Ignacio Miguel Valero (Gracias, para siempre)



GRACIAS, PARA SIEMPRE

Gracias, para siempre.

Como cada día se levantaba temprano, sin esfuerzo alguno, era su rutina, su día a día. Tan enérgico como a quien le acaban de dar una buena noticia. Poco desayuno, no era su momento favorito del día. Y antes de que te dieses cuenta él ya estaba emprendiendo un camino, un paseo lleno de saludos, reflexiones y bien estar. Esto le mantenía en forma y con fuerzas para aguantar a sus hijos, mujer y alborotadores nietos. Llegaba a casa, cansado pero contento, siempre con algo que contarnos o con alguna mejilla que apretar. Formaba parte de él. Con saber que seguíamos ahí se llenaba de alegría y energía. Como si ese paseo,  que a veces no aguantaba ni yo, no hubiese existido.

 Tomaba un vaso de agua se refrescaba y bajaba a trabajar. No tenía porque ser el mejor trabajo del mundo, pero a él le hacía la persona más feliz. Había conseguido que algo tan pequeño como una tienda de aguardiente, significase su día a día y una institución para todo aquel que lo transitaba en busca de buen licor que llevarse. Era mayor sí, pero allí era como un alma joven, ya sea porque llevaba toda su vida, porque le encantaba o a lo mejor  por mera obligación. Pero no pasa nada, si su obligación era esa, él era feliz.

Tenía un sueño. Digamos que aquella tienda era una representación en miniatura de algo de acabaría de llenarle por dentro. Un proyecto ambicioso, un proyecto que despegaría con sus hijos y que sería su seña de identidad, algo que aparte de disfrutarlo tendría que lucharlo. Claro que lo sabía, que sería duro, que tendría que hacer cosas que no le agradasen, romper con algunas de sus costumbres, pero si alguien tenía que hacerlo, se que este reto era para él.

Se pusieron manos a la obra y al cabo de unos años,  tras un gran camino lleno de esfuerzo, momentos malos que en un futuro serían recordados con agrado, en representación de su esfuerzo, allí estaba esa pequeña pero a la vez enorme nave, sí, nave. Prefiero llamarla así porque él y todos los que pusieron de su parte en ella, iban a despegar y a llegar muy lejos.

Pero bueno, me estoy yendo del tema, lo único que iba a hacer es contar su día a día. Después de trabajar por la mañana subía a casa, era la hora de comer. Nos sentábamos todos en la mesa principal de aquel comedor, decorado con estilo antiguo y recargado, lleno de historias y cachivaches con anécdotas. Él, no podía ser otro, presidía la mesa, junto a su mujer en l otro extremo.
 Yo, sin discutir con nadie y no podía ser de otra manera me sentaba a su lado, nunca me paré a pensarlo con claridad, pero ahora me doy cuenta de que era por la confianza, el bienestar que sentía a su lado. Aquí hay un recuerdo que no se me irá jamás de esta alocada cabeza. Como si de dos niños, uno de 9 años y otro de 80, se tratase, comíamos y comíamos a ver quien acaba antes, solíamos variar a la hora de quedar victoriosos. Ahora que lo pienso era un gran concursante. Teníamos un jueguecillo más, eso sí sólo jugábamos él y yo, un uno para uno. No recuerdo un rival mejor, a ver quien soltaba el eructo más grande, dentro de la educación que se pueda tener haciendo este gesto. Él siempre disparaba primero y me sorprendía de que se acordase mejor que yo de todos nuestros juegos. Entonces yo atacaba y así algunas veces hasta que salía un claro vencedor de aquella mesa grande de madera.

Llegaba la sobremesa y tan parecidos éramos, que siempre nos levantábamos los primeros y corriendo íbamos al sofá a sentarnos. Y aquí la gota que colmaba el vaso era su costumbre de cogerme los pies y darme un masaje, hasta que uno de los dos quedase rendido del sueño y empezase aquella siesta tan agradable.

No siempre todo era tanta felicidad, como comentaba antes había momentos tensos, ya que la construcción de aquella nave requería esfuerzos extras. Pero bueno me gusta quedarme con lo bueno.

Las tardes eran más distendidas, tranquilas y de planes diversos. Si eran fiestas del pueblo, os sorprenderías las ganas que tenía de ir, pero no yo, sino él. Siempre tenía unas ganas muy grandes de ir, recuerdo esta frase suya: “Vamos a las barracas”, tan simple pero tan sorprendente. Llegábamos y para él no hacía falta subirse a ninguna, yo creo que en realidad su interés por las barracas, era inexistente. El se llenaba de felicidad viéndonos a mi hermano y a mi estar subidos, gritando y disfrutando. Nosotros éramos sus barracas, nuestra sonrisa era su felicidad y adrenalina.

Me enseño cosas que no se me olvidarán jamás. Seguro que todos tenemos recuerdos, que a la vista de los demás pueden ser insignificantes, pero que para nosotros están llenos de significado, de recuerdos…

Llego al final de mi relato, por desgracia, llego al final. Su fuerza, sus ganas se veían menguadas, estaba triste y sí , estaba enfermo. Yo era pequeño y me iba dando cuenta poco a poco y de vez en cuando mis padres me iban informando de su situación. De manera leve, sin prestarle mucha atención ante mis ojos. El tenía el corazón enorme, había tenido una vida plena, él para mi era un gigante, lo más grande. Hasta que llego ese día, ese maldito día en el que ocurre lo que nunca nadie desea. Era una mañana de colegio, en la cual yo iba con todas mis ganas y mis fuerzas para empezar un nuevo día. Hasta que sonó el teléfono y la más triste de las noticias fue escuchada por mí a través del llanto de mi madre, pasado un minuto se confirmó, mi compañero, mi gigante se había ido. Me dejó, nos dejó.  Él pasó a formar parte de todos nosotros para siempre. Y ahora cada que miro al cielo es en tu búsqueda y por la paz y tranquilidad que me da saber que estas ahí.
Gracias, para siempre Abuelo.

Ignacio Miguel Valero
Diciembre 2016

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