Juan Quijano (Peleas de niños)



PELEAS DE NIÑOS

Museo del Bicentenario, Buenos Aires, 14 de junio de 2012, han pasado 30 años desde el final de la Guerra de las Malvinas, y supervivientes como Mauricio Godoy son invitados al evento para contar su historia.
A Mauricio le tiembla todo el cuerpo, odia hablar en público pero nunca ha tenido más ganas de hacerlo; una mujer sale al escenario y dice su nombre; Mauricio,  nervioso, se pone frente al público, y con una voz temblorosa empieza a contar:
“Aún recuerdo que aquella mañana nos levantamos todos de buen humor, era un día soleado de invierno y además estaban poniendo el nuevo capítulo de “El Chapulín Colorado”, que salía todos los miércoles, pero en aquel preciso instante ocurrió algo que jamás habría pensado que podría ocurrir, sonaron tres golpes en la puerta, tres golpes que cambiarían el futuro de mi familia, cuando fui a abrir me encontré a dos oficiales vestidos de verde con decenas de hojas rellenas de nombres que me preguntaron: “¿Es esta la familia Godoy?”, yo, sin mucha seguridad les respondí que sí que lo éramos, y me ordenaron a que llamase a mi hermano y a mi padre. Preocupado, fui a por ellos, y una vez que estábamos los tres en la puerta nos dijeron “Hoy hemos recibido órdenes del General Galtieri diciendo que se va a producir un tercer desembarco en Las Malvinas; el Gobierno necesita la ayuda de los jóvenes que están haciendo el servicio militar en la provincia de Córdoba para dicho desembarco, salen ustedes dentro de una semana hacia Puerto Belgrano y de allí tardarán 4 días hasta desembarcar en Puerto Rivera, en Las Malvinas”.
Sentí mariposas en el estómago, solo tenía 17 años y estaba a una semana de ir a la guerra; miré a mi hermano gemelo, que estaba aun más impactado por esas palabras que yo, y sin saber que hacer me encerré en mi cuarto y miré el calendario; 17 de mayo de 1982, un mal año para un país tan grande como lo ha sido Argentina, se escuchaban gritos desde la cocina; mi madre estaba llorando y mi padre gritaba rabiosamente a mi hermano Juan, que se negaba a ir a Rivera: “Normal, lo que le esperaba era un absoluto infierno”, pensé para mis adentros; acto seguido Juan se fue de casa durante dos horas y cuando volvió se encerró en su cuarto, a los 2 minutos se escucharon dos disparos y los gritos desconsolados de mi hermano, que como no quería ir a la guerra decidió dispararse en las piernas.
Aquella semana fue sin duda la peor semana de mi vida; mi hermano estaba en el hospital y mi madre cuidando de él, mientras que yo estaba en casa solo con mi padre, que se pasó los siete días bebiendo; el miedo y la soledad me estaban consumiendo por dentro. Llegó el miércoles y mi padre me llevó al hospital para decir adiós a Juan y a mi madre, y luego a la estación de trenes, donde había otros 200 chicos como yo, algunos eufóricos y otros con una cara que expresaba terror en su más puro estado; me despedí de mi padre y me subí al tren, donde vi sentado a Simón, mi amigo en el jardín de infancia, estaba feliz, porque por primera vez iba a poder matar a esos “malvineros”, el pobre estaba contento porque no sabía el escenario que le esperaba en las islas, Galtieri decidió no informarnos sobre las batallas tan brutales que se estaban librando para mantener arriba los ánimos. Todavía creo que, Juan no hizo del todo mal al dispararse en las piernas, ya que a algunos les esperaban cosas mucho peores.
A nuestra llegada a Puerto Rivera, algunos amigos de la escuela y yo fuimos a emborracharnos, ya que nuestro sargento nos había dado la tarde libre; dormimos en el cuartel, y al día siguiente nuestro barco zarpaba a las 6 de la mañana, los cuatro días que duró el viaje fueron todo juergas y, aunque cada vez hacía más frío, la gente seguía con la misma energía, alegría y a la vez miedo que tenía en el puerto, creando una extraña y dolorosa atmósfera en el barco.
Cuando avistamos la Isla de la Soledad, a todos se nos quitó la sonrisa de la cara, se escuchaban disparos y gritos y bombas arrasando las islas, se veían cazas británicos y argentinos derribándose los unos a los otros y barcos de los dos países enfrentados en una escena que aún hoy me trastorna el sueño.
Nos bajamos y nos subieron a unos camiones, donde nos llevaron a una base militar improvisada, en la que nos dieron los uniformes, comida y una cama; al día siguiente iríamos a pelear. En la cena se nos presentó el General Menéndez, que con un aspecto férreo nos dio ánimos y nos deseó suerte, yo noté en su voz que algo no iba bien, pero decidí callarme por el bien de todos.
Llegó el gran día, nos levantaron unas bocinas, estaba nerviosísimo y sentía unas nauseas increíbles, pero me tomé mis gachas y salimos en camiones al campo de batalla, nada más bajarnos, fuimos corriendo a nuestras trincheras y nuestro sargento nos apuñaló con la amarga verdad, los ingleses estaban ganando la guerra porque estaban mejor equipados y habían tomado gran parte del territorio, pasaron dos minutos y mi tropa salió a darlo todo, yo entre ellos, lo primero que vi cuando me quise dar cuenta fue a Simón, que hace unos días estaba tan contento de matar ingleses, en el preciso instante en el que recibía un disparo en la cabeza de parte de un inglés.
Tras unos 40 minutos de disparos y de ver pobres adolescentes como yo morir, tomamos el puesto de los británicos, una de las últimas victorias que tuvimos a partir de aquella, mi escuadrón y otros cuatro más se replegaron y tras cinco días de batalla, solo éramos uno, yo perdí la audición en un oído y la sensibilidad de mi pierna y brazo izquierdo por una granada que me estalló cerca.
Dos semanas después, y con un trauma que aún hoy me persigue, me encontraba de vuelta en Córdoba, Juan había perdido las piernas, habíamos perdido la guerra, y yo, incapaz de aguantar la tristeza que se vivía en mi casa, decidí escaparme a Buenos Aires, donde me saqué la carrera de periodismo con una media impecable; trabajé 25 años en la prensa del teatro Colón, donde llegué a ser el jefe de prensa, y cuando tuve el dinero suficiente para vivir sin trabajar más, me compré una estancia en Jujuy, donde me encuentro ahora, aislado del mundo, sin esconder las paranoias que me surgen a todas horas del día y sin hablar con nadie, solo con la ama de llaves, que me hace la comida y la cena.
Mi nombre es Mauricio Godoy y esta es la historia de cómo por la ira de dos personas sentadas en sus despachos como lo fueron Margaret Thatcher y Leopoldo Galtieri murieron cientos de personas y miles como yo nos hemos arruinado la vida, espero que sirva como una lección, ya que con palabras se podría haber llegado a un acuerdo pacífico y a miles de jóvenes argentinos e ingleses no nos habrían arrancado la inocencia a disparos.”
El público, entre lágrimas se pone en pié, y Mauricio, contento y triste a la vez, se sienta, sabiendo que es la primera vez desde entonces que cuenta lo que le ocurrió en las Malvinas.

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