A 6.939 KILOMETROS
20 de
agosto del 2013. Por fin llegó el gran día en el que todo iba a cambiar. Bajo
del avión tras 13 horas de vuelo con escala. “Bienvenido a Minnesota”, decían
los carteles de aquel aeropuerto. Pero el entusiasmo y las ganas no me daban
descanso. “Salida: puerta 6” era lo único en lo que mi mente pensaba. Y es que
habían sido tantos días imaginando este momento, que no podía concentrarme en
otra cosa que no fuera salir de allí y encontrar a mi familia de acogida. Ahí
estaban, esperándome con un cartel que decía mi nombre, y con una gran sonrisa.
“Bienvenida, Marta”. Pasan los días. Parecía
que las cosas iban viento en popa. Primer objetivo conseguido. Ya he llegado,
ya conozco a mi familia… ahora solo falta empezar el colegio, lo que acaparaba
la mayoría de mis preocupaciones.
Primer día de instituto. 3 de
septiembre a las 6:30 de la mañana, miro a la ventana y ahí estaba el autobús
amarillo, esperándome para llevarme a clase. Subo al autobús, los niños hablan,
siento que la gente me observa y se pregunta quién será esa chica a la que
nadie conoce. Me limito a irme al final del autobús y escuchar música, y,
considerando la hora que era, intentar dormir. El autobús frena, los alumnos
salen… habíamos llegado al instituto.
Salgo sola, busco mi taquilla, dejo los libros y llego a
clase. A pesar de contar con la mejor actitud posible, lo único que deseaba era
que se acabara ese día. Encontré a una estudiante alemana en mi misma situación
y la tome como apoyo durante esta larga mañana. Volví a casa al mediodía, no tenía
nada que hacer. Pensaba en mi familia y amigos y no podía contenerme las lágrimas.
A menudo me preguntaba que hacia allí, tan lejos de mi vida y de todo lo que
quería… Y no entendía mi decisión de irme de España. Ni siquiera podía
comunicarme con la gente debido a mi bajo nivel de inglés.
Fueron días duros. A medida que
pasaban, mi estancia en Minnesota mejoraba. La gente del instituto se
interesaba por mi cultura y por conocerme, e iba ganando de nuevo la ilusión…
tachando los días restantes para mi vuelta a España.
Todo volvió a decaer con la llegada
del invierno. Con metros de nieve taponando la puerta y escalofriantes
temperaturas en el exterior, ¿Cómo iba a conseguir aguantar 6 meses más en semejantes condiciones? Lo único que
conseguía el no poder salir de casa era entristecerme y acordarme de lo que
había dejado atrás. Semanas y semanas sin poder ir al colegio, la parte del día
que para mí era la favorita y que me permitía estar con mis amigos.
Al cabo de unos meses, acostumbrada al invierno en este
lugar, era feliz de nuevo. Había conseguido adaptarme y adoraba mi nueva vida.
Cada día era mejor que el anterior, y cesó mi aburrimiento. A diario conocía a
gente nueva y eso me hacia continuar con más entusiasmo.
Tal vez no sea la maravillosa experiencia que todos los
estudiantes de intercambio cuentan, pero estoy segura de que todos pasamos por
lo mismo. Hay muchos motivos por los que hacer un intercambio, pero estos
resultan irrelevantes una vez lo has terminado. Echas la vista atrás y ves como
poco a poco saliste del agujero en el que estabas, y lo mejor de todo es que saliste
sola, con la ayuda de todas las personas que han estado apoyándote, tanto desde
una parte del mundo como la otra.
Miras atrás y ves que lo que en un principio pensabas que
suponía perder un año de tu vida, ha resultado
ser un año ganado con creces, junto a una experiencia inolvidable. Y,
sobretodo, con personas que vas a mantener durante toda tu vida. Amigos con los
que, a dia de hoy, hablas todas las semanas y no podrías perderte un solo
acontecimiento de su vida. Un nuevo
hogar, y, sobretodo, una nueva familia. Un “abuelo” similar a los que aparecen
en las películas americanas y nunca tuviste, o una “madre” que se preocupa por
ti dia a dia, que sigue mostrándose presente a pesar de estar a 6939 kilometros
de distancia y que va a estar conmigo durante toda mi vida.
Mi vida corriente y mi vida americana de un año estarán para
siempre unidas en mi corazón.
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