OJOS EN LLAMAS
Viajar en aquella camioneta era
horrible. Estaba sucio y tenía hambre, olía mal y el aire estaba cargado de
humo y pólvora, el viento me cortaba la cara. No era comparable a aquellos
viajes que hacía en coche con mi familia en invierno, cuando íbamos a pasar las
navidades a nuestra acogedora cabaña del campo. El invierno en Ucrania era
duro, la nieve se posaba sobre mí y me congelaba la cara.
Ese día no viajaba a una acogedora
cabaña, me dirigía al frente. Porque yo había tenido la suerte de disfrutar de
una maravillosa infancia y no podía concebir que hubiera niños viendo la suya
destruida.
No iba armado, no había venido allí
a matar a nadie. Solo quería ayudar a los grandes afectados de la guerra, los
pobres civiles que no habían pedido ningún conflicto. El soldado sentado
enfrente de mí me observaba con desprecio, pensaba que era un cobarde porque no
iba a luchar. En cambio, el que se sentaba a mi lado se compadecía de mí,
admiraba mi ignorancia. Sabía que aún no había visto nada, no había
experimentado el sufrimiento del conflicto. No ser un combatiente no me
otorgaba inmunidad. En cualquier momento podíamos pisar una mina, un proyectil
podía alcanzarnos. En cualquier instante podía escuchar el zumbido de un dron
sin tiempo de reaccionar y que eso fuera lo último que escuchara. Y si un
soldado me veía, no se iba a parar a ver si tenía un arma o no.
Con el paso de los días, vi cosas
que nunca imaginé. Caminé por calles donde los edificios eran escombros, donde
el llanto de un niño solitario se mezclaba con el sonido lejano de los
disparos. La carretera se había convertido en un camino interminable de
destrucción, entre un campo oscuro lleno de vehículos en llamas.
Cuando llegamos a una aldea, por fin
pude estirar las piernas. A medida que me acercaba, me iba dando cuenta de que
algo no estaba bien. Había casas en llamas y el silencio era sepulcral. Estaba
claro que había ocurrido un combate hacía escaso tiempo. Cuando al fin fui
capaz de reconocer una forma humana, me acerqué y observé el cuerpo sin vida de
un soldado que me resultaba familiar. Era un buen hombre que había conocido
hacía unos días. Habíamos tenido charlas sobre fútbol y música. Compartimos un
paquete de cigarrillos y me enseñó una foto de su mujer e hijos. Una astilla de
metralla le había atravesado la sien. No pude aguantar el estómago revuelto y
apenas tuve tiempo de girarme antes de vomitar sobre la nieve ensangrentada.
Apenas me recompuse, seguí avanzando
y no hicieron falta ni veinte metros antes de encontrar el cadáver de un
anciano con las manos atadas a la espalda, ejecutado sin piedad. El odio se me
clavó en la garganta como una espina, pero también lo hizo la impotencia. Era
demasiado confuso, la mezcla de sentimientos me explotaba la cabeza.
Era demasiado para asimilar, la
cabeza me daba vueltas y de repente el silencio fue interrumpido por el llanto
desgarrador de una niña. Debía tener unos siete años. Junto a ella, una puerta
me llamó la atención, debía de dar a un trastero y me dispuse a abrirla. Al
abrir la puerta, un hedor insoportable me golpeó con fuerza y casi me tiró al
suelo. La penumbra del lugar apenas dejaba entrever las formas amontonadas en
el suelo. Cuando mis ojos se ajustaron a la oscuridad, el horror se apoderó de
mí: una pila de civiles muertos, algunos con los ojos aún abiertos en una
expresión congelada de terror. Había mujeres, ancianos y hasta niños entre
ellos. La guerra no solo mataba a los soldados, sino que devoraba sin piedad a
los inocentes.
Cuando salí de allí volví a fijarme
en aquella niña, ya no lloraba. Tenía los ojos increíblemente abiertos y la
mirada fija en un punto. Sus ojos infundían un miedo terrible. Había
sobrevivido, pero no parecía estar más viva que los cuerpos tendidos de sus
padres. Esos ojos hacían ruido, gritaban e incluso pude ver fuego en ellos. Me
demostraron que el infierno existe. Y no en la otra vida, sino aquí, entre
nosotros
Raúl del
Río, 1ºB (marzo, 2025)
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