Julia Fernández Puertas (La realidad de los sueños)






LA REALIDAD DE LOS SUEÑOS
Me desperté como uno de tantos días. De vuelta a la misma rutina de siempre, en la cual yo era únicamente una mera marioneta o un títere inservible. Dependía de los demás incluso en lo más básico. Cualquier sentimiento de independencia hacía meses que había desaparecido de mi mente y rara vez no me encontraba a mí mismo divagando sobre cómo eran las cosas  y cómo podrían haber sido. Uno solo comienza a apreciar la vida cuando se da cuenta de lo fácil que es que te la arrebaten.
Hacía tiempo que había perdido la movilidad de mis piernas y mis brazos. “Un trágico accidente”, decían muchos mientras veía en sus rostros un atisbo de compasión y pena. Sin encontrar sentido alguno de mi existencia pasaba los días encerrado en una prisión de ruedas.
Cada dos semanas acudía a un médico diferente para intentar encontrar una cura a mi problema sin solución. Los profesionales solían sorprenderse de que siguiera vivo y afirmaban que mi estado era un milagro y que debía dar gracias. ¿Dar gracias de qué? ¿De tener que pasarme el resto de mi vida viendo cómo la gente se mueve a mi alrededor manteniendo una vida normal sin que yo pueda siquiera acariciar la mano de mi madre? No comprendía cómo podían llamar a esta injusta y terrible situación de ser tetrapléjico a los 17 años un milagro. Es raro el día que no me pregunte por qué ella en vez de yo.
A día de hoy sigo viendo su aterrorizado rostro mientras caíamos a una velocidad inimaginable al abismo de la muerte. Todo sucedió en un gélido día de enero. Mi familia y yo habíamos ido una vez más a esquiar a los Alpes franceses. Como tantos otros días nos levantamos temprano para no toparnos con  un indeseado número de esquiadores novatos e inexpertos. Teresa y yo estábamos más emocionados que nunca a medida que ascendíamos por el telesilla que nos llevaría al punto más alto de la estación.  Todavía oigo aquella conversación que mantuvimos antes de realizar el que sería el último de nuestros descensos. “Esta vez no me ganas, Javier”, gritó Teresa desde lo lejos.
Apenas oía a mi padre gritarme por detrás que no fuera tan rápido y  que esta pista era peligrosa. Cuán valiosos eran estos consejos y qué ignorante era yo. Únicamente quería demostrarle a mi hermana una vez más quién era el mejor esquiador de la familia. De pronto empecé a sentir la velocidad, esa sensación de libertad y descontrol que únicamente se tiene cuando bajas a 80km/h por una pista roja. Pero fue este descontrol el que hizo que en esa milésima de segundo de distracción el esquí se me torciera haciéndome caer por la pista hacia un lateral y descender incontroladamente unos metros por un precipicio. Apenas logré aferrarme a un pequeño saliente de la roca. Unos segundos después, que para mi fueron como años, mi hermana apareció asomada tendiéndome su bastón y diciendo desesperadamente que no me soltara. Empleé todas mis fuerzas pero las botas eran demasiado pesadas y hacían que me resbalara cada vez más. Teresa, impotente ante tal situación no lo pensó dos veces y comenzó su descenso por la pared del acantilado para intentar salvarme. Esta insensata decisión fue la que segundos después le costaría la vida. Un ligero resbalón hizo que se precipitara hacia el abismo llevándome a mí consigo.
Al abrir los ojos me encontraba en un hospital de Francia en el cual los médicos murmuraban sentencias incomprensibles para mí. Vi a mis padres junto a mí y al querer incorporarme sentí cómo mi cuerpo no respondía, no lo podía comprender. Claramente quería mover los brazos pero no podía. De pronto todo vino a mi mente, la bajada, la caída y mi hermana.
“¡Teresa!”, comencé a gritar. “¿Dónde está Teresa?”.  Lágrimas de impotencia y desesperación se deslizaban por mis mejillas a medida que seguía gritando su nombre y veía a mi madre desfallecer. No lo comprendía, no comprendía cómo la vida de una persona puede dar un vuelco tan inesperado en tan solo unos momentos por lo que parece un desafío inofensivo.
Sentía como las fuerzas se me escapaban y la única pregunta que podía formularme era ¿por qué?
Teresa, mi hermana gemela y una de las personas a las que más quería había muerto por mi culpa. A pesar de que todo el mundo a día de hoy trata de convencerme de lo contrario veo en el rostro de mi madre esa mirada de reproche,  angustia y desesperación. ¿Cómo pretenden que piense que merezco otra cosa más que la muerte? ¿Cómo puede ser la vida tan cruel?
Cuando todo parecía perdido, aquel día llegó. Aquel día en el cual al despertarme una mañana pude comprobar no sin gran asombro cómo débilmente mis extremidades me respondían. Mis padres al verme lanzaron un grito de júbilo y no tardamos en salir a la calle. Por fin podía caminar, podría comer por mí mismo, podría hacer deporte como tanto había anhelado, podría llevar una vida normal. No cabía en mí de gozo. Decidí que desde ese día aprendería a apreciar mi vida como nunca antes. Caminando por la calle en un momento dado tropecé y oí un grito ahogado proveniente de mi madre a medida que me precipitaba hacia el suelo.
Y entonces desperté y vi cómo esos instantes en los que podía volver a caminar y que se habían convertido en los más felices de mi vida nunca habían existido.

Julia Fernández  Puertas

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