Su fulminante paso por nuestras vidas:
Me
encuentro sentado a lo alto de un gran edificio de Madrid en plena noche de un
invierno cerrado. Mis padres probablemente lleven preguntándose dónde estoy
todo el día pero, sinceramente, hoy me da igual, he decidido que voy a
desconectar de todo. Me he propuesto quedarme aquí sentado durante horas
pensando en todo lo que me ha pasado a lo largo de estos cinco últimos años
aunque el hacerlo lleve consigo derramar alguna que otra lágrima.
Llevo
un buen rato pensando en lo que respondería si alguien alguna vez me hiciera
definir con una sola palabra lo que estos cinco últimos años han supuesto para
mí. Yo creo que utilizaría la palabra HORROR, y aun así me quedaría corto. Ha
sido mucho más que eso, infinitamente mucho más.
Qué
felices éramos cuando mi hermana y yo correteábamos por la casa sin ningún tipo
de preocupación, cuando llorar de alegría era algo permanente, cuando mamá nos
contaba cuentos para dormirnos con aquella sonrisa tan suya… y míranos ahora,
cuánto hemos cambiado… Esos momentos se fueron tan pronto como vinieron… y es
que como dice mi canción favorita “las peores cosas de la vida vienen gratis” y
qué razón tiene.
Mi
madre estaba entregada en cuerpo y alma a nosotros y mi padre trabajaba de sol
a sol en su propia empresa para traer el pan de cada día a casa. Lo bueno es
que mi padre ganaba un gran sueldo lo que nos permitió hacer numerosos viajes y
hacer cosas que otras personas no podían permitirse ya que eran realmente
caras. A decir verdad llevábamos un estilo de vida muy alto. Tanto, que a veces
me daba la sensación de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades,
pero, como en seguida volvía a llegar dinerito a casa, no era algo que nos
quitase mucho el sueño.
Después
de esta racha, vino una mejor, mucho mejor. Mi vida se basaba en despilfarrar
el dinero y en no valorarlo absolutamente nada ya que yo era el reflejo de mis
padres y eso era lo que ellos hacían. Yo vivía feliz en mi ignorancia y
comodidad. Claro, mientras el dinero siguiera fluyendo, ¿para qué me iba
preocupar yo? ¿Qué era eso de ahorrar? En fin, si soy sincero con vosotros me
da vergüenza recordar ese “yo”, ese pasado que hacía de mí alguien tan
indeseable. Pero supongo, que todas las cosas buenas llegan a su fin… y en mi
caso, con razón.
Un
día de mayo, como cualquier otro, me levanté con esa soberbia que tanto me
caracterizaba, mi fiel compañera durante aquellos “grandes” años, y me dirigí a
la cocina donde normalmente mi desayuno solía estar preparado, pero aquel día
no fue así. Acostumbrado a ello, me extrañé muchísimo y decidí buscar a mi
madre por toda la casa para preguntarle por lo ocurrido. Fue dar un paso fuera
de la cocina y encontrármela sentada en su lujosa silla mirando a la nada con
una cara que resultó ser completamente desconocida para mí hasta aquel preciso
momento. Jamás la había visto así y sinceramente, me impactó tanto, que a día
de hoy todavía no soy capaz de describir con palabras el horror que sentí en
ese momento. Especialmente cuando, al acercarme a ella, me agarró con fuerza,
tanta, que me dejó sin aliento y rompió a llorar como una desesperada.
En
ese momento, miles de pensamientos recorrían mi cabeza pero no lograba dar con
el correcto, ya que jamás me imaginaría lo que mi madre me iba a contar cinco
segundos más tarde. En resumidas cuentas, la tormenta acababa de llegar. La
empresa de mi padre había quebrado y estábamos endeudados. No éramos
conscientes de lo que nuestras vidas iban a cambiar a partir de ese preciso
momento. Sería el primer problema al que nos tendríamos que enfrentar después
de tantos años bebiendo champagne y gastando dinero por doquier. Todo eso se
había acabado definitivamente y para siempre.
