Andrea del Cura (Las bicicletas de los sabados)



Las bicicletas de los sábados
Ding Dong. Ding Dong. No fue hasta el tercer “ding” cuando Gala se dio cuenta de que llamaban al timbre. Apoyó la fregona en la encimera color gris con prisa y a la vez delicadeza para no dejarla caer, y dando un saltito salió de la cocina para abrir al señor Marín, que ya impaciente aporreaba la puerta a la voz de "¡maldita criada! ¡No sabe hacer nada!" " Gastarme el dinero para que una sinvergüenza extraña se pase el día vagueando" continuó murmurando. -Lo siento señor, estaba fregando la cocina.
-Bah, quita de en medio, tengo cosas importantes que hacer.
El señor Marín era un hombre de 63 años, de baja estatura y con un poblado bigote grisáceo en el que se aposentaba una línea amarillenta de café pegada al labio superior, que le aportaba un color ocre. Ya era parte de él, al igual que su sombrero marrón y el hedor a sudor, ambientador barato de coche y humo de tabaco que solía acompañarle. Una persona necia, desagradable, egocéntrica y con muy alto afán de superioridad. Marido y padre, que -se ha buscado él solito el desprecio de los que le rodean-, como opina Gala, no es famoso por soler estar acompañado. Su mujer, Carmen Bordonado, una castellana bien recia, de hombros anchos y michelines bien formados, no pasaba mucho tiempo en casa; cuando no estaba trabajando, estaba haciendo recados, lo que según Gala, era una simple excusa para pasar el menor tiempo posible con su marido.
Lucía Marín, sin embargo; era una joven bastante agradable, tenía una de esas bellezas especiales; había que pasar un rato mirándola fijamente para apreciar ese brillo que tenía en sus profundos ojos marrones.



-Mamá, mamá ¡Despierta, despierta!  ¡Papá! ¡Papá venga! ¡Moveos!
-¿Rumi ya estás otra vez?
-¡Mamá, que hay mucho sol y quiero salir con la bici!
-Rumi ¿qué te tengo dicho?- Gruñó Igor con voz cortada
-Que nada de despertaros antes de las diez. –Respondió Rumi con carita de pena- Pero es que...
-¡Pero es que nada! Anda sal de la habitación y ahora iremos.
Rumi salió del cuarto con la cabeza agachada y su osito de peluche arrastrando de una mano. Llevaba ese pijama azul cielo que la abuela le había regalado el año pasado. Le encantaba ese pijama, tenía un montón de barcos dibujados y Rumi jugaba a imaginarse que era el capitán de cada uno de ellos.
-iAy qué niño de verdad!- replicó con una sonrisa su padre
-No seas así, es solo un crío, nos vendría bien a los dos parecernos un poco más a él. Y ahora levántate y vístete para salir a montar en bici con él, si no quieres que se revele contra ti en una de sus batallas.
-Sí mi señora, ¿alguna orden más?- respondió irónico Igor
-Sí, una más... dame un beso, pesado.
La familia de Rumi era una familia normal, de clase media alta, que vivía en una casa bastante acomodada al oeste de Ucrania. Igor y su mujer, padres de dos niños, eran dueños de una pequeña empresa. Pero no eran buenos tiempos para Ucrania, ni para el mundo en general, en especial para los que menos tenían.
 Es curioso cómo el mundo pide más al que menos puede darle. Afortunadamente, a nuestra familia le iba bien y tiraban como podían.
Ya los cuatro despiertos y en pie, después de desayunar y vestirse, estaban listos para pasar un sábado juntos. En el momento preciso en el que Igor se disponía a cerrar la puerta de la casa por fuera, algo vibró en su bolsillo. Era su teléfono, qué raro que recibiera una llamada de trabajo en la mañana del sábado.
-Querida, id yendo hacia el parque que tengo que responder. -¿Todo bien? -Si, si, es Mikai, en cuanto acabe voy.
Los comunistas cada vez estaban más cerca, había que alejarse, había que marcharse y además había que hacerlo ya. La pequeña empresa se había hundido. Los bancos habían quebrado. Números, cuentas, noticias. Todos los datos llegaban desordenados y borrosos a la cabeza de Igor, que había entrado en casa y yacía sentado en aquel sofá verde menta del salón. No podía entender nada, no quería entender nada. Su negocio, sus ahorros, todos los proyectos que tenía en mente.. Pum.. Desaparecidos de un tirón, como un disparo seco. La sensación era indescriptible, sentía ira pero a la vez tristeza, miedo pero a la vez negación. De pronto paró de golpe esa maraña de pensamientos indefinidos y pensó en las cuatro palabras que su compañero le acababa de decir:
HAY QUE MARCHARSE IGOR

Aunque aún no tenía nada claro, salió de casa con paso firme y acudió al encuentro de su mujer. Le contó palabra por palabra; las que su memoria le dejaba recordar, su conversación con Mikai y después de poner un semblante más frío que el hielo, ambos se dieron cuenta de que ya les faltaba tiempo.
-Niños vámonos a casa.
Mientras la familia hacia las pocas maletas con lo más urgente que encontraban a su paso, Igor recordó el ofrecimiento que Milkai le había hecho de salir del país con la mafia. No es lo ideal pero ellos te van a sacar de aquí y te darán un techo donde vayas y una ocupación.
Tú les pagas y ellos lo hacen todo.
Después de unas cuantas llamadas hechas, las maletas listas, los niños sonriendo por irse de viaje, como aquella vez que visitaron Polonia, y una sensación de incertidumbre que inundaba todo, salieron con los pasaportes en una mano y el miedo en la otra.
Por supuesto, al llegar a España nada fue como les habían prometido. El supuesto techo era un piso patera en los suburbios de Madrid, con un colchón para ocho personas. La mafia les quitó todo, el poco dinero que les quedaba, los pasaportes y la dignidad. Y allí se vieron, en un país desconocido, en el que ni entendían, ni podían hacerse entender por la gente, sin siquiera identidad y nada más.




Ring,.. ring. Ring...ring. Esta vez lo que sacó a Gala de sus pensamientos fue el teléfono.
Era Igor. Quería contarle que acababa de dejar a los niños en el colegio y que después iría a recogerla al trabajo porque ese día el capataz de la obra se había puesto enfermo y les había dado el día libre.
 Ya habían pasado algunos años pero aún así, Gala no podía evitar pensar en el pasado, en su querido país, en su casa junto al parque, en su familia a la que tanto añoraba y en cómo las cosas pueden cambiar tan rápido. Cómo los que hoy están en la cima, pueden caer en picado mañana, y al revés. Y pensaba también en que cualquier día reunirían el dinero suficiente para regresar y empezar de cero, en dejar de trabajar para el estúpido del señor Marín y empezar a ser tratada como se merecía, como lo que era; una mujer valiente, y ante todo, muy, muy fuerte.
Mientras eso llegaba y sus deseos se cumplían, seguían saliendo cada sábado a montar en bici por el parque.

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