UN
DIA ESPECIAL
No suena el
despertador. Mi cuerpo se despierta inusualmente temprano. Siento como mis
músculos se desperezan y mis ojos luchan por abrirse ante la fuerza de la
gravedad que los quiere retener. Intento
poner en orden mis ideas, pero no soy capaz de hilar pensamientos coherentes
con continuidad. Es como si la intermitencia quisiera dirigir mi vida.
Ayer me acosté tarde,
pero no especialmente tarde, fue un día como otro normal, creo. No comprendo
qué es lo que me hace sentir este hormigueo extraño a lo largo de mi cuerpo… y
lo que es peor, no recuerdo qué hago tan pronto despierto.
Ah, por fin caigo… ¡Es
sábado! Es una regla matemática que
siempre se ha cumplido, incluso cuando era muy pequeño. No hay nada que hacer,
ante la ley del sábado: “La posibilidad de que te despiertes pronto un sábado,
es directamente proporcional a la cantidad de actividades de ocio, que tengas pensado
realizar”.
Pero, ¿qué actividad
tengo hoy? Sigo sin recordar…
Ah, por fin me acuerdo.
Pase lo que pase será un día especial. Mi cuerpo y mi mente se han vuelto a
reactivar y como un perfecto engranaje comienza todo a funcionar.
Todo está en silencio y
calma en casa y apenas se percibe algún ruido en el exterior. Poco a poco me
voy desperezando y comienzo una vital actividad.
Tras un ligero desayuno
y convenientemente vestido, me dispongo a salir de casa, procurando hacer el
menor ruido posible; cosa que nunca consigo porque siempre despierto a mis
padres.
.-
¡Que tengas suerte! Se oye desde el fondo de la casa.
.-
Gracias, Adiós, respondo.
Por fin en la calle. Es
una sensación muy especial salir temprano de casa un día en el que el ocio será
el protagonista de gran parte del mismo.
Pero… ¡No puede ser! Unos
negros nubarrones asoman sobre la ciudad y pueden dar al traste con nuestras
ilusiones.
Poco a poco, nos vamos
juntando en el lugar acostumbrado y comenzamos a comentar la mala suerte que
tendríamos si se pusiera a llover. Los
turnos de llegada son respetados con riguroso orden hasta que se completa todo
el grupo, todo “el equipo”.
Es una costumbre que tenemos
desde muy niños. Quedamos siempre todos para bajar juntos hasta el campo y
comentar y animarnos durante el camino. Siempre expectantes por si alguno va a
fallar. Es como un ritual. … Pero hoy, un halo de temor se refleja en nuestros
rostros, mirando al cielo y temiendo que de repente empiece a “diluviar”.
Por fin, tras un
animoso camino, llegamos al campo de juego. No está encharcado y parece que al
final no lloverá. ¡Puede ser nuestro gran día!, Comenzamos a soñar.
Sí, hoy es la gran
final.
Mucho hemos sufrido para
poder llegar hasta aquí. Pero con dedicación y esfuerzo lo hemos podido conseguir
otra vez. Será el tercer año consecutivo que juguemos la final del Trofeo de Primavera
de futbol sala. Pero nunca la hemos podido ganar.
Poco a poco, gota a
gota, van llegando nuestros temidos rivales.
Se nos antojan más
altos, más fuertes y mejores que nosotros…; pero según comienza el calentamiento
nos empezamos a animar y se van haciendo más pequeños e insignificantes y
estamos convencidos de que este año los podremos vencer.
Todo está preparado. Los
entrenadores han dado las alineaciones, el árbitro, los jugadores, el público,
la emoción. El balón comienza a rodar.
Una tímida gota de agua
fresca, resbala infinita sobre mi rostro y me la retiro, incrédulo, en un acto
relejo. Aún no hemos empezado ni a
sudar.
Una, dos, tres, mil… ¡Dios Mío! Empieza a diluviar. Todos nos
miramos con expectación porque no queremos dejar de jugar. Pero el árbitro con
un potente pitido detiene el partido.
El campo brilla y se ha
convertido en una infinita pista de cristal, en la que se reflejan nuestros
peores temores y nuestra desilusión. Tampoco hoy será. Todo está todavía por
llegar.
Revuelo alrededor y en
el campo. Salida atropellada hacia algún lugar donde guarecerse del temido
aguacero. Prendas deportivas por el suelo, botes, botellas, carreras atropelladas
y resbalones en loca huida del temporal.
Poco a poco se reúne
todo el equipo y comentamos nuestra mala suerte, con la esperanza de que pare la
“maldita” lluvia y podamos por fin jugar.
El equipo contario se nos une y comenzamos animadamente a hablar y
cambiar impresiones.
Tras un eterno rato
lloviendo, el árbitro decide suspender el partido y aplazarlo para el próximo
sábado. Todo está perdido…; pero de repente, un tímido rayo de sol, comienza a
asomar y la lluvia se detiene. Nadie queda ya alrededor excepto nuestro equipo
y nuestros rivales.
Sólo hace falta una
mirada entre todos y por supuesto, un balón. Corremos hacia el campo y, a pesar de los
charcos, del agua, del frío y de la inicial decepción, comenzamos
a jugar entre nosotros y a disfrutar. Sin público, sin árbitro, sin nadie, solo
con nuestra ilusión.
Si lo pienso bien,
quizás no haya sido tan mala suerte ni haya estado todo tan mal. Porque el
próximo sábado todo volverá de nuevo a comenzar…
… y podrá ser, por fin,
nuestra gran final.
Carlos Colín Ponce
1ºB
Bach, escrito a día 12 de febrero de 2017
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