Carlos Colín (Un día en el monte)



UN DÍA EN EL MONTE

Nos costó desperezarnos después del pesado viaje del día anterior. Aburrimiento y tedio en el acostumbrado atasco de la Nacional 1, como es natural, en la víspera de un largo puente. Serpenteante fila de coches con una larga hilera de luces, camino hacia unos prometedores días de descanso y huida de lo cotidiano en nuestro rinconcito de la Sierra.

Era una bonita y gélida mañana de otoño y el sol empezaba a calentar y ofrecía una bonita luz plata reflejada en cualquier objeto sin ningún pudor.  Mi padre ya levantado desde muy temprano, regresó a casa con unos sabrosos dulces que nos darían en el desayuno las fuerzas suficientes para el día que nos esperaba. Harinados, tortas de manteca, rosquillas y roscos, rematados por unas hogazas de pan y tortas de aceite que convenientemente acompañadas de ricas viandas, nos acompañarían durante nuestra excursión por el Monte en busca de boletus y setas.

Después de coger fuerzas, y abrigarnos convenientemente (nunca lo suficiente según mi madre) nos dispusimos los 4 miembros de mi familia - papá, mamá, mi hermana pequeña y yo- a recoger en la “cochera” los elementos necesarios para pasar nuestro día en la naturaleza; cestas de mimbre, navajas recolectoras, bastones y calzado adecuado.

Mal empezó el día…, nuestro coche destinado a las excursiones en el campo, tras más de tres semanas sin ser utilizado, se quejaba en cada intento que hacía papá para ponerlo en macha.  Al final hubo que arrancarlo “a empujón”, lo que no dejo de tener su “gracia”, aunque solo fuera por ver a mi hermana y mi madre empujando para que arrancara.

Por fin nos pusimos en marcha y el cielo anunciaba malos augurios, porque poco a poco se iba oscureciendo. Seguimos nuestro camino caracoleando, disfrutando de un paisaje que parecía sacado de la paleta de un pintor. Los colores en otoño siempre me han impresionado; verdes, ocres, rojos, marrones.., que iluminados con la luz, hacen un paisaje indescriptible.

Todos íbamos en silencio en el coche, cuando de repente mi padre pegó un brusco frenazo que nos sacudió a todos. El espectáculo que discurrió ante nosotros era muy bonito, ya que delante de nuestro coche pasaron seis o siete corzos corriendo con algún que otro cervatillo y todo se llenó de naturaleza y belleza.

Continuamos con nuestro viaje, acompañados por muy negros nubarrones, pero contentos por los corzos que habíamos contemplado y comentando sobre el suceso.

Por fin llegamos y nos dispusimos a buscar los boletus y setas por un paisaje que parecía sacado de un cuento… Era lo único positivo, porque del preciado tesoro que buscábamos ni rastro. Sólo mi hermana, y verdaderamente por pura casualidad, encontró dos hermosas setas, ante el regocijo de todos los acompañantes, para “auto animarnos” en lo que parecía una empresa imposible.

Las figuras de los componentes de nuestra expedición, con su variado colorido, contrastaban con los colores del monte y poco a poco todo se iba oscureciendo hasta que empezó a llover. Lo que en principio era un hilito de lluvia, se convirtió en fuertes algarazos de agua y viento. Empapados y cansados nos dispusimos a buscar una vieja cabaña de pastores que había en el bosque, para resguardarnos de la lluvia.

Por fin la encontramos, pero al irnos acercándonos vimos figuras inquietantes que transitaban en su interior con mucha algarabía; pero nuestro frío y humedad ganaron a nuestro miedo y al abrir la puerta de la cabaña, un gran número de corzos salieron disparados de ella, presos del miedo.

Entramos en silencio y observamos una leve figura reflejada en las sombras de la cabaña. Se trataba de un pequeño cervatillo que no tendría más de 7 días y que no había tenido la fuerza suficiente para huir. Estaba asustado y temblando de frio. Mi hermana se acercó a él y después de unos instantes se dejó acariciar.

Hicimos lumbre y entramos todos en calor, incluido el cervatillo, al que le dimos un platito de leche para que cogiera fuerzas. Cuando todo estaba tranquilo y nos disponíamos a dar buena cuenta de nuestra comida, la puerta de la cabaña chirrió y se abrió, apareciendo una figura majestuosa con una inmensa cornamenta.

Todos permanecimos en silencio y solo se oyeron las patitas del cervatillo caminando hacia la puerta… Al juntarse con el imponente ciervo, miró hacia atrás...; comenzaron a correr y se perdieron por el bosque.

La lluvia había cesado y mi hermana rápidamente, saltó y corrió tras de ellos perdiéndose también por el bosque… De repente, oímos un sonido ensordecedor. Era mi hermana que comenzó a gritar.  

Todos corrimos hacia allí y la vimos tendida en el suelo con cara de felicidad. “He estado siguiendo a los ciervos, y me han traído hasta aquí…”

Ante nuestros ojos, se presentaba una imagen difícil de describir, “La más inmensa pradera jamás vista, llena de boletus y setas que puedas imaginar”. Ellos nos habían llevado hasta “nuestro tesoro”.

Por supuesto, no desvelamos en el pueblo, dónde habíamos realizado tan espectacular recolección ni el modo en el que la encontramos…; lo que sí es seguro es que todas las gentes del lugar, recuerdan nuestra “Recolección de Hongos” como la mayor de toda la Zona y una verdadera hazaña.



Carlos Colín Ponce
1ºB Bach, escrito a día 13 de noviembre de 2016

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