A medio camino
Tengo
30 años. Casi 31 en realidad. No soy lo que llaman una “nativa digital”, pero
lo cierto es que no concibo mi vida sin la tecnología que me rodea.
Nací
en un país en el que no existían los pañales desechables, Argentina, y crecí en
un pueblo a los pies de los Alpes italianos. La comunicación con mis amigas se
basaba en acercarse a sus casas y llamar al telefonillo preguntando si podían
bajar a jugar. El teléfono era un cacharro que estaba en el salón y que según
mi madre era “muy caro”. Cuando viajaba a Madrid para pasar las fiestas
navideñas o el verano con mi familia, también había un teléfono en casa de mi
abuelo, la casa en la que vivía cuando venía a España. Era grande, de color
verde, y tenía una especie de rueda con números. Para llamar a mi tía Solito
tenía que levantar un pesado auricular llamado transmisor y marcar
pacientemente un número tras otro haciendo girar la rueda. Si comunicaba o
nadie contestaba tenía que volver a empezar el proceso. No había ni buzón de voz,
ni listas de contactos, ni mucho menos tarifas planas para hablar durante
horas. Si alguien contestaba, el mensaje debía ser corto, casi telegráfico:
“¿Venís a comer? – Sí – Bien, os espero – Hasta luego – Adiós”. De lo contrario
me ganaba unas broncas alucinantes.
Sin
embargo, tuve la suerte de que mis padres, a pesar de vivir en un pueblo del
norte de Italia, trabajaban en una empresa tecnológica, y desde que cumplí los
cinco años tuve un ordenador personal en mi habitación. Era grande, hacía mucho
ruido y tardaba media hora en encenderse. Lo único útil que a mí me aportaba
ese trasto era un juego: “Packman”, más conocido en España como el “Comecocos”.
Me pasaba largos ratos delante de aquella pantalla negra y verde jugando a un
juego que me parecía divertidísimo, aunque lo cierto es que al final me cansaba
y decidía salir a buscar a mi vecina y amiga para vivir alguna nueva aventura
con ella jugando en el patio de casa.
También
tenía un Walkman: un chisme pequeño con varios botones en el que introducía
casetes de música que solo podía escuchar con auriculares. Cada casete tenía
dos caras, cada una con unas seis canciones. Para escuchar la canción tres de
la cara uno, por ejemplo, tenía que pulsar un botón y avanzar hasta encontrar
la canción que quería. Para escuchar una canción de la cara dos tenía que sacar
el casete, darle la vuelta, volver a meterlo en el Walkman y buscar la canción.
Una locura. Los casetes originales eran caros, así que utilizaba las cintas
vírgenes que encontraba por casa para grabar de la radio las canciones que me
gustaban. Los llamaba “Varios”. Con el tiempo supe que era una práctica
habitual y que ni mucho menos era la única que lo hacía.
Cuando
cumplí los trece años, mi padre trajo a casa algo llamado “teléfono móvil”. Tenía
una pequeña pantalla con los mismos colores de mi ordenador, pero no tenía
hilos y podíamos hablar por teléfono en cualquier parte sin que la llamada se
cortara, incluso fuera de casa.
Unos
meses después, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. En el despacho de nuestra
nueva casa, mis hermanas y yo encontramos algo alucinante: un aparato
rectangular compuesto por una base con teclado y una tapa que incorporaba una
pequeña pantalla. Al lado, un ratón y un extraño artilugio que tenía muchas
luces y emitía unos sonidos agudos. Eran un ordenador portátil y un módem. A
pesar de toda la tecnología que parecía invadir mi casa, comunicarme con mis
amigas italianas seguía siendo un proceso largo y laborioso. Escribía, a mano
claro, largas cartas que después tenía que llevar a Correos. Tardaban entre una
y dos semanas en llegar a destino, por lo que debía esperar al menos un mes
para recibir una respuesta. Corría el año 1996.
Desde
entonces, y hasta ahora, todo ha cambiado a una velocidad vertiginosa. Los
teléfonos móviles son al mismo tiempo ordenadores y reproductores de música. Mis
primos pequeños no saben qué es un teléfono de rueda o un Walkman, y estoy
segura de que mi abuelo, si viviera, no sabría cómo usar una Tablet. Soy de una
generación intermedia entre lo que los niños llaman “el mundo antiguo” y lo que
los gurús tecnológicos definen como los “nativos digitales”. Estoy a medio
camino entre unos y otros.
No
soy nostálgica, pero de vez en cuando me gusta recordar cómo era antes la
comunicación. Será porque me dedico precisamente a esto; o porque a lo largo de
mi vida he tenido la oportunidad de vivir en primera persona el increíble
cambio que nos ha traído hasta hoy. Los mayores pensarán que estamos locos, y
los niños del mañana lo estudiarán como parte del pasado en las clases de
Historia.
¿La
verdad? Ayer me robaron el bolso. ¿Lo que más echo en falta? ¡Mi teléfono
móvil!, sin duda. Ahí lo llevaba todo: mis correos, mis fotos, mis contactos,
mi música. Los recuerdos de un pasado no tan tecnológico me vienen a la mente y
me recuerdan que ningún teléfono móvil es imprescindible. Puedo ir a casa de mi
amiga y llamar al telefonillo. (Risas) No puedo ni imaginar la reacción. ¿Cómo
he llegado a esto? Porque soy de los que estamos “a medio camino”. El recorrido
que hemos hecho para llegar hasta aquí no ha sido largo, pero sí intenso;
aunque eso claro, es otra historia.
Luis
Martínez Gómez
1ºBachillerato
B
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