UN
FINAL INESPERADO
“Comunicamos a todos
los visitantes, que en la caseta 123, estará Manuel Gambino firmando hasta las
ocho de la tarde ejemplares de su último libro”…. “En la caseta 322 se
encuentra Mario Vaquerizo regalando lotes de su libro-disco, comparte caseta
con él Fulgencio Malaespina, Presidente de la Real Academia Extremeña de la
Lengua, firmando ejemplares impresos de Wikipedia…el tiempo de espera en la
cola es de tres horas en el primer caso, y de tres segundos en el segundo…”
Aquélla prometía ser
una tarde más de las largas tardes de aquella edición de la Feria del Libro.
Esta vez no llovía, como ha sido la costumbre desde el principio de los tiempos
en la Feria del Libro de Madrid,…chaparrones, San Isidro, los toros…”ya no
llueve como antes”, decían los viejos del lugar, el cambio climático, vaya
usted a saber. En realidad era una tarde muy calurosa, el sol picaba, hasta los
pájaros estaban callados en las ramas y sólo los más activos bajaban a beber en
el pequeño charco que quedaba después de que un grupo de chavales terminase de
darle apretones al grifo de la fuente cercana.
Ramón Rupérez tenía
sueño, pesadez de cabeza. “He comido demasiado”, pensó. Su editor le llevó a un
restaurante asiático cerca del Retiro y pidió un menú degustación que resultó
ser mucho más abundante y variado de lo que cabía esperar. A él le habían
enseñado que no se puede dejar nada en el plato, hay que comérselo todo. Y el
editor, en plena dieta de “Naturhouse” le dejó casi sólo ante el peligro…”¿Por
qué le pondrán tantas especias a todo…?”, pensaba mientras intentaba poner cara
amable a una señora y su estómago le recordaba que aquél picante entraba bien,
pero luego se quedaba durante varias horas. ” ¿Cuál es su nombre señora?…Aquí
tiene, espero que le guste, muchas gracias por comprar el libro”.
Durante los años que
había vivido en África, enviado por la editorial encargada de redactar “La
Enciclopedia completa de la fauna mundial”, Ramón nunca se imaginó que después
de redactar su parte en aquella importante obra literaria, acabaría dedicándose
a escribir novela negra para sobrevivir. Su vida se había complicado mucho
últimamente y llegar a fin de mes era más costoso que subir la ladera oeste del
Kilimanjaro, así que no tuvo más remedio que aceptar encargos que no acababan
de convencerle pero que le rentaban lo mínimo para ir sobreviviendo.
En realidad, a él le
hubiera gustado acabar la tesis doctoral que tantas veces intentó recomenzar y
terminar, pero que nunca terminaba de cuajar porque siempre se le cruzaba algo
más urgente por delante, y así no podía atender a lo importante. ¡Cuántas veces
había pensado para sus adentros que él sería feliz escribiendo sobre la vida de
los animales que tanto había observado y que tan bien conocía en sus dilatadas
estancias por todo el mundo! “Si la gente supiera lo apasionante que llega a
ser la desconocida vida de estas maravillosas especies y lo que podemos
aprender de ella…”, se había repetido en numerosas ocasiones, cuando iniciaba
la enésima novela vulgar con personajes que cada vez se le iban haciendo más y
más infumables…”Pero claro, ¿a quién le va a interesar eso? A los cuatro
pirados de siempre”, concluía con cierto desánimo.
Una sensación rara le
invadió súbitamente. Los rayos de sol que caían sobre la caseta donde estaba
firmando y le daban de refilón en la cara, se cortaron de una manera extraña y
notó una presencia diferente. Dejó de escribir la enésima dedicatoria de la
tarde y levanto la cabeza intrigado, a la vez que su garganta ahogó una
exclamación de profunda sorpresa. Un fornido gorila de bosque le miraba y con
su enorme mano derecha le alargaba un ejemplar de un libro de Diane Fossey, la
célebre bióloga y escritora asesinada por los furtivos a los que se opuso con
todas sus fuerzas a lo largo de los años que estudió los grupos familiares de
estos animales en las zonas arboladas donde vivían.
No había aún recuperado
el aliento y no acababa de dar crédito a sus ojos cuando atónito creyó
identificar por detrás del gorila la robusta figura de una cebra, que mostrando
los dientes como si estuviera riendo, sujetaba en su boca un enorme libro de
fotos del National Geographic, uno de sus favoritos. El bufido potente de un
búfalo, removió las hojas de los libros expuestos en la caseta y hasta su
propio flequillo que habitualmente le caía sobre los ojos. La risa histérica de
una hiena le hizo dar un respingo y un sudor frío le empezó a correr por la
frente mientras horrorizado pensaba…” ¡Esto es como en Jumanji…! ¿Qué está
ocurriendo?”.
Como por debajo de la
sorpresa que le invadía pero de una manera cada vez más concreta surgía otra
extrañeza aún mayor que el hecho de que todos aquellos animales estuvieran
allí…” ¿Cómo es que nadie grita ni se asusta? ¿Por qué nadie corre? ¿Es que
nadie más que yo ve esto? ¿Y por qué todos estos animales están tranquilos,
aquí...?”
Poco a poco otra
certeza iba surgiendo de su interior. Aquello no podía ser, no podía estar
ocurriendo. De un salto, se incorporó y miró alarmado el reloj. ¡En diez
minutos tenía que estar en la Feria del Libro y desde su casa tardaba no menos
de veinte! Mientras notaba que su estómago ardía y su cabeza pesaba por la
interrupción súbita del sueño, miró el móvil y vio que se había quedado sin
batería y por eso no sonó la alarma,…siempre pasa igual, se muere este aparato
en el momento más inoportuno, maldita sea. Había convencido a su editor para
que le dejara en su casa antes de ir a la firma, para descansar un rato, “…sólo
una cabezada, tranquilo, que estaré a la hora…”.
Mientras se lavaba la
cara para acabar de despertarse, otra certeza se abrió paso en su confusa
mente. Aquello que había soñado tenía un sentido, quería decir algo. Ya tenía
una edad y desde que era capaz de recordar, se había pasado la vida yendo en la
dirección equivocada. “Si yo no hago lo que me gusta, lo que se me da bien,
aquello para lo que he nacido y se me han dado capacidades especiales… ¿Quién
lo va a hacer por mí?”. Bajó las escaleras de dos en dos. Hacía tiempo que no
estaba tan contento. Su decisión era firme. Sólo quedaba empezar otra vez, hoy
era el primer día de lo que le quedaba por vivir.
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