Raúl del Río (Ojos el llamas)

 


OJOS EN LLAMAS

 

Viajar en aquella camioneta era horrible. Estaba sucio y tenía hambre, olía mal y el aire estaba cargado de humo y pólvora, el viento me cortaba la cara. No era comparable a aquellos viajes que hacía en coche con mi familia en invierno, cuando íbamos a pasar las navidades a nuestra acogedora cabaña del campo. El invierno en Ucrania era duro, la nieve se posaba sobre mí y me congelaba la cara.

 

Ese día no viajaba a una acogedora cabaña, me dirigía al frente. Porque yo había tenido la suerte de disfrutar de una maravillosa infancia y no podía concebir que hubiera niños viendo la suya destruida.

 

No iba armado, no había venido allí a matar a nadie. Solo quería ayudar a los grandes afectados de la guerra, los pobres civiles que no habían pedido ningún conflicto. El soldado sentado enfrente de mí me observaba con desprecio, pensaba que era un cobarde porque no iba a luchar. En cambio, el que se sentaba a mi lado se compadecía de mí, admiraba mi ignorancia. Sabía que aún no había visto nada, no había experimentado el sufrimiento del conflicto. No ser un combatiente no me otorgaba inmunidad. En cualquier momento podíamos pisar una mina, un proyectil podía alcanzarnos. En cualquier instante podía escuchar el zumbido de un dron sin tiempo de reaccionar y que eso fuera lo último que escuchara. Y si un soldado me veía, no se iba a parar a ver si tenía un arma o no.

 

Con el paso de los días, vi cosas que nunca imaginé. Caminé por calles donde los edificios eran escombros, donde el llanto de un niño solitario se mezclaba con el sonido lejano de los disparos. La carretera se había convertido en un camino interminable de destrucción, entre un campo oscuro lleno de vehículos en llamas.

 

Cuando llegamos a una aldea, por fin pude estirar las piernas. A medida que me acercaba, me iba dando cuenta de que algo no estaba bien. Había casas en llamas y el silencio era sepulcral. Estaba claro que había ocurrido un combate hacía escaso tiempo. Cuando al fin fui capaz de reconocer una forma humana, me acerqué y observé el cuerpo sin vida de un soldado que me resultaba familiar. Era un buen hombre que había conocido hacía unos días. Habíamos tenido charlas sobre fútbol y música. Compartimos un paquete de cigarrillos y me enseñó una foto de su mujer e hijos. Una astilla de metralla le había atravesado la sien. No pude aguantar el estómago revuelto y apenas tuve tiempo de girarme antes de vomitar sobre la nieve ensangrentada.

 

Apenas me recompuse, seguí avanzando y no hicieron falta ni veinte metros antes de encontrar el cadáver de un anciano con las manos atadas a la espalda, ejecutado sin piedad. El odio se me clavó en la garganta como una espina, pero también lo hizo la impotencia. Era demasiado confuso, la mezcla de sentimientos me explotaba la cabeza.

 

Era demasiado para asimilar, la cabeza me daba vueltas y de repente el silencio fue interrumpido por el llanto desgarrador de una niña. Debía tener unos siete años. Junto a ella, una puerta me llamó la atención, debía de dar a un trastero y me dispuse a abrirla. Al abrir la puerta, un hedor insoportable me golpeó con fuerza y casi me tiró al suelo. La penumbra del lugar apenas dejaba entrever las formas amontonadas en el suelo. Cuando mis ojos se ajustaron a la oscuridad, el horror se apoderó de mí: una pila de civiles muertos, algunos con los ojos aún abiertos en una expresión congelada de terror. Había mujeres, ancianos y hasta niños entre ellos. La guerra no solo mataba a los soldados, sino que devoraba sin piedad a los inocentes.

 

Cuando salí de allí volví a fijarme en aquella niña, ya no lloraba. Tenía los ojos increíblemente abiertos y la mirada fija en un punto. Sus ojos infundían un miedo terrible. Había sobrevivido, pero no parecía estar más viva que los cuerpos tendidos de sus padres. Esos ojos hacían ruido, gritaban e incluso pude ver fuego en ellos. Me demostraron que el infierno existe. Y no en la otra vida, sino aquí, entre nosotros

 

Raúl del Río, 1ºB (marzo, 2025)

 

 

 


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