El
sello intacto
Howard Carter acercó
más una silla de madera al poste de la sombrilla, así estaba completamente
cubierto por ésta. El sol africano no perdonaba y las pedregosas arenas y
bloques de rocas que se extendían a su alrededor no contribuían a crear un
ambiente más agradable. Se permitió mirar por un momento al cielo azul, y
recordó el usual cielo plomizo cargado de lluvia de su Inglaterra natal;
después posó definitivamente su crítica mirada sobre un grupo de hombres cerca
de una pared rocosa, que se afanaban por picar tierra y retirarla en cubos,
iban y venían y a cada paso el nerviosismo de Carter aumentaba. Llevaba ya
varios meses en el valle y la confianza de Lord Carnarvon empezaba a flaquear,
esta era su última oportunidad de encontrar algo hasta que su patrocinador le
retirara los fondos.
De pronto algunos excavadores empezaron a revolverse,
lanzaban exclamaciones y llamaban a otros para que vieran algo. Carter ya se
había levantado para cuando uno de ellos vino a avisarle y se dirigía hacia el
sitio procurando no dar alas a sus esperanzas. Por fin llegó, debajo de tantos
kilos de tierra habían desenterrado lo que sin lugar a dudas eran unos
peldaños, hechos por la mano del hombre. De una forma casi feroz, ordenó a los
excavadores que reanudaran su trabajo y que se dieran prisa. Ya no podía estar
sentado bajo la sombrilla, sus ojos buscaban frenéticos lo que iba a
apareciendo debajo de tanta arena. Hacia el final del día habían descubierto 10
escalones, ya no podían quedar muchos más, al día siguiente bajó la escalera de
16 escalones para toparse con un corredor lleno de escombros. Tardaron varios
días más en vaciarlo.
Carter acompañaba a los excavadores a medida que iban
progresando, hasta él mismo se puso a cavar a la luz tenue de una lámpara de
petróleo cuando se impacientaba mucho, no le importaban ni el polvo, ni la
penumbra o el reducido espacio del corredor. Finalmente llegaron a término,
ante ellos se encontraba una puerta de piedra blanca, repleta de inscripciones
jeroglíficas, su corazón se aceleró al comprobar que una cuerda mantenía atadas
dos asas, una en cada puerta y que el sello con el cartucho del faraón estaba
intacto, la tumba no había sido saqueada.
Pronto mandó un mensaje a Lord Carnarvon de su hallazgo, y
éste vino poco después con su hija, Evelyn. En el transcurso de tiempo en el
que tardaron de venir de Inglaterra Carter se planteó otra posibilidad, a veces
los saqueadores entraban por el techo, dejando intacto el sello. Haciendo de
tripas corazón, y ante la mirada expectante de sus dos acompañantes, hizo un
agujero en la esquina superior izquierda del muro que les impedía el paso, para
comprobar si la tumba se encontraba vacía. Un ligero temblor de su mano hacía
que la luz de la vela temblase, lanzando sombras siniestras en el oscuro
pasillo.
-
¿Puede ver algo? –inquirió Lord
Carnarvon ante su silencio
-
Cosas maravillosas –respondió Carter
Acababan
de descubrir la tumba de Tuntankamón.
Le otorgaron el honor a Andrew Mace, gran
colaborador de la expedición, de dar el último golpe para romper el sello y
entrar en la antecámara. En su interior había toda clase de piezas hechas de
oro, marfil, ébano y otras materias preciosas, el ajuar funerario entero. Lo
mejor fue cuando tras abrir los tres sarcófagos, encontraron la momia del
faraón-niño.
Sin embargo, la alegría del hallazgo se vio
eclipsada por la inesperada muerte de Lord Carnarvon, apenas cuatro meses
después del descubrimiento. A esa se le sumaron cuatro muertes más, todas de
personas que habían estado relacionadas con la excavación en sólo ese mismo
año. Pronto los periódicos sensacionalistas se inventaron el fenómeno de la
maldición del faraón, había sido un sacrilegio perturbar el sueño de los
muertos y ahora la Parca los perseguiría.
Carter desdeñaba la leyenda, sólo eran una
sarta de sandeces, meras coincidencias. No era de extrañar que en un país como
Egipto hubiera enfermedades que pudieran acabar con cualquiera y el
desafortunado asesinato del príncipe Ali Kamel por parte de su novia,
evidentemente no tenía nada que ver con el faraón de la dinastía XVIII.
Carter
terminó de catalogar y trasladar al museo del Cairo todos los objetos de la
tumba diez años después, en 1933. Sin embargo, a todo el mundo le extrañó un
poco que se marchara de Egipto para no volver jamás.
Para
cuando llegó el 1 de marzo de 1939 Carter ya se había ganado una reputación de
hombre solitario y recluido en su hogar, sólo salía en calidad de asesor del
departamento de conservación de diversos museos. Aquel día tenía una sensación
extraña, inquieta, por el rabillo del ojo se le antojaba ver formas extrañas en
los rincones de su casa, para cuando se volvía, no obstante, la quietud y
normalidad de aquel espacio en lugar de calmar sus aprensiones no hacía más que
aumentarlas. De todas formas no debería estar sorprendido, hacía más de diez
años que no dormía una noche tranquila, siempre perturbado por espantosas
pesadillas, la muerte le acechaba.
Lo
había sabido desde 1925, aquel día en el que habían terminado de embalar los
vasos canopos, estaba atardeciendo, el cielo se teñía de tintes rojos y se
dejaba sentir una atmósfera inquietante, un paso entre el día y la noche.
Carter oyó unos aullidos desconocidos y miró en su dirección. Cerca de la
entrada de la tumba varios pares de ojos brillantes le observaban, inmóviles,
al inglés le inquietó sobre manera aquel incidente, sólo le miraban y Carter no
podía hallar en su mutismo ningún indicio acerca de sus intenciones. Pasó otro
minuto y súbitamente echaron a correr, pronto se perdieron por las dunas del
desierto. Carter sabía que el chacal era el símbolo de Anubis, patrón de las
necrópolis y dios de los embalsamadores.
Desde
entonces, una permanente sensación iba creciendo en su interior, si no hubiera
sido por su tozudez habría huido a Inglaterra en cuanto hubiera tenido
oportunidad. La angustia a veces llegaba a ser avasalladora, le oprimía
dolorosamente el corazón, retorciéndolo con la anticipación, con la sospecha de
que en cualquier momento podía perecer. Cuando oía hablar burlonamente de la
maldición ya no se unía a la mofa, sino que deseaba hondamente poder creer que
no fuera verdad. Cada nueva muerte desencadenaba una crisis nerviosa que le
tenía postrado en cama todo un día, como la de Andrew Mace o la de su propio
secretario. Los días que pasaban eran iguales que los granos que se escapaban
del reloj de arena, y el habría jurado que sentía cada impacto con el fondo
como un martillazo a su torturada alma.
De
alguna manera sabía que aquel era el día en que acabaría todo, no se molestó en
encender las luces de camino a su cama, le parecía que dado que ya no volvería
a ver levantarse el sol, bien podía acostumbrarse a la oscuridad. Sólo se
detuvo para contemplar durante unos momentos un escarabeo hecho de lapislázuli
que conservaba en una vitrina, una pequeña indulgencia procedente de la tumba
que ahora iluminaba la luna londinense. Por primera vez en mucho tiempo se
sintió más tranquilo, pudo disfrutar del sonido de los grillos en su jardín, o
del resplandor de la luna llena.
Al
día siguiente lo encontraron en su cama, por lo que parecía había muerto de
causas naturales.
Beatriz
García del Moral y Santamaría. 1º Bachillerato B
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