AZUL
CIELO
Desde aquí arriba se ve
toda la ciudad. Una suave brisa me acaricia la cara y respiro profundamente.
Estoy congelado a pocos pasos del precipicio, incapaz de dar ni uno solo más.
No, aún no. Cierro los ojos y pienso en lo que me retiene en tierra. Annie. Eso
es todo, pero es más que suficiente. Miro a mi alrededor para asegurarme de que
no hay nadie más en la azotea. Una vez seguro, puedo relajarme un poco y
contemplar la luz naranja del atardecer sobre los edificios que proyectan
largas sombras sobre las calles llenas de gente. Personas únicas e irrepetibles
allá donde mires, que tienen sus propios problemas, que viven y sobreviven como
pueden. Personas con miles de historias que contar. Personas que sienten.
Personas que ríen. Personas que lloran, y otras que consuelan. Personas que
aman. Personas que comprenden y perdonan. Personas que temen. Personas que
anhelan. Personas que, a diferencia de mí y a pesar de todo, aman la vida.
Personas inocentes y sin más culpa que la de haber nacido en un mundo tan despiadado
como este con la pobre ilusión de encontrar algo que apreciar en él.
No me remuerde la
conciencia el saber que, si tuviera oportunidad, daría todas y cada una de sus
vidas por salvar la de ella. Sin pensármelo un solo segundo.
Lo más normal en estos
casos es rezar a Dios, para tratar encontrar esperanza donde no la hay, pero
deseché esa opción hace tiempo. Nunca he sido muy creyente, aunque he de
admitir que durante un tiempo me planteé si de verdad Dios había puesto un
ángel en la tierra solo para mí. Annie… aún recuerdo cómo empezó todo.
Mis padres me
abandonaron cuando yo tenía solamente unos pocos meses, y fui acogido por mis
tíos, tras cuya muerte comencé a vivir en un orfanato a las afueras de la
ciudad. Cuando tenía diez años no tenía muchos amigos. A decir verdad, no tenía
ninguno. Era un niño enclenque y delgaducho sin ningún reparo a la hora de
decir lo que pensaba, lo que en ocasiones me costaba meterme en peleas de las
que nunca salía bien parado. Mi testarudez era algo así como diez veces mayor
que mi inteligencia. Cierto día que pasé frente a un parque paseando, vi a unos
niños mayores que yo, que solían meterse conmigo en el orfanato, molestando a
una niña. No soportaba ver a otra gente sufriendo lo que yo sufría en una dosis
diaria, por lo que corrí a defenderla. La paliza fue brutal, más fuerte que
otras veces, pero incluso con los ojos entrecerrados por la hinchazón y con la
vista nublada por la sangre pude vislumbrar por primera vez su rostro. Su cara,
blanca y redondeada, estaba enmarcada por unos rizos negros como el carbón. Su
nariz pequeña y sus labios rosados eran la muestra más perfecta de armonía que
había visto, pero sus ojos, tan azules como el cielo, fueron la razón de que me
enamorara de ella.
- G-gracias –me dijo con voz entrecortada y
llorosa mientras se secaba las lágrimas-, has estado muy bien ahí. Esos niños
son estúpidos, querían que fuera con ellos pero yo no quería. Me estaban
haciendo daño pero entonces has llegado tú y me has… me has salvado. Gracias.
-De nada. –dije sin más. Sonreí y di media
vuelta. No quería estropear lo único bueno que había hecho en meses con mi
inmensa bocaza.
Me estaba alejando
sintiéndome muy extraño, pero entonces aquella niña se me puso delante,
cortándome el paso.
-Tú no hablas mucho ¿no, niño?
-Casi que al revés, es lo malo.
Sus ojos azules me
escudriñaron un momento como sin comprender. Entonces sonrió, primero con los
ojos y después con la boca, y rio, divertida. No comprendía que estaba
ocurriendo, ni siquiera me enteré de lo que me dijo después, aún estaba
embelesado por su forma de sonreír. Primero con los ojos, luego con la boca.
Cada vez me sentía más extraño, sentía que algo dentro de mí estaba fuera de su
sitio.
-Me llamo Annie –dijo-. Vamos a dar un paseo.
El año que siguió fue
el más feliz de mi infancia. Annie y yo éramos los mejores amigos y estábamos
siempre juntos. Nuestro pasatiempo favorito era sentarnos en un banco comiendo
un helado e inventarnos historias de la gente que pasaba caminando. Me sentía
en familia con Annie. Me encantaba hacerla reír. Cuando lo conseguía podía ver
como sus azules ojos se entrecerraban justo antes de la sonrisa, y me invadía
una profunda felicidad. Ella vivía en el orfanato contiguo, solo para chicas.
