Pablo Zarco (Azul cielo)



AZUL CIELO

Desde aquí arriba se ve toda la ciudad. Una suave brisa me acaricia la cara y respiro profundamente. Estoy congelado a pocos pasos del precipicio, incapaz de dar ni uno solo más. No, aún no. Cierro los ojos y pienso en lo que me retiene en tierra. Annie. Eso es todo, pero es más que suficiente. Miro a mi alrededor para asegurarme de que no hay nadie más en la azotea. Una vez seguro, puedo relajarme un poco y contemplar la luz naranja del atardecer sobre los edificios que proyectan largas sombras sobre las calles llenas de gente. Personas únicas e irrepetibles allá donde mires, que tienen sus propios problemas, que viven y sobreviven como pueden. Personas con miles de historias que contar. Personas que sienten. Personas que ríen. Personas que lloran, y otras que consuelan. Personas que aman. Personas que comprenden y perdonan. Personas que temen. Personas que anhelan. Personas que, a diferencia de mí y a pesar de todo, aman la vida. Personas inocentes y sin más culpa que la de haber nacido en un mundo tan despiadado como este con la pobre ilusión de encontrar algo que apreciar en él.
No me remuerde la conciencia el saber que, si tuviera oportunidad, daría todas y cada una de sus vidas por salvar la de ella. Sin pensármelo un solo segundo.
Lo más normal en estos casos es rezar a Dios, para tratar encontrar esperanza donde no la hay, pero deseché esa opción hace tiempo. Nunca he sido muy creyente, aunque he de admitir que durante un tiempo me planteé si de verdad Dios había puesto un ángel en la tierra solo para mí. Annie… aún recuerdo cómo empezó todo.
Mis padres me abandonaron cuando yo tenía solamente unos pocos meses, y fui acogido por mis tíos, tras cuya muerte comencé a vivir en un orfanato a las afueras de la ciudad. Cuando tenía diez años no tenía muchos amigos. A decir verdad, no tenía ninguno. Era un niño enclenque y delgaducho sin ningún reparo a la hora de decir lo que pensaba, lo que en ocasiones me costaba meterme en peleas de las que nunca salía bien parado. Mi testarudez era algo así como diez veces mayor que mi inteligencia. Cierto día que pasé frente a un parque paseando, vi a unos niños mayores que yo, que solían meterse conmigo en el orfanato, molestando a una niña. No soportaba ver a otra gente sufriendo lo que yo sufría en una dosis diaria, por lo que corrí a defenderla. La paliza fue brutal, más fuerte que otras veces, pero incluso con los ojos entrecerrados por la hinchazón y con la vista nublada por la sangre pude vislumbrar por primera vez su rostro. Su cara, blanca y redondeada, estaba enmarcada por unos rizos negros como el carbón. Su nariz pequeña y sus labios rosados eran la muestra más perfecta de armonía que había visto, pero sus ojos, tan azules como el cielo, fueron la razón de que me enamorara de ella.
 ­ - G-gracias –me dijo con voz entrecortada y llorosa mientras se secaba las lágrimas-, has estado muy bien ahí. Esos niños son estúpidos, querían que fuera con ellos pero yo no quería. Me estaban haciendo daño pero entonces has llegado tú y me has… me has salvado. Gracias.
  -De nada. –dije sin más. Sonreí y di media vuelta. No quería estropear lo único bueno que había hecho en meses con mi inmensa bocaza.
Me estaba alejando sintiéndome muy extraño, pero entonces aquella niña se me puso delante, cortándome el paso.
 -Tú no hablas mucho ¿no, niño?
 -Casi que al revés, es lo malo.
Sus ojos azules me escudriñaron un momento como sin comprender. Entonces sonrió, primero con los ojos y después con la boca, y rio, divertida. No comprendía que estaba ocurriendo, ni siquiera me enteré de lo que me dijo después, aún estaba embelesado por su forma de sonreír. Primero con los ojos, luego con la boca. Cada vez me sentía más extraño, sentía que algo dentro de mí estaba fuera de su sitio.
  -Me llamo Annie –dijo-. Vamos a dar un paseo.
