UN
NIÑO ESPECIAL
Cuando era más joven, y de eso hace mucho tiempo,
Nilo, mi nieto, me regalaba la mejor de sus sonrisas cada miércoles al verme
aparecer por el colegio. Pasaba a recogerlo, o mejor, los dos nos recogíamos en
un fraternal y profundo abrazo. En esas fechas ya ejercía de abuelo. Esas
tardes las llenábamos de cariño, diversión y complicidad, y las dedicábamos a
ocuparnos el uno del otro.
Yo escribía cuentos y pequeños relatos para él, que me escuchaba con atención aparentemente descuidada, pero despierta. Las lecturas le planteaban un sinfín de interrogantes que yo respondía dejando, cuando la pregunta lo exigía, ventanas abiertas para esas alas que al pequeño Nilo le empezaban a crecer.
Llegué a descubrir, con sorpresa, que aparte de su compañía, lo que más me hacía disfrutar del momento, eran los retos que su afán de curiosidad me planteaba. Comprobé con placer lo mucho que de él aprendía y el gran esfuerzo que requería estar a su altura. Su mente era limpia, transparente como el fluir de un arroyo. La mía más torpe y también frondosa.
A la mitad del trayecto hacia casa nos parábamos en un pequeño parque, donde poder consumir su inagotable energía. La verdad es que solo la aligeraba. Entonces yo aprovechaba para leerle la historia que traía escrita cada semana.
Días atrás había sido su cumpleaños. Arrastraba con desgana una bolsa que contenía una caja con unas desafortunadas zapatillas; se las había regalado su madre. Me sentía abrumado por un sentimiento de rabia que se apoderó de mí al abrir la caja y encontrar unas zapatillas de felpa a cuadros azules.
Llegamos al contenedor donde cada miércoles, en un acto simbólico y a veces heroico, tirábamos todo lo malo que nos había sucedido durante la semana. Ese día Nilo decidió tirar las zapatillas afelpadas que le había regalado su madre.
Yo escribía cuentos y pequeños relatos para él, que me escuchaba con atención aparentemente descuidada, pero despierta. Las lecturas le planteaban un sinfín de interrogantes que yo respondía dejando, cuando la pregunta lo exigía, ventanas abiertas para esas alas que al pequeño Nilo le empezaban a crecer.
Llegué a descubrir, con sorpresa, que aparte de su compañía, lo que más me hacía disfrutar del momento, eran los retos que su afán de curiosidad me planteaba. Comprobé con placer lo mucho que de él aprendía y el gran esfuerzo que requería estar a su altura. Su mente era limpia, transparente como el fluir de un arroyo. La mía más torpe y también frondosa.
A la mitad del trayecto hacia casa nos parábamos en un pequeño parque, donde poder consumir su inagotable energía. La verdad es que solo la aligeraba. Entonces yo aprovechaba para leerle la historia que traía escrita cada semana.
Días atrás había sido su cumpleaños. Arrastraba con desgana una bolsa que contenía una caja con unas desafortunadas zapatillas; se las había regalado su madre. Me sentía abrumado por un sentimiento de rabia que se apoderó de mí al abrir la caja y encontrar unas zapatillas de felpa a cuadros azules.
Llegamos al contenedor donde cada miércoles, en un acto simbólico y a veces heroico, tirábamos todo lo malo que nos había sucedido durante la semana. Ese día Nilo decidió tirar las zapatillas afelpadas que le había regalado su madre.
Finalmente le convencí de que no las tirara, pues le
resultarían cómodas en el largo invierno , a pesar de que rechazaba el regalo
que su madre le había regalado a un niño de 7 años que solo quería jugar con
muñecos de aquella época.
Jamás podré olvidar la necesidad que tenía de verle
cada día, su sonrisa limpia, su mirada ingenua, su andar torpe, y como me
llamaba Abuelo.
El día que nació nadie se atrevía a cogerlo, poco
peso, prematuro, con insuficiencia respiratoria; aún así en la sala de neonatos
una dulce enfermera me preguntó:
-¿Es usted su abuelo? Un poco asombrado le contesté
que sí y ella solamente lo cogió entre sus brazos y me dijo –Cójalo, está
deseando que alguien lo abrace.
Así lo hice y su pequeña manita enganchó mi dedo
índice como agarrándose a la vida. Ahí comprendí que Nilo sería desde ese
momento lo más importante de mi vida.
Los médicos no daban crédito a su instinto de
supervivencia tan pequeño, tan indefenso y con tantas ganas de vivir, al nacer
se le había detectado una deficiencia cromosómica llamada Síndrome de Down,
luché con todas mis fuerzas para que a ese niño no le faltara de nada y tuviese
una vida digna como cualquier otro niño.
Mi nieto llenó el vacío que hacía mucho tiempo yo
sentía, nadie le comprendía como yo, ni siquiera su madre que no entendía la
enfermedad de su hijo por pura ignorancia.
Con el tiempo conseguí involucrar a su madre en
nuestros paseos diarios, nuestras risas, nuestra complicidad y un día, después
de un largo paseo la vi llorando en la escalera de la casa.
La pregunté que por que lloraba y ella solo me
respondió, -Siento envidia y una gran tristeza por no haber sido capaz de
entender la grandeza de Nilo, GRACIAS ABUELO.
FIN
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