En el muro que separaba nuestros orfanatos había un ladrillo suelto que
utilizábamos como buzón secreto para escribirnos cartas. A veces ella venía
hacia mí y me abrazaba sin motivo aparente, pero notaba cómo sus lágrimas caían
sobre mi hombro, y yo simplemente la abrazaba hasta que se le pasara, nunca
hice preguntas. Llegué a conocerla mejor que a mí mismo, y por eso me dolió
tanto cuando, al año siguiente, una familia de otra ciudad la adoptó y la
separaron de mi lado. Fue como si me arrancaran una pierna y un brazo. En
nuestra despedida no encontré las palabras adecuadas para confesarle lo que
sentía. Mi mente era un torbellino de emociones y sentimientos que luchaban por
salir al mismo tiempo y se bloqueaban mutuamente. Antes de que pudiera decir
nada, me dio un beso en la mejilla y, sin más, se fue.
El vacío que Annie dejó
en mí me acompañó los siguientes diez años, hasta que un día, un capricho del
destino quiso que mi mirada se encontrara con la suya en la estación de tren.
Tuve que frotarme los ojos para asegurarme de que aquello era real. ¿Eran
aquellos ojos azules que me miraban con perplejidad como reflejo de los míos,
los mismos que hacía diez años me habían visto alejarme desde un coche?
Comenzamos a caminar el uno hacia el otro, sin mudar nuestra expresión, y
después aceleramos la marcha hasta que sin darnos cuenta estábamos corriendo.
Nos fundimos en un abrazo y el tiempo se detuvo. Quién sabe si estuvimos así un
segundo, un minuto o una hora. Por unos instantes, solo existíamos nosotros.
Cuando volvimos a la realidad nos fuimos a dar un largo paseo, sin importarnos
que nuestros billetes de tren se volvieran inservibles. Hablamos de todo y de
nada, de lo que habíamos hecho y nos había pasado desde que nos separamos hasta
nuestro reencuentro. Aunque he de admitir que había ratos en que no escuchaba
lo que me decía, simplemente me limitaba a contemplarla, a admirar su belleza,
a maravillarme con sus ojos como había hecho en otro tiempo.
-¿Crees que ha sido casualidad que nos hayamos
vuelto a encontrar? –dijo ella, pensativa- Yo creo que no, creo que debe haber
sido Dios el que nos ha llevado el uno hasta el otro. No puede ser mera
coincidencia. ¿No crees?
-Creo… -respondí perdiéndome de nuevo en su
mirada- Creo que deberíamos casarnos.
Annie se quedó
mirándome, sorprendida, luego comenzó a
reír.
-¿Tú crees? Bueno, no es tan mala idea, ya
hablaremos de eso, ahora vamos a tomar un helado.
Un año y seis meses más
tarde Annie y yo nos casamos. Ahora entendía a lo que la gente se refería con
la palabra felicidad, hasta entonces en desuso en mi vocabulario. Compramos una
casa pequeña pero bonita a las afueras. Pronto Annie se quedó embarazada y
comenzamos a preparar la habitación del bebé. Poco después, una revisión médica
en el trabajo aconsejó a Annie ir a hacerse unas pruebas. No le di importancia.
Incluso bromeé con ello, y ahora me reconcome por dentro. ¿Cómo iba a imaginar
yo que era el principio del fin?
Cáncer. Un tumor
cerebral del tamaño de una almendra y creciendo. Mi mujer, embarazada de cuatro
meses, tenía cáncer. No, no era justo. ¿Por qué el Dios en quien ella tanto
confiaba y tanta fe tenía le hacía ahora esto? Me sentía estafado, como si me
hubieran arrancado de mi vida y empujado en la de otra persona. Cada día que
pasaba era una tortura y un consuelo, un día menos para acabar con todo, un día
más para pasarlo junto a Annie. Ella parecía haberlo aceptado, lo cual no hizo
más que conseguir que yo me negara a hacerlo. Las constantes visitas al
hospital me estresaban, me costaba dormir y hace tiempo que dejé mi trabajo
para poder estar con ella. Por supuesto que no le conté a Annie que en realidad
me habían echado por romperle la nariz al imbécil de mi jefe. Me ayudó a
superar el estrés temporalmente, pero era mejor no preocuparla más de lo
debido. A veces, cuando me asaltaba el insomnio mientras ella dormía
plácidamente me preguntaba cómo era posible que estuviera tan serena cuando en
su interior se estaba librando una batalla, un pulso entre la vida y la muerte.
