Beatriz García del Moral (El reflejo del 29)



El reflejo del 29

Un crack, un sonido duro y crispante logró sacar a Jack Aldridge de su tumulto mental, se quedó mirando su reflejo fracturado en distintos fragmentos, sus múltiples caras mirándole espantado. Aturdido, observó ensimismado el espejo que acababa de romper al impactar el auricular del teléfono sobre la superficie plateada.  
Su vicepresidente le había llamado a las dos de la tarde, mientras comía con su familia. Normalmente no habría respondido a ninguna llamada por estar de vacaciones en Londres, pero lo inusual de la hora y la insistencia desesperada con la que repetía que debía hablar con él, según su criada, consiguieron levantarle de la mesa y atender la llamada en su dormitorio. A pesar de haberse disculpado con su familia por abandonar la comida con sonrisas tranquilizadoras, había un presentimiento pesado que le oprimía el corazón.
Cuando se colocó el auricular sobre la oreja y preguntó dubitativo cuál era la cuestión sólo le respondió un silencio sepulcral, el ruido blanco hizo enervante la espera hasta que finalmente su segundo al mando reunió las fuerzas para hablar. A veces recordaba ese momento y deseó que no lo hubiera hecho y simplemente hubiera colgado otra vez, que le hubiera dado aunque fueran sólo unas horas más de despreocupada ignorancia, únicamente un día más de felicidad frente al infierno que se desataría posteriormente.
El vicepresidente hablaba con el tono de voz cuidadosamente calmado de quienes han ensayado lo que tienen que decir para evitar perder el control sobre sus emociones y sumirse en la desesperación. Le expuso con una lentitud y una flema admirables que la empresa, en término de meses, entraría en quiebra. Aquella mañana en Nueva York, al abrir la bolsa a las nueve de la mañana no se había formado el habitual alboroto de la actividad de las acciones, sino el pánico al ver que nadie quería comprarlas. Rápidamente habían hecho unas predicciones grosso modo y los resultados habían sido catastróficos.
Escuchó distraídamente el resto de los detalles, abrumado, cada palabra era como una cuchillada hasta que su vicepresidente concluyó su explicación y se despidieron con fórmulas de cortesía forzadas. Jack permaneció de pie, inmóvil hasta que repentinamente descargó su rabia contra el espejo. El crack que hizo fue el preludio de lo que más tarde llamarían el crack del 29. Desde ese momento supo que estaba acabado pero es condición humana luchar hasta que no queda ninguna esperanza.
Tenía una fábrica de automóviles que intentó mantener a flote por todos los medios, ofrecieron ofertas, por mil y una argucias intentaron convencer a sus prestamistas que les dejaran más tiempo antes de devolverles el dinero invertido, despidieron a empleados, redujeron los salarios, trataron de vender los coches que les sobraban en stock a chatarrerías pero todo fue en vano. El patrimonio y el nombre de los Aldridge fue destruido, se arruinaron por pagar las deudas, pidieron más préstamos a intereses desorbitados. Era una vertiginosa espiral sin escapatoria, un ritmo frenético que los llevaba cada vez más a las profundidades del abismo
A medida que pasaba el tiempo la personalidad de Jack fue cambiando, transformándose en alguien que ni sus amigos ni su familia reconocían ya, a veces le parecía que Mr. Hyde simplemente había estado esperando el momento oportuno para apoderarse de su persona. Era consciente de su comportamiento, cada vez que se dejaba llevar y descargaba su frustración con los que estaban a su alrededor, sentía una parte de su alma morir. Los últimos en abandonarle fueron su mujer y sus dos hijos quienes ahora le temían. Un día ella le comunicó que volvía con sus padres a Ciudad del Cabo, se despidió, esperando no volver a verle y efectivamente él nunca la volvió a ver.
La última de sus posesiones que le había quedado antes de que los acreedores le desplumaran era su casa de Londres, donde todo empezó, el principio del fin. El desuso y el descuido habían convertido la casa en una ruina, como lo era ahora su vida. Se odiaba a sí mismo y constantemente repasaba qué podía haber hecho para que las cosas hubieran salido de otro modo. Era una tortura.
Contempló el espejo, precisamente su vida había terminado hecha trizas. El espanto y el miedo seguían reflejándose en su rostro, estaba harto de mirarse al espejo todos los días y aborrecer a quien le devolvía la mirada. Una sacudida por su parte resultó en la caída de los trozos que se mantenían precariamente juntos. Jack tomó aquello como la solución definitiva. Pausadamente descendió las escaleras, buscó el revólver y apretó el gatillo.






Beatriz García del Moral y Santamaría 1º B

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