El año que siguió fue el más feliz de mi infancia. Annie y yo éramos los mejores amigos y estábamos siempre juntos. Nuestro pasatiempo favorito era sentarnos en un banco comiendo un helado e inventarnos historias de la gente que pasaba caminando. Me sentía en familia con Annie. Me encantaba hacerla reír. Cuando lo conseguía podía ver como sus azules ojos se entrecerraban justo antes de la sonrisa, y me invadía una profunda felicidad. Ella vivía en el orfanato contiguo, solo para chicas. En el muro que separaba nuestros orfanatos había un ladrillo suelto que utilizábamos como buzón secreto para escribirnos cartas. A veces ella venía hacia mí y me abrazaba sin motivo aparente, pero notaba cómo sus lágrimas caían sobre mi hombro, y yo simplemente la abrazaba hasta que se le pasara, nunca hice preguntas. Llegué a conocerla mejor que a mí mismo, y por eso me dolió tanto cuando, al año siguiente, una familia de otra ciudad la adoptó y la separaron de mi lado. Fue como si me arrancaran una pierna y un brazo. En nuestra despedida no encontré las palabras adecuadas para confesarle lo que sentía. Mi mente era un torbellino de emociones y sentimientos que luchaban por salir al mismo tiempo y se bloqueaban mutuamente. Antes de que pudiera decir nada, me dio un beso en la mejilla y, sin más, se fue.
El vacío que Annie dejó en mí me acompañó los siguientes diez años, hasta que un día, un capricho del destino quiso que mi mirada se encontrara con la suya en la estación de tren. Tuve que frotarme los ojos para asegurarme de que aquello era real. ¿Eran aquellos ojos azules que me miraban con perplejidad como reflejo de los míos, los mismos que hacía diez años me habían visto alejarme desde un coche? Comenzamos a caminar el uno hacia el otro, sin mudar nuestra expresión, y después aceleramos la marcha hasta que sin darnos cuenta estábamos corriendo. Nos fundimos en un abrazo y el tiempo se detuvo. Quién sabe si estuvimos así un segundo, un minuto o una hora. Por unos instantes, solo existíamos nosotros. Cuando volvimos a la realidad nos fuimos a dar un largo paseo, sin importarnos que nuestros billetes de tren se volvieran inservibles. Hablamos de todo y de nada, de lo que habíamos hecho y nos había pasado desde que nos separamos hasta nuestro reencuentro. Aunque he de admitir que había ratos en que no escuchaba lo que me decía, simplemente me limitaba a contemplarla, a admirar su belleza, a maravillarme con sus ojos como había hecho en otro tiempo.
 -¿Crees que ha sido casualidad que nos hayamos vuelto a encontrar? –dijo ella, pensativa- Yo creo que no, creo que debe haber sido Dios el que nos ha llevado el uno hasta el otro. No puede ser mera coincidencia. ¿No crees?
 -Creo… -respondí perdiéndome de nuevo en su mirada- Creo que deberíamos casarnos.
Annie se quedó mirándome,  sorprendida, luego comenzó a reír.
 -¿Tú crees? Bueno, no es tan mala idea, ya hablaremos de eso, ahora vamos a tomar un helado.
Un año y seis meses más tarde Annie y yo nos casamos. Ahora entendía a lo que la gente se refería con la palabra felicidad, hasta entonces en desuso en mi vocabulario. Compramos una casa pequeña pero bonita a las afueras. Pronto Annie se quedó embarazada y comenzamos a preparar la habitación del bebé. Poco después, una revisión médica en el trabajo aconsejó a Annie ir a hacerse unas pruebas. No le di importancia. Incluso bromeé con ello, y ahora me reconcome por dentro. ¿Cómo iba a imaginar yo que era el principio del fin?
Cáncer. Un tumor cerebral del tamaño de una almendra y creciendo. Mi mujer, embarazada de cuatro meses, tenía cáncer. No, no era justo. ¿Por qué el Dios en quien ella tanto confiaba y tanta fe tenía le hacía ahora esto? Me sentía estafado, como si me hubieran arrancado de mi vida y empujado en la de otra persona. Cada día que pasaba era una tortura y un consuelo, un día menos para acabar con todo, un día más para pasarlo junto a Annie. Ella parecía haberlo aceptado, lo cual no hizo más que conseguir que yo me negara a hacerlo. Las constantes visitas al hospital me estresaban, me costaba dormir y hace tiempo que dejé mi trabajo para poder estar con ella. Por supuesto que no le conté a Annie que en realidad me habían echado por romperle la nariz al imbécil de mi jefe. Me ayudó a superar el estrés temporalmente, pero era mejor no preocuparla más de lo debido. A veces, cuando me asaltaba el insomnio mientras ella dormía plácidamente me preguntaba cómo era posible que estuviera tan serena cuando en su interior se estaba librando una batalla, un pulso entre la vida y la muerte.