Es curioso lo vacía que
se me antoja esta escena tan rebosante de belleza ahora que sé que estoy tan
cerca del final. Tal vez es porque los atardeceres están hechos para verlos con
ella. El viento sopla y me recuerda lo cerca que estoy del abismo. Un
escalofrío me recorre la espalda. Soy un cobarde. Me falta valor para
enfrentarme a la vida y sin embargo me aterra la muerte. Creo que nada de esto
es justo.
El sonido de mi móvil
interrumpe mis pensamientos. Respondo a desgana y salgo corriendo escaleras
abajo, y al llegar a la calle cojo un taxi al hospital. Al llegar casi se me
olvida pagar al taxista, al que creo que doy por equivocación un billete de
cincuenta, pero no me paro a pensar en eso y me lanzo a la carrera por los
pasillos en busca de la habitación de Annie. La encuentro y abro la puerta, en
el interior la encuentro a ella, mi ángel, tan guapa como siempre, sin un solo
pelo en su cabeza. Al verme, sonríe primero con los ojos.
-¡Hola! Estoy aquí, ¿he llegado a tiempo?
–digo con la respiración entrecortada.
-Sí, amor mío, llegas justo a tiempo. –dice,
sonriendo con ojos llorosos.
-Esto me recuerda al día que nos conocimos…
-comienzo a decir, pero me detengo al pensar en todo lo que puede ocurrir si
algo sale mal. Entonces rompo a llorar.- No quiero perderte Annie –consigo
decir entre sollozos-, no lo soportaría. No otra vez.
-Shh, no tengas miedo –empieza ella,
acariciándome el pelo-. Recuerda que cada vez que Dios cierra una puerta, abre
una ventana. Y yo confío plenamente en Él.
Un huracán de
pensamientos surcan mi mente. Siento que se me nubla la vista y me mareo.
Siento que de nada sirve luchar.
-Soy un cobarde, Annie.
-Mírame. Eh, hablo contigo, mírame a los ojos
–la miro y me pierdo, puede que por última vez, en esos ojos azules que tanto
me habían dado-. Eres la persona más valiente que conozco.
Me da tiempo a darle un
último beso antes de que le diera otra contracción. Decido quedarme con ella
todo el tiempo que sea necesario. Tras un número incontable de contracciones,
la comadrona ordena a Annie que empuje con todas sus fuerzas, y entonces se
desmalla. Una máquina al lado de la camilla comienza a emitir sonidos extraños
y las enfermeras me sacan de la habitación. De pronto me he quedado fuera sin
tiempo de procesar lo que acaba de ocurrir. Tirado en el suelo del pasillo
pasan las horas y mi ansiedad no hace sino ir en aumento hasta que se abre la
puerta del paritorio a la hora del amanecer. La comadrona se dirige a mí con
gesto apesadumbrado y me temo lo peor.
-Lo siento mucho, no hemos conseguido salvar a
Annie. Ha sufrido un derrame…
Ni siquiera me molesto
en intentar escuchar lo que me dice. La vida ha acabado para mí. Ni siquiera
tengo ganas de llorar. No tengo fuerzas. De repente contemplo la dulce idea del
cemento del suelo pétreo acercándose hacia mí, la caída sin retorno, la
salvación.
-Sin embargo también hay buenas noticias. Creo
que hay alguien a quien le gustaría conocerle, señor.
Una segunda enfermera
sale del paritorio cerrando la puerta tras de sí. Portando algo entre sus brazos.
Aturdido, de pronto me doy cuenta de que estoy sujetando el bulto que antes
llevaba la enfermera. ¿Qué es esto? ¿Por qué sigo aquí?
-Y bien, ¿qué cree?
Bajo la vista hasta
aquello que reposa sobre mis brazos y descubro algo que no esperaba. Veo unos
ojos azules como el mar que me devuelven la mirada. Unos ojos que son como dos
ventanas desde las que se ve el cielo. Unos ojos que, al verme, se anticipan a
sus labios para sonreír. Primero los ojos, después los labios. Y entonces, lo
entiendo. Nada ha tenido nunca tanto sentido como ahora.
Nunca he sido muy
creyente. Pero, ¿que qué creo?
-Creo –respondo sin levantar la vista- que se
llama Ángela.
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