaba
recordarlas, pero dejaron de ser importantes, no necesitaba palabras para saber
cuándo acercarse o cuando correr. Su respiración se volvió más silenciosa y su
oído más atento.
Un día, mientras Marcos pescaba su comida y la del resto,
vio como algo se movía entre los árboles, lo que le llamó la atención fue el
olor que desprendían, sabía que no pertenecían al bosque, en ese momento supo
que se trataba de los hombres del mundo que ya había olvidado. Marcos sintió un
miedo y confusión que no había experimentado desde hace años. Los hombres se
acercaron lentamente, pues estaban confundidos, lo que veían no era un animal,
pero tampoco un humano.
Marcos no tuvo tiempo de huir. Notó manos sujetándole,
ásperas. Pataleó y forcejeó. Sintió el ardor de la cuerda contra su piel. Un
gritó subió por su garganta, intentó morder y apretó con fuerza.
Sintió más manos encima, golpeándolo. Su alrededor se llenó
de voces que no entendía. Intentó gritar otra vez, pero una mano le tapó la
boca. Así que lo hizo. No gritó. Aulló. Con esperanza de que alguien, algo, le
respondiera.
Lo arrastraron, le ataron las muñecas. Todo lo que sucedía
era muy confuso, muy rápido, para Marcos. El bosque se alejaba. No entendía que
estaba pasando, pero sabía que lo estaban sacando de su casa.
Lo vistieron, le enseñaron a usar cubiertos y a
pronunciar palabras que ya no sentía suyas. Le ofrecían comida en platos, pero
él extrañaba el sabor de la carne fresca, el olor del bosque. Por las noches,
el silencio de las paredes le asfixiaba. A veces intentaba comportarse como
ellos, seguir sus reglas y encajar. Pero cuanto más lo intentaba, más se daba
cuenta de que nunca volvería a ser uno de ellos.
El ser humano es el peor animal. En el bosque nunca tuvo que fingir ser algo que no era. Nunca tuvo
que vivir entre quienes le miraban con desprecio. Ojalá nunca hubiera dejado el bosque. Ojalá aún pudiera correr con los
lobos.
Mencía
Redruello
1°A
Marzo
2025
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