EL ÚLTIMO ADIÓS
Todavía
recuerdo aquellos infernales años después de la guerra, hacia 1921. Fueron los
peores años económicos que mi familia y mi país sufrieron. Mi familia apenas
podía pagar la comida suficiente para alimentarnos los cuatro. Había veces que
con suerte comíamos tres veces al día. Mi padre trabajaba todo lo que podía,
día y noche, apenas lo veíamos, era empleado en una fábrica de electrodomésticos.
Todas esas horas que mi padre sacrificaba trabajando sin descanso solo servían para
traer a casa unos cuantos montones de billetes que en realidad tenían un valor
casi nulo. La situación que sufría mi familia también se daba en otras múltiples
familias alemanas, jamás habíamos tenido que pasar por una época tan dura. Los
niños ya no jugábamos con juguetes sino con fajos de billetes porque estaban
tan desvalorizados que era más valioso un juguete que una montaña de billetes.
Recuerdo andar por la calle y oír como la gente gritaba “¡La hiperinflación
sigue subiendo!”. Yo no tenía muy claro lo que aquello significaba porque solo
tenía 14 años y asistía a la escuela cuando no era necesaria mi ayuda en casa,
por lo que mis conocimientos eran muy escasos.
La
vida de mi madre era muy rutinaria. Se levantaba a las nueve todos los días y
mi hermano y yo la ayudábamos a limpiar la casa. A las once salía de casa con
mucha prisa hacia la oficina de mi padre, para recoger el primer sueldo que mi
padre recibía del día. Acto seguido mi padre que tenía media hora libre después
de recibir su sueldo, iba con mi madre a hacer la poca compra que podían con
ese dinero porque los precios subían tan rápido que cada hora contaba. Ya no
recuerdo la última vez que vi una moneda, ahora todo se hacía en papel. Nuestra situación era realmente caótica y a
todo esto se sumó la grave enfermedad de mi hermano pequeño, los médicos le
diagnosticaron cáncer, pero no se lo pudieron curar porque estaba demasiado desarrollado
y a los dos meses falleció. La muerte de mi hermano causó una gran crisis
familiar. El estrés y la tristeza de la gente se podía notar en el aire. Las
noticias nos seguían llegando y Francia pedía de forma reiterada los pagos para
las reparaciones de la guerra. El problema era que no teníamos el dinero
exigido.
Mis
padres, sin esperanzas en un futuro próspero en Alemania decidieron mandarme
fuera del país, a Dinamarca. Fueron unos días muy tristes y después de aquella
amarga despedida en el tren, en 1922, no volví a saber nada más de mis padres.
Tuve
mucha suerte cuando llegué a Dinamarca porque a pesar de ser alemán una familia
me acogió al año de estar en un internado. Me dieron un techo, comida,
educación y la atención familiar que necesitaba. Ya han pasado 16 años de aquel fatídico día
en el que di un adiós definitivo a mi familia. Ahora por suerte la vida me
sonríe y a mis 30 años tengo dos hijos con la mujer que amo, y dos personas
maravillosas que me criaron como si fuera su hijo. Mi único deseo es que mis
padres hubieran sabido que a pesar de haber tomado probablemente la decisión
más dura de su vida, fue la más acertada.
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