Un
capricho destino
Un lluvioso día de verano como otro cualquiera, se
convirtió en uno de los días más felices que puedo recordar. Corría el año mil
novecientos cincuenta y seis, era un simple día sin diferenciarse de los demás,
salvo por un pequeño detalle. Como de costumbre, estaba pasando con mis padres
y mis dos hermanos, era otro verano mas en un pueblo cercano a Guadalajara, de
cuyo nombre no quiero olvidarme Luzón.
Nunca nos perdimos ninguna de las fiestas anuales
del verano, con tan solo catorce años, mi hora de volver a casa después de la
orquesta eran las 12 de la noche, decisión con la cual, aunque no estaba de
acuerdo, tenía que acatar. Esa noche de verano, fue cuando hable con él por
primera vez. Era un chico alto proveniente de la capital, de pelo castaño y
ojos claros. Por aquel entonces el tan solo tenía diecisiete años. Éramos unos
críos. Desde aquel entonces nuestras peñas pasaban juntos todos los veranos.
Lo cierto es que, esperaba con ansia el resto del año, la vuelta
a Luzón para celebrar las fiestas anuales. Una, mañana de mil novecientos
cincuenta y ocho, concretamente un día antes de empezar a preparar las fiestas,
el 12 de septiembre, salía de mi casa a rellenar las garrafas de agua a la
fuente y como de costumbre, él bajaba antes que yo para ayudarme con el peso de
éstas. Esa misma mañana ocurrió, lo había soñado tantas veces, había pensado en
tantas maneras distintas de cómo poder llegar a ese momento, y por fin cuando
llego, no podía haber sido de mejor manera. Sentados en el descansillo de mi
casa, aprovechando que mis padres habían ido a tomar el vermú al bar del
pueblo, y después de haber colocado las garrafas en la cocina, me cogió la mano,
me miro a los ojos y me dijo: -¿Te gustaría pasar el resto de mi vida a mi lado?
Yo sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo, sin pensarlo demasiado le dije
que sí. Lo sé, tan solo tenía dieciséis años y el diecinueve, pero yo le
quería.
Llego el final del verano, él tiene que volver a la capital,
estaba estudiando y yo tuve que volver a Guadalajara para terminar mis
estudios, pero antes de irse, me prometió escribirme una carta todos los días,
de dos hojas por las dos caras. Y aunque cueste creerlo, así lo hizo. Dado que
yo tan solo tenía dieciséis años, les oculte a mis padres mi relación. Por lo
cual, no podía enviarme las cartas a mi casa, de ser así, mi padre se enteraría
asi que lo que hacía, era enviárselas a un primo mío que estaba trabajando en
un pueblo. Cada sábado, mi primo venia a comer a casa con el resto de mi
familia y me entregaba todas las cartas y yo, cada cierto tiempo le respondía.
Pasaron los años y decidí contárselo a mis padres. A
pesar de la diferencia de edad, mis padres no lo vieron como algo malo, ya que
le conocían y tenían una muy buena opinión de él. Pasaba a visitarme una vez al
mes y, aunque yo quería pasar más tiempo con él, teniendo en cuenta su
condición de estudiante, no podía permitirse los costes que requerían esos
viajes desde la capital.
Pasaron siete años de visitas una vez al mes, dos
cartas diarias y meses de verano enteros en Luzón disfrutando del tiempo
juntos, hasta que el doce de diciembre de mil novecientos sesenta y cinco, me
llevo a cenar a un pequeño y acogedor restaurante en la esquina de la calle Fernando
Transferí. Ya habíamos terminado el postre cuando se levanta de la mesa, mete
cuidadosamente la mano en su chaqueta de ante negra, colgada en el perchero de
la entrada, se acerca hacia mí de nuevo, apoya la rodilla izquierda en el frio
suelo del restaurante, alza su brazo derecho y con delicadeza abre un pequeño
estuche negro de terciopelo que sostenía en su mano. Y si, es lo que estáis
pensando, me pidió que me casara con él. Y como os podréis imaginar, le bese y
le dije que estaría con él hasta que la muerte nos separe.
Debe extrañaros mucho a la sociedad actual esto de
casarse tan solo con veinticinco años, pero por aquel entonces era algo
bastante normal. Vivimos unos años que para mi, fueron los mejores de mi vida.
Otro de los días que jamás olvidare fue el día que le comunique a mi marido, mi
primer embarazo, tan solo habían pasado dos años desde que nos casamos y ya tenía
en mi vientre a un hermoso bebe al que quise llamar tal y como se llamaba el padre,
Luis Carlos. Cuando nació, me pareció que no podría ser más feliz de lo que lo
era en ese momento, un año más tarde vino mi pequeña Trinidad, a la que llame
de la misma manera que mi madre me llamo a mí.
Éramos una pareja modélica nos amábamos tanto como
el primer día y nuestros dos hijos eran lo mas importante en nuestras vidas, y
finalmente después de siete largos años educando y disfrutando de los primeros
años de vida como padres, nos vino otro hermoso bebe. al que pusimos de nombre
Esther.
Nuestra vida no podía ser mejor, teníamos tres hijos
estupendos que fueron creciendo y se hicieron adultos.
Un precioso día previo a la boda de mi hija pequeña,
se convirtió en un oscuro acontecimiento familiar, al fallecer mi hija mediana,
dejando un marido y sus dos hijos pequeños, en vista de tal acontecimiento, se aplazo el enlace.
Tras muchas lamentaciones y momentos de tristeza,
una noche de diciembre estábamos mi marido y yo en la casa del pueblo de mi
primo, allí teníamos una caja de terciopelo rojo con un candado, donde
escribimos la fecha en que me propuso matrimonio, donde guardábamos todas las
cartas, que durante nada menos que siete años, nos estuvimos mandando en
nuestra época de noviazgo y a mi marido se le ocurrió, en aquella fría noche de
invierno y tras darse cuenta de lo rápido que se escapa la vida de tus manos ,
me convencio para quemar todas y cada una de nuestras cartas en la chimenea del
salón, para evitar así, hacernos más daño en un futuro, cuando el destino
caprichoso decidiese separarnos.
Pasamos una cantidad de años, que si pudiera y
estuviera en mi mano, triplicaría para poder estar con él más tiempo de lo que
estuve. El destino me arrebato a mi marido hace ya seis años. Y aún a 1 de
diciembre de dos mil trece, no consigo acostumbrarme a hacer un desayuno para
una sola persona, a no comprar ese pan rancio que tanto le gustaba poner para
acompañar en las comidas, a pasar por el pasillo de mi casa y que no esté en la
mesa de su despacho, a abrir la puerta del armario y que no estén sus abrigos,
a despertarme y que no esté al otro lado de mi cama, a salir a comer a un
bonito restaurante y pedir mesa para uno, a tener el baño a mi disposición las
veinticuatro horas del día, en vez de esperar en la puerta, hasta que terminara
de afeitarse para poder lavarme los dientes. Es difícil superar estos baches
que la vida le pone a uno, primero fue mi hija, después mi marido. Pero con
suerte, estoy disfrutando al máximo de la vida junto con mis ocho nietos y mis
otros dos hijos. También me ayudaron a superar estas pérdidas, mis amigas y
amigos, los cuales con el tiempo y las malas épocas, te das cuenta de los que
realmente son amigos.
Que no os engañen, ni os vendan lo que no és, un
amor como este no es fácil de encontrar, asi que os doy un consejo, que nada os
borre la sonrisa, toda tragedia con el tiempo se puede superar, y que nunca
estaréis solos.
Cariñosamente, La Abuela.
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