EL GRAN CAMBIO
Eran
las 4 de la tarde cuando sonó el timbre que nos indicaba que era la hora de
despertarse. Puede parecer una hora extraña, pero es el sistema que tenía la
fábrica en la que trabajaba en China. En la misma cama dormíamos tres
trabajadores, de modo que cada uno podíamos ocupar la cama ocho horas al día, y
el resto del día nos lo pasábamos trabajando. De este modo, la fábrica ahorraba
espacio y la cama permanecía siempre caliente.
En
ese momento no me apetecía levantarme, pero no me quedaba otro remedio. No
conocía una manera de subsistir que no fuera esa, no sabía hacer nada excepto
el trabajo que llevaba haciendo diez años seguidos, sin festivos, sin
vacaciones. Me levanté rápidamente con el resto de mis compañeros, pero en vez
de ir a la fábrica, nos dirigieron a la sala de reuniones de la empresa.
Ninguno de nosotros había entrado nunca allí, por lo que supusimos que debía
ser algo importante. El director, un ejecutivo internacional que era el que
gestionaba las relaciones con las multinacionales, empezó a hablar. El mensaje
que nos dio nos dejó desolados. La fábrica cerraba.
Por
lo visto, nos habíamos quedado atrás tecnológicamente. La fábrica cada vez
tenía más dificultades para competir con las demás, y el golpe definitivo se
había recibido el día anterior, cuando Nike decidió no renovar el contrato que
tenía con la fábrica. Estábamos todos en la calle, y ninguno conocía otra vida
ni otro trabajo que no fuera el de la fábrica.
Muchos
pensaron que la mejor solución era volver con su familia, y eso hicieron. Pero yo
no tenía familia. Estaba solo, no tenía a donde ir. Estuve vagabundeando unas
semanas, mendigando a extranjeros para tener algo que comer.
Durante
todo este tiempo había visto carteles que anunciaban viajes a Europa, y ese se
convirtió en mi objetivo. Pero las cantidades que ponían no las había visto
juntas en toda mi vida. Al lado de un cartel de un anuncio de un viaje a una
ciudad llamada Berlín había otro anuncio de la Lotería nacional. El premio al
primero era diez veces más de lo que costaba un billete. Era mi única
oportunidad.
Estuve
mendigando hasta que conseguí un décimo, quitándomelo incluso de mi comida.
Conseguí encontrar una tienda de electrodomésticos en el centro con pantallas
de televisión en el escaparate que emitían todas las semanas la lotería. No
había estado más nervioso en mi monótona vida, aunque sabía que la probabilidad
de que me tocase era casi inexistente.
Casi,
porque me tocó. Gané la lotería la primera vez y la única que jugué. No podía
estar más alegre, aún sin saber el futuro que me esperaría en Europa, puede que
incluso peor que aquí. Pero tenía una oportunidad para salir de esta vida,
Lo
primero que hice fue cobrar el décimo. Ese mismo día me dirigí a una agencia de
viajes. Al ver mi aspecto me intentaron echar, pero tras enseñarle el dinero me
dejaron entrar. Les comenté que quería irme de China, que quería prosperar
fuera, que me recomendaran cual era el mejor sitio para irme.
Me
dio la impresión de que no tenían muchas esperanzas de que consiguiese mi
objetivo, pero lo que a ellos les importaba era que me gastase mi dinero, así
que me recomendaron que fuese a España, que allí es donde los controles de
inmigración son menos fuertes. Eso hice, y a la semana estaba subiendo al avión
con destino a Madrid. Atrás dejaba China y sus problemas, y me embarcaba en una
nueva vida.
Tras
un viaje que se me hizo eterno, llegamos a Madrid. Nunca había estado fuera de
China, y nunca había oído hablar español, por lo que me dejé guiar por la
gente. Conseguí entenderme con un taxista para que me llevase al hotel más
barato que conociese, le pagué y casualmente la recepcionista del hostal sabía
hablar chino, por lo que nos entendimos fui fácilmente. Pagué una semana, y
aunque desde mi perspectiva ahora era un sitio repugnante, no había dormido en
un sitio así en mi vida. Podías dormir sin la tensión y el estrés que te
producía saber que en ocho horas te ibas a despertar para estar dieciséis horas
trabajando.
Por
las mañanas me dedicaba a caminar por la ciudad intentando encontrar oportunidades
de trabajar, y poco a poco intentar aprender un idioma que me resultaba
absolutamente incomprensible. Lo que más sorpresa me causó fue ver que las
zapatillas que nosotros mismos fabricábamos costaban más que el sueldo de uno
de nosotros al mes.
Tras
preguntar en muchas tiendas de mis compatriotas por si necesitaban algún
trabajador, encontré una. Un empleado acababa de morir y el ambiente en la
tienda era de tristeza, pero me dieron el trabajo.
Por
fin estaba empezando a salir de aquella vida. Los horarios seguían siendo
inhumanos, pero por lo menos el trabajo era mucho menos cansado y mucho más
aguantable.
Los
dueños de la tienda me acogieron como a uno más de su familia. Dejé el hostal y
me mudé con ellos. Al tiempo, había establecido una amistad con el dueño muy
fuerte, y se convirtió en casi un padre para mí.
Un
día me llamó y me dijo que teníamos que hablar. Parecía más serio de lo normal.
Cuando nos sentamos en la mesa, comenzó a hablar. Me dijo que llevaba mucho
tiempo trabajando, que ya estaba cansado, que quería retirarse a descansar,
olvidarse de la tienda que había sido su vida tanto tiempo. Y me dijo que
quería que estuviese yo al mando.
Esto
para mí significo salir por fin de aquella vida de horarios interminables, de
sueldos bajos, y supuso mi entrada en un mundo diferente.
Tras
un tiempo de acostumbrarme a dirigir la tienda, decidí dar un paso más. Decidí
abrir tiendas por toda la ciudad, y fue un éxito completo. Mis ingresos
aumentaron lo suficiente como para comprarme mi primera casa, y a los dos años
ya tenía un chalet. Había conocido a una mujer y teníamos dos hijos.
A
los cinco años, tenía veinticinco tiendas abiertas por toda la capital, y
planes de extenderme por el país. Lo había conseguido. Aunque en el momento que
me echaron de la fábrica sentí que mi vida se venía abajo, ahora entiendo que
todo sucede por algo, y en este caso no pudo salir mejor.
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