En
un primer momento, nuestro orgullo no nos dejó admitir que el único sentimiento
que recorría nuestras venas era el miedo. Miedo de vernos envueltos en aquella
situación solos, sin ayuda alguna. Y, sí, digo solos porque perdimos a todos
los que se jugaban el cuello por nosotros por culpa del maldito dinero y de aquel
afán por tener, tener y tener. Nos daba miedo reconocer que nos habíamos
quedado solos y que no teníamos a nadie a quien acudir, porque después de haber
sido tan sumamente orgullosos y avariciosos, nadie nos iba a ofrecer su hombro
para llorar. ¿Quién nos iba a decir a nosotros que íbamos a necesitar a alguien
en algún momento de nuestras vidas?
Esta
tormenta vino de la mano de un gran huracán que decidió llevarse todo,
absolutamente todo cuanto pudo en su camino. Se llevó todos nuestros caprichos,
toda nuestra soberbia y competitividad, todo nuestro “mirar por encima del
hombro”, todo nuestro rechazo y elitismo, todo, completamente todo, hasta
dejarnos bajo escombros, escombros que fueron fruto de nuestro vivir. Nos hizo
poner los pies en la tierra y pensar con la cabeza fría. Nos obligó a bajarnos
del trono y admitir que, al fin y al cabo, todos vamos a acabar igual, bajo
tierra. Nos obligó a pensar que en este gran globo de tierra y agua somos todos
igual de indefensos porque, al fin y al cabo, todos tenemos el mismo miedo ante
lo desconocido, porque en realidad nadie sabe porque estamos aquí.
Y
fíjate si fue devastador, que hasta se llevó las ganas de vivir de mi madre y
con las suyas las mías al verla ahí, tumbada en el suelo con un bote de
somníferos en su mano tras haber ingerido unos cuantos. ¿Tú te haces una idea
de lo que fue para mí, un chaval de dieciocho años, pasar de llevar la vida que
llevaba a encontrarme a mi madre casi muerta en el suelo por algo que antes nos
hacía tan felices? Y ahora es cuando me digo a mi mismo, dinero, maldito dinero
que tanto mal nos hizo.
Finalmente,
tras varios meses de terapia psicológica para mi madre y la ayuda de alguna que
otra persona que lo hizo de manera desinteresada, empezamos a ver la luz al
final del túnel. Después de todo aquel calvario, fuimos capaces de enfocar la
vida con positividad y salir adelante. Conseguimos pagar todas nuestras deudas
y con ello todas nuestras angustias por no llegar a fin de mes. Cambiamos
radicalmente nuestra manera de ser, nos convertimos en otros completamente
diferentes, éramos completos desconocidos para la gente a nuestro alrededor.
Todo dio un giro de trescientos sesenta grados.
La
conclusión que saco de todo esto es que, efectivamente, el dicho de que “la
vida pone a cada uno en su sitio” es cien por cien cierto a juzgar por mi
experiencia. Pagamos por todos y cada uno de nuestros errores y reconozco que
me lo gané a pulso pero no pensé que sería tan lento y tan cruel. Ahora desde
luego que puedo decir que la vida me ha dado una lección. Una lección que me ha
cambiado radicalmente y que, afortunadamente, se ha llevado toda mi maldad y mi
afán. Porque, al fin y al cabo, “después de la tormenta siempre sale el sol”.
Y
ahora sí, después de haber recordado toda esta historia, debo volver a casa ya
que seguro que mis padres se están volviendo locos buscándome y ya no quiero
darles más disgustos después de todo lo pasado. Eso sí, después de este
doloroso flashback me he prometido no
volver a llorar más y tratar de borrarlo de mi vida. Lo pasado, pasado es.
Comentarios
Publicar un comentario