Es curioso lo vacía que se me antoja esta escena tan rebosante de belleza ahora que sé que estoy tan cerca del final. Tal vez es porque los atardeceres están hechos para verlos con ella. El viento sopla y me recuerda lo cerca que estoy del abismo. Un escalofrío me recorre la espalda. Soy un cobarde. Me falta valor para enfrentarme a la vida y sin embargo me aterra la muerte. Creo que nada de esto es justo.
El sonido de mi móvil interrumpe mis pensamientos. Respondo a desgana y salgo corriendo escaleras abajo, y al llegar a la calle cojo un taxi al hospital. Al llegar casi se me olvida pagar al taxista, al que creo que doy por equivocación un billete de cincuenta, pero no me paro a pensar en eso y me lanzo a la carrera por los pasillos en busca de la habitación de Annie. La encuentro y abro la puerta, en el interior la encuentro a ella, mi ángel, tan guapa como siempre, sin un solo pelo en su cabeza. Al verme, sonríe primero con los ojos.
 -¡Hola! Estoy aquí, ¿he llegado a tiempo? –digo con la respiración entrecortada.
 -Sí, amor mío, llegas justo a tiempo. –dice, sonriendo con ojos llorosos.
 -Esto me recuerda al día que nos conocimos… -comienzo a decir, pero me detengo al pensar en todo lo que puede ocurrir si algo sale mal. Entonces rompo a llorar.- No quiero perderte Annie –consigo decir entre sollozos-, no lo soportaría. No otra vez.
 -Shh, no tengas miedo –empieza ella, acariciándome el pelo-. Recuerda que cada vez que Dios cierra una puerta, abre una ventana. Y yo confío plenamente en Él.
Un huracán de pensamientos surcan mi mente. Siento que se me nubla la vista y me mareo. Siento que de nada sirve luchar.
 -Soy un cobarde, Annie.
 -Mírame. Eh, hablo contigo, mírame a los ojos –la miro y me pierdo, puede que por última vez, en esos ojos azules que tanto me habían dado-. Eres la persona más valiente que conozco.
Me da tiempo a darle un último beso antes de que le diera otra contracción. Decido quedarme con ella todo el tiempo que sea necesario. Tras un número incontable de contracciones, la comadrona ordena a Annie que empuje con todas sus fuerzas, y entonces se desmalla. Una máquina al lado de la camilla comienza a emitir sonidos extraños y las enfermeras me sacan de la habitación. De pronto me he quedado fuera sin tiempo de procesar lo que acaba de ocurrir. Tirado en el suelo del pasillo pasan las horas y mi ansiedad no hace sino ir en aumento hasta que se abre la puerta del paritorio a la hora del amanecer. La comadrona se dirige a mí con gesto apesadumbrado y me temo lo peor.
 -Lo siento mucho, no hemos conseguido salvar a Annie. Ha sufrido un derrame…
Ni siquiera me molesto en intentar escuchar lo que me dice. La vida ha acabado para mí. Ni siquiera tengo ganas de llorar. No tengo fuerzas. De repente contemplo la dulce idea del cemento del suelo pétreo acercándose hacia mí, la caída sin retorno, la salvación.
 -Sin embargo también hay buenas noticias. Creo que hay alguien a quien le gustaría conocerle, señor.
Una segunda enfermera sale del paritorio cerrando la puerta tras de sí. Portando algo entre sus brazos. Aturdido, de pronto me doy cuenta de que estoy sujetando el bulto que antes llevaba la enfermera. ¿Qué es esto? ¿Por qué sigo aquí?
 -Y bien, ¿qué cree?
Bajo la vista hasta aquello que reposa sobre mis brazos y descubro algo que no esperaba. Veo unos ojos azules como el mar que me devuelven la mirada. Unos ojos que son como dos ventanas desde las que se ve el cielo. Unos ojos que, al verme, se anticipan a sus labios para sonreír. Primero los ojos, después los labios. Y entonces, lo entiendo. Nada ha tenido nunca tanto sentido como ahora.
Nunca he sido muy creyente. Pero, ¿que qué creo?
 -Creo –respondo sin levantar la vista- que se llama Ángela.


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