Ángel Pérez Trasancos (El gran cambio)




EL GRAN CAMBIO

Eran las 4 de la tarde cuando sonó el timbre que nos indicaba que era la hora de despertarse. Puede parecer una hora extraña, pero es el sistema que tenía la fábrica en la que trabajaba en China. En la misma cama dormíamos tres trabajadores, de modo que cada uno podíamos ocupar la cama ocho horas al día, y el resto del día nos lo pasábamos trabajando. De este modo, la fábrica ahorraba espacio y la cama permanecía siempre caliente. 
En ese momento no me apetecía levantarme, pero no me quedaba otro remedio. No conocía una manera de subsistir que no fuera esa, no sabía hacer nada excepto el trabajo que llevaba haciendo diez años seguidos, sin festivos, sin vacaciones. Me levanté rápidamente con el resto de mis compañeros, pero en vez de ir a la fábrica, nos dirigieron a la sala de reuniones de la empresa. Ninguno de nosotros había entrado nunca allí, por lo que supusimos que debía ser algo importante. El director, un ejecutivo internacional que era el que gestionaba las relaciones con las multinacionales, empezó a hablar. El mensaje que nos dio nos dejó desolados. La fábrica cerraba.
Por lo visto, nos habíamos quedado atrás tecnológicamente. La fábrica cada vez tenía más dificultades para competir con las demás, y el golpe definitivo se había recibido el día anterior, cuando Nike decidió no renovar el contrato que tenía con la fábrica. Estábamos todos en la calle, y ninguno conocía otra vida ni otro trabajo que no fuera el de la fábrica.
Muchos pensaron que la mejor solución era volver con su familia, y eso hicieron. Pero yo no tenía familia. Estaba solo, no tenía a donde ir. Estuve vagabundeando unas semanas, mendigando a extranjeros para tener algo que comer.
Durante todo este tiempo había visto carteles que anunciaban viajes a Europa, y ese se convirtió en mi objetivo. Pero las cantidades que ponían no las había visto juntas en toda mi vida. Al lado de un cartel de un anuncio de un viaje a una ciudad llamada Berlín había otro anuncio de la Lotería nacional. El premio al primero era diez veces más de lo que costaba un billete. Era mi única oportunidad.
Estuve mendigando hasta que conseguí un décimo, quitándomelo incluso de mi comida. Conseguí encontrar una tienda de electrodomésticos en el centro con pantallas de televisión en el escaparate que emitían todas las semanas la lotería. No había estado más nervioso en mi monótona vida, aunque sabía que la probabilidad de que me tocase era casi inexistente.
Casi, porque me tocó. Gané la lotería la primera vez y la única que jugué. No podía estar más alegre, aún sin saber el futuro que me esperaría en Europa, puede que incluso peor que aquí. Pero tenía una oportunidad para salir de esta vida,
Lo primero que hice fue cobrar el décimo. Ese mismo día me dirigí a una agencia de viajes. Al ver mi aspecto me intentaron echar, pero tras enseñarle el dinero me dejaron entrar. Les comenté que quería irme de China, que quería prosperar fuera, que me recomendaran cual era el mejor sitio para irme.
Me dio la impresión de que no tenían muchas esperanzas de que consiguiese mi objetivo, pero lo que a ellos les importaba era que me gastase mi dinero, así que me recomendaron que fuese a España, que allí es donde los controles de inmigración son menos fuertes. Eso hice, y a la semana estaba subiendo al avión con destino a Madrid. Atrás dejaba China y sus problemas, y me embarcaba en una nueva vida.
Tras un viaje que se me hizo eterno, llegamos a Madrid. Nunca había estado fuera de China, y nunca había oído hablar español, por lo que me dejé guiar por la gente. Conseguí entenderme con un taxista para que me llevase al hotel más barato que conociese, le pagué y casualmente la recepcionista del hostal sabía hablar chino, por lo que nos entendimos fui fácilmente. Pagué una semana, y aunque desde mi perspectiva ahora era un sitio repugnante, no había dormido en un sitio así en mi vida. Podías dormir sin la tensión y el estrés que te producía saber que en ocho horas te ibas a despertar para estar dieciséis horas trabajando.
Por las mañanas me dedicaba a caminar por la ciudad intentando encontrar oportunidades de trabajar, y poco a poco intentar aprender un idioma que me resultaba absolutamente incomprensible. Lo que más sorpresa me causó fue ver que las zapatillas que nosotros mismos fabricábamos costaban más que el sueldo de uno de nosotros al mes.
Tras preguntar en muchas tiendas de mis compatriotas por si necesitaban algún trabajador, encontré una. Un empleado acababa de morir y el ambiente en la tienda era de tristeza, pero me dieron el trabajo.
Por fin estaba empezando a salir de aquella vida. Los horarios seguían siendo inhumanos, pero por lo menos el trabajo era mucho menos cansado y mucho más aguantable.
Los dueños de la tienda me acogieron como a uno más de su familia. Dejé el hostal y me mudé con ellos. Al tiempo, había establecido una amistad con el dueño muy fuerte, y se convirtió en casi un padre para mí.
Un día me llamó y me dijo que teníamos que hablar. Parecía más serio de lo normal. Cuando nos sentamos en la mesa, comenzó a hablar. Me dijo que llevaba mucho tiempo trabajando, que ya estaba cansado, que quería retirarse a descansar, olvidarse de la tienda que había sido su vida tanto tiempo. Y me dijo que quería que estuviese yo al mando.
Esto para mí significo salir por fin de aquella vida de horarios interminables, de sueldos bajos, y supuso mi entrada en un mundo diferente.
Tras un tiempo de acostumbrarme a dirigir la tienda, decidí dar un paso más. Decidí abrir tiendas por toda la ciudad, y fue un éxito completo. Mis ingresos aumentaron lo suficiente como para comprarme mi primera casa, y a los dos años ya tenía un chalet. Había conocido a una mujer y teníamos dos hijos.
A los cinco años, tenía veinticinco tiendas abiertas por toda la capital, y planes de extenderme por el país. Lo había conseguido. Aunque en el momento que me echaron de la fábrica sentí que mi vida se venía abajo, ahora entiendo que todo sucede por algo, y en este caso no pudo salir mejor.

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