Joaquín Zamora (8 segundos)




8 SEGUNDOS

El despertador cacarea inundando la escena. A la hora exacta en que ayer sonó, y que también lo hizo hace dos días, exactamente igual que cualquier día de cualquier mes de los últimos años.
Tres segundos, dos, uno. Abre los ojos. Cinco segundos, otra nueva cuenta atrás, calla esa tortura y observa el techo, vigilando que no le engulla en cualquier momento.

Cada porción de hechos que se van sucediendo están metódicamente vividos y repasados para que ni una milésima pueda permitirse el lujo de huir. Calienta la leche en el microondas, un minuto y 3 segundos exactos, jamás podrán ser 2 o 4 segundos, siempre quedarán reservados para el próximo día o la vez anterior.

Gastado hasta el último suspiro del reloj y hundiendo sus dedos para acariciar el cuello de su ojo derecho, mira a su amo y señor que reposa atado para no volar en su muñeca izquierda. Cada movimiento del segundero marca su siguiente acto y después el próximo pero esperando y manteniendo la pausa suficiente para no empujar atrás el tiempo.
Entonado al compás y partitura que dirigen los minutos y ordenan las campanas ahí afuera comienza la hora de ensayarse en su propio ataúd. Hoy de traje negro.

Ahogado en el más seguro de sus días y vivencias, probablemente asfixiado por el continuo paso indiferente de los días, pero sin duda acunado y respaldado por el desconocimiento de la más lenta de las muertes.

Con el rumbo fijado pero sin tener noción del recorrido, el lugar en el que desempeña su oficio es la meta más clara. Siempre jugando entre las mismas caras y sin conocer nuevas avenidas. El semáforo ya domado por la experiencia luce su verde parpadeante, esperando a que toque la acera su pie derecho para enrojecerse y mostrar su enfado por no poder vencer a ese hombre que siempre cruza a la misma hora.

Bien llegado a la oficina e inmiscuido en algún mundo que no esté muy lejano ni muy diferente anda cruzando sus ojos con el límite de cada recuadro que forma el suelo por el que pisa.
Sin erguir la mirada ni socializar su rostro con quienes apenas reparan en su presencia continúa su camino enmigado día a día.

Otro día más. Sumiéndose a la voluntad del tiempo, haciendo del reloj su amo y señor.

Otra ida menos y la próxima vuelta a sumar, o restar. Otra semana más o una menos

Otro nuevo desentierro, un continuo seguir los pasos del juego, sin pasar por alto un solo escalón, una simple casilla. Implosionado en el más árido paisaje toma el marco de la puerta, atravesándolo y siendo la mayor de sus conquistas. De este modo vuelan y quedan enterrados los días, los meses, los años.

De vuelta a casa, enredado en el guión impoluto en que ha quedado enmarcado, plastificado más bien, es víctima del vaivén de las olas. Su mirada es retada por un pañuelo estampado, bonito, igual algo hippie, tal vez esté hecho a mano. Una vez tomada su atención, comprueba su destreza para el vuelo y emprende la emancipación del brazo que lo portaba, precipitándose contra los adoquines encrudecidos, no sin antes contonearse para que José lo vea.

Trastocando toda su compleja estructura de enredaderas o de vías enlazadas.

Hace un esfuerzo por alcanzar la prenda que hubiere caído.

Se sorprende inspirando 21 gramos de frescor, tal vez una nueva sensación, o tan vieja que había quedado suprimida.

-Perdone se le ha caído- Fue todo lo que consiguió dialogar, más bien escupir de sus labios. Todo agradecimiento sería  poco si fuere comparado con el que le supuso disfrutar aquella sonrisa.

 Fue un golpe suficientemente duro como para destruir la enmarañada columna de normas y directrices por las que se guiaba. 8 segundos en vislumbrar aquel vago reflejo. 8 segundos de diferencia entre ese día y los demás por los que andaba retorciéndose.
No creía que existiese el amor, era tan sólo un oasis, un espejismo.
Retomó su ruta, se reenganchó de nuevo y a prisa montó sobre su vía por miedo a
descarrilar.

En los 9 minutos y 23 segundos que le costaba alcanzar su ya domado semáforo, no consiguió borrar esa mujer y mucho menos la idea de amor, probablemente demasiado abstracta como para poder plasmarse en ella.

Encarando el cruce bajo la atenta mirada de ese hombrecillo que parpadea, lo toma y antes de tomar la mitad de la calzada, el intermitente verde se enrojece.

José completamente ajeno a la existencia de dicho semáforo, agarrado a la experiencia y la noción de que ese cruce siempre anda verde, camina ingenuo al mundo, a la realidad.

Mientras, la rueda continua su giro, el viento sigue soplando y la vida persiste con su constante porvenir.

Los coches alentados por el verde reflejo sobre sus corazas, descifran la ecuación y ruedan calle abajo cortando el aliento.

Desbrozan el tiempo, al tiempo que arbolan el futuro y deshojan una vida. El canto ahogado y seco de los frenos se hace eco augurando un espejismo esquematizado. El desenlace se mantiene sostenido por cristales deshilachados hasta que son los espejos del sol los que arrollan a José.

Derramado en el asfalto, inerte, lanza una última escucha, su última visión. La muerte no era ya un visitante a media noche, era el autentico, quien preguntaba por sus 21 gramos.

Llegó el día en que se desparramó el tintero en su impecable caligrafía, llegó la brisa desvelando sus planes, y levantando faldones de acero. Llegó la pura realidad llevándose consigo la mas inhumana tortura, vivir sin vivir. Llegó al fin la libertad, por 8 segundos.

Siempre vivió entre dos puertas, de las que jamás tuvo noción por no pagar los 8 segundos que le abrieron el corazón.

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