LA OTRA CARA DE LA MONEDA
Un pitido ensordecedor me despierta de la oscuridad
en la que me hallo sumergido. Mientras mis ojos se intentan adaptar a la luz,
me doy cuenta de que no es el impacto de los rayos de sol sobre mi adormecida
retina lo que me impide ver con claridad, sino una espesa nube de polvo que se
torna a mi alrededor.
Pero no es la luz lo que me ha sacado de la
inconsciencia, sino el fuego que siento ardiendo en mi abdomen. Al dirigir mi
mirada hacia el motivo de mi dolor, me recibe una espesa y abundante capa de
sangre que empapa mi camiseta y, con ella, la pieza de metal que se halla
incrustada en mi tripa. Cuando consigo apartar mi horrorizada y sorprendida
mirada de la herida, descubro que no soy la única persona en la plaza, ¿por qué
no corren a socorrerme? Mi mirada se enfoca y desenfoca alternativa y
repetitivamente; y cuando consigo aclarar mi visión, lo que veo resuelve mi
rabiosa duda: no hay nadie en la plaza que no esté herido.
Es entonces cuando oigo los gritos. ¿Llevan todo el
tiempo ahí o me acabo de dar cuenta? Entre los chillidos y lamentos, consigo
distinguir las palabras "bomba" y "guerra" que varias veces
se nombran. Cuando, por fin, mi desentrenada mente consigue atar los cabos
sueltos que rondan mi cabeza, me encuentro a mi mismo curiosamente calmado. A
fin de cuentas, ¿no era de esperar? Todos sabíamos que algún día el ruido de
las bombas no sonaría tan lejano y que la historia de un pueblo destruido
dejaría de ser la de uno desconocido y se convertiría en el nuestro.
Pero supongo que siempre nos quedaba esa esperanza. Esa
esperanza de jamás encontrarse con lo que mis ojos ven en este momento. Lo que
hace unas horas llamé "casa", ahora no son más que ruinas, ruinas que
se mezclan con cuerpos, algunos enteros y otros destrozados, cuerpos que hace
tan solo un día llame vecinos, amigos y, por la cantidad de ellos, supongo que
familia también.
¿Por qué nos ha tocado vivir esto? Antes de que mi
abuela perdiese la memoria, solía contarme la historia a la que ella llamaba
"las personas de la otra cara de la moneda", me decía que todo
aquello que a nosotros nos faltaba, a ellos les sobraba, y que todas aquellas
cosas que ellos creían necesitar, tenían una existencia de la que nosotros
desconocíamos. Me contaba que sus enfermedades duraban un día y el concepto de
hambre lo definían como "un puñado de horas sin comer". Entonces yo,
joven y ciego al egoísmo humano, le preguntaba inocentemente: "¿y por qué
nosotros nos morimos por el hambre si a ellos les sobra la comida?" Mi
abuela entonces se reía y murmuraba que algún día lo entendería.
Y pasaron los años, y jamás lo comprendí; hasta
aquel día en que Mesut nos contó aquello que, a hurtadillas, había oído decir a
su madre. Nos narró la historia de un hombre que, incapaz de ver la trayectoria
de su vida caer pesadamente sobre los hombros de sus cuatro hijos, decidió
marchar, con una mochila a los hombros y la mirada al frente, dispuesto a
olvidar aquello que, durante tantos años, había llamado hogar. Y la sonrisa que
entonces había dibujado las comisuras de mis labios, decayó al escuchar el
final de esa historia.
El hombre que, con tantas ganas deseaba mostrarle a
su familia que había un mundo diferente fuera de la pobreza que hasta entonces
habían respirado, se chocó de bruces contra el muro que la deshumanizada
humanidad había construido; impidiéndole así enseñarles a sus hijos otra forma
de vida.
Y con este relato llegaron cientos, incluso miles,
de historias. Historias de familias o individuos solitarios, cuyos nombres
perdieron su significado para pasar a ser denominados mundialmente como
"refugiados".
Así que supongo que ahora entenderéis por qué la
situación en la que me encuentro en este momento era inconscientemente
esperada. Cuando la solución a tu problema no es más que otro mayor, cuando
descubres que lo que creías que era una salida del infierno en el que vives en
verdad no tiene puerta, no puedes evitar preguntarte quién decidió ponerte en
este lado del mundo. ¿Acaso hice algo en otra vida para merecer esto?
Jamás creí en Dios, aquel del que dicen ser bueno y
misericordioso y que, sin embargo, algunos días no me da ni un trozo de pan
para comer. Sí que es verdad que creo que hay alguien ahí fuera, que reparte
las cartas y la situación en la que vayamos a vivir, pero ese ser sin duda no
es generoso ni justo; a algunos los pone debajo de un cielo azul y a otros,
frente a un abismo.
Y lo que más me duele no es que haya gente dispuesta
a matar, sino que el mundo carezca de gente con ganas de ayudar. En cambio tenemos
a gente que habla del bien sin ejercer la bondad, tenemos incluso a gente que
llora por las tragedias sin ni siquiera hacer algo para evitarlas.
Este mensaje seguramente
habrá llegado de diferentes maneras y voces, algunos lo habrán oído y otros lo
habrán sentido, pero no puedo evitar enfadarme con el motivo por el que mi vida
va perdiendo su latido. Aunque en el fondo da igual, si fue en nombre del bien,
del mal, en nombre del demonio o del mismísimo Dios, sé que este intento de
despertar a la humanidad jamás saldrá de mis labios, pues mis ojos se están
cerrando lentamente, prometiéndome así un sueño eterno.
Nuria Marés de la Cruz, 1º B. Noviembre de 2016.
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