Lucía Sanz (No tan felices años 20)



                            NO TAN FELICES AÑOS 20

Eran las 7.30 de la mañana cuando nos despertábamos mi familia y yo, teníamos un reloj que nos despertaba a todos, aunque nos habríamos despertado de todas formas con el ruido de los coches de la gran ciudad; mamá me preparaba huevos y beicon para desayunar mientras papá se tomaba un café con tostadas.


Papá me llevaba en su coche todos los días a la escuela, para después ir a trabajar al banco.
Cuando le preguntaba sobre su trabajo, él siempre me decía que lo que hacía mejoraría el futuro del país, y que gracias a hombres como él, llegaríamos a ser el país más rico del mundo. Yo no sabía muy bien de que hablaba, pero me sentía orgulloso de él y sabía que lo que hacía era bueno.


Me gustaba ir al colegio porque tenía a todos mis amigos allí y lo pasábamos muy bien. Cuando acababa el día, mi padre me llevaba a casa y me contaba cuánto dinero había ganado ese día, y lo bien que le iba en los negocios . Nuestra familia dependía de lo que él perdía y ganaba en el banco cada día. Mi padre era un buen hombre.


El día siguiente hicimos exactamente lo mismo pero, hoy papá parecía triste, y yo aunque solo fuera un niño, y no supiera mucho de la vida, me di cuenta de que algo no iba bien.


Era el 24 de octubre de 1929, y parecía que el día tampoco iba bien para el resto de la ciudad de Nueva York. Había cientos de personas gritando y quejándose en la calle y yo no entendía porqué.


Decidí no preguntar que le ocurría porque no quería ser pesado, y me limité a contarle a mi padre como había ido mi día; le conté que me había peleado con mi amigo John y que ya no nos hablábamos, sin embargo el parecía no escuchar una palabra de lo que yo decía.


Llegamos a casa y me metí en la habitación para hacer los deberes y escuché desde arriba a mis padres discutiendo. Me escondí detrás de la puerta de su habitación  para saber de qué hablaban, pero no entendía nada.
Cuando acabaron de discutir mi padre dio un portazo a la habitación y me vio escondido detrás de la puerta. Me preguntó que si lo había escuchado todo, y yo asentí. Me dijo que no me preocupara, que mamá y papá estaban pasando por una mala racha, después me besó y me llevó a la cama.


Cuando amaneció, bajé las escaleras y vi a mi padre rodeado de un montón de papeles en su despacho, me acerqué y le pregunté:

- ‘Papá , ¿estás bien?’

Él asintió y me hizo prometer que no le contara a nadie lo que me iba a decir.
Me explicó que había comprado trocitos de empresas por mucho dinero, y que ahora esos trocitos habían perdido su valor; en resumen, no nos quedaba nada,  estábamos arruinados y teníamos que ir a otro lugar del país a empezar una nueva vida.

Me dijo también que me despidiera de mis amigos sin dar explicaciones, y que les dijera que les vería más pronto de lo que ellos creían.


Era el 29 de octubre de 1929, mis padres vendieron todo lo que tenían de valor para gastárselo luego en comida para la familia.
Mi padre vendió su coche y mi madre todas sus joyas. No teníamos nada.
Recuerdo ese día como el peor de mi vida, y parece que el resto de la gente lo vivió con la misma tristeza que yo. Cientos y cientos  de personas tiradas en las calles mendigando y suplicando compasión  para que las clases que aún se lo podían permitir les ayudaran.


Incluso mi padre me dijo que había gente que se tiraba desde los tejados de las casas porque no podían afrontar sus deudas.


Aquella noche, nuestra vida cambió de repente y también la de la mayoría de los ciudadanos americanos. La sociedad, se derrumbó por completo.


Pasaron 3 semanas y aún no nos habíamos marchado de la ciudad. Yo ya no iba al colegio ya que no teníamos coche ni ningún tipo de transporte para movernos, y todo el dinero que conseguimos vendiendo nuestras pertenencias nos lo gastamos en alimentos y no nos quedaba ni un centavo.


Cada día notábamos más la escasez en general, pero vivíamos con la esperanza de que en cuanto encontráramos otro lugar en el que vivir, escaparíamos de allí rápidamente.
Nuestros recursos eran tan escasos, que muchas de las noches no había qué comer.
Supongo que yo nunca viví aquella situación tan intensamente como mis padres la vivieron, pero fueron tiempos muy complicados para todos.


Pasaron 2 semanas, y veía a mi madre pasar hambre para que yo comiera y muchas veces, la oía llorar por las noches.
Mi padre parecía ser el que mejor lo llevaba, aunque también lloraba alguna que otra vez a escondidas. Yo siempre rezaba para que todo esto se acabara, y pudiéramos salir de ahí lo antes posible.


Cuando casi habíamos perdido toda esperanza, un día la solución a todos nuestros problemas parecía haber llegado.

Aún recuerdo el día en el mis padres me dijeron que por fin teníamos la oportunidad de huir de aquella terrible depresión en la que nos encontrábamos.

-¡Hampton! Gritó mi padre ¡Hampton!

Hampton es un pequeño pueblo en el estado de Virginia donde mi padre tenía a dos primos lejanos a los que él había ayudado económicamente hace dos años, y que gracias a él ahora tenían una buena calidad de vida, y casi no se vieron afectados por la crisis.


Uno de los primos le había mandado un telegrama diciéndole que conocía las condiciones en las que se encontraba mi padre, y le había ofrecido como muestra de gratitud, una granja que habían heredado junto con un huerto abandonado.


En cuanto escuché a mi padre decir aquello, supe inmediatamente que esta era nuestra gran oportunidad, así que preparé todo lo necesario, y con una enorme sonrisa en la cara, salí de lo que consideraba ‘mi hogar’ en el cual mi familia y yo habíamos sufrido tanto esos últimos meses.


Dejamos atrás historias muy duras de familias de clase media que lo perdieron todo, por los que cada día rezamos.


A partir de entonces, Hampton se convirtió en nuestro verdadero hogar, en el que recuperé parte de mi infancia perdida.




Lucía Sanz Pardo , 1 A bachillerato

17/9/2016

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