Cristina Aranda (La pesadilla del 37)



La pesadilla del 37
28 de mayo de 1937, yo, Pedro Aranda Burgos, acababa de cumplir los siete años hacía una semana, recuerdo ese cumpleaños mejor que ninguno ya que ese año mi familia sufrió un gran disgusto, todo empezó la mañana del 28 de Mayo, me dirigía con mi hermano Antonio y mi padre a visitar a mi tía Guadalupe, hermana de mi padre, que estaba muy enferma y muy débil a causa del cáncer y no había podido venir a verme el día de mi cumpleaños. Cogimos el metro para ir hasta su casa que se encontraba en la calle Santa María de la Cabeza donde mi tía tenía un precioso apartamento que compartía con su marido (mi tío) y sus dos hijos Miguel y Luis. Estuvimos en su casa bastante rato ya que hacía mucho tiempo que no veíamos a mi tía y la echábamos de menos.
Se hizo tarde y sobre las ocho nos fuimos mi padre, mi hermano y yo a casa donde nos esperaba mi madre con la cena preparada. Volvimos a coger el metro y nos bajamos en la estación de Quevedo que era la más cercana a nuestra casa que se encontraba en Cardenal Cisneros; a la salida, en la boca del metro, unos hombres vestidos de soldados pararon a mi padre y le pidieron la documentación, mi padre confuso se la entrego y vi como se acercaba a Antonio y le susurraba algo al oído (años más tarde Antonio me confesó que mi padre le dijo que si algo pasaba que me cogiera y saliéramos corriendo). De repente todo pasó muy rápido, estos hombres vestidos de soldados agarraron a mi padre y le obligaron a irse con ellos, mientras tanto Antonio me cogió y salimos corriendo hacia casa.
Al llegar a casa, Antonio le contó a mi madre todo lo sucedido, yo seguía sin saber que estaba pasando ya que ni mi hermano ni mi madre me querían decir nada. En cuanto Antonio terminó de hablar mi madre rompió a llorar desconsoladamente pero yo seguía sin entender por qué. Por mucho que preguntara a mi madre que a dónde había ido mi padre no soltaba palabra, solamente empezaba a llorar.
Pasó uno, dos, tres días y seguíamos sin saber nada de mi padre y si mi hermano y mi madre sabían algo no me lo querían decir. Cada día que pasaba sin saber nada de él era una eternidad, le echábamos mucho de menos y teníamos mucho miedo.
2 de Junio de 1937, los milicianos me tienen prisionero desde hace cuatro días o quizá más, ya he perdido la cuenta. Nos tienen encerrados en lo que parece ser la bodega de un barco ya que a veces por la noche se pueden escuchar los sonidos de las olas rompiendo contra el casquete del barco, lo que me hace pensar que estamos amarrados en un puerto. No tengo claro dónde estamos exactamente pero tengo una ligera idea de que podamos estar el sur, probablemente cerca de Málaga si no nos hemos movido mucho ya que el tren que nos trajo hasta aquí paró en un puerto llamado Guadalmedina con un cartel abajo que ponía Málaga, Cádiz.
Los días aquí son cada vez más insoportables, apenas nos dan de comer y estamos setenta hombres sobreviviendo en un recinto con aforo para cuarenta personas. Lo único que nos mantiene con vida es la esperanza de que un día todo esto se acabe y podamos salir de aquí para reunirnos con nuestras familias. Me pregunto cómo estarán Pedro y Antonio pero sobre todo Mercedes porque no me pude despedir de ella y seguramente este viviendo un infierno. Rezo todos los días para que mi familia siga adelante y para que Dios les ayude en esta terrible batalla sin sentido en la que pelean hermanos contra hermanos. Por favor que acabe pronto esta pesadilla.
Cada noche nombran a quince hombres y en la madrugada les hacen salir. Oh, si tan sólo volvieran para contarnos cómo es respirar de nuevo aire fresco, pero mucho me temo que su destino no es el de volver; no me quiero imaginar lo que les harán pero es inevitable ponerse en lo peor.
Cada día quedamos menos hombres y las posibilidades de que salga mi nombre una noche de estas es mayor. Entonces llegó, llegó la noche en la que al oír mi nombre se me paró el corazón, lo primero que se me vino a la cabeza fueron los niños y Mercedes. Que egoísta por mi parte irme en este momento y dejarles aquí solos en medio de este infierno.
Caminaba junto a otros catorce hombres que seguramente estuvieran pensando lo mismo que yo, en sus caras se reflejaba el miedo y la impotencia de no poder cambiar el destino. A cada escalón que subía me costaba más y más respirar y mi corazón iba cada vez más rápido.
Volvieron a pasar lista y volvieron a repetir el nombre de cada uno de nosotros que sonaba como una puñalada. Pero en el momento de decir mi nombre, el jefe del pelotón se detuvo, extrañado preguntó ¿Antonio Aranda Yagüe? Yo, con la poca fuerza que me quedaba respondí: “Aquí estoy”.
El jefe del pelotón se abrió entre la multitud buscando al hombre que había respondido, entonces le vi, no me podía creer lo que pasando; del miedo y los nervios no había reconocido la voz de José Rodríguez Ruiz, mi mejor amigo de la infancia y ahora mi salvador.
En el momento en el que José me reconoció, inmediatamente borró mi nombre de la lista jurando que nunca más volvería a pasar nada así, me dio comida y ropa nueva y también me dio dinero para coger el tren e ir a Madrid con mi familia.
Nunca voy a poder agradecer lo suficiente a José Rodríguez por darme la vida cuando me consideraba muerto.

Cristina Aranda Rodríguez 1ºA




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