Carlos Colín Ponce (Un día especial)





UN DIA ESPECIAL


No suena el despertador. Mi cuerpo se despierta inusualmente temprano. Siento como mis músculos se desperezan y mis ojos luchan por abrirse ante la fuerza de la gravedad que los quiere retener.  Intento poner en orden mis ideas, pero no soy capaz de hilar pensamientos coherentes con continuidad. Es como si la intermitencia quisiera dirigir mi vida.  

Ayer me acosté tarde, pero no especialmente tarde, fue un día como otro normal, creo. No comprendo qué es lo que me hace sentir este hormigueo extraño a lo largo de mi cuerpo… y lo que es peor, no recuerdo qué hago tan pronto despierto.

Ah, por fin caigo… ¡Es sábado!  Es una regla matemática que siempre se ha cumplido, incluso cuando era muy pequeño. No hay nada que hacer, ante la ley del sábado: “La posibilidad de que te despiertes pronto un sábado, es directamente proporcional a la cantidad de actividades de ocio, que tengas pensado realizar”.

Pero, ¿qué actividad tengo hoy? Sigo sin recordar…

Ah, por fin me acuerdo. Pase lo que pase será un día especial. Mi cuerpo y mi mente se han vuelto a reactivar y como un perfecto engranaje comienza todo a funcionar.

Todo está en silencio y calma en casa y apenas se percibe algún ruido en el exterior. Poco a poco me voy desperezando y comienzo una vital actividad.

Tras un ligero desayuno y convenientemente vestido, me dispongo a salir de casa, procurando hacer el menor ruido posible; cosa que nunca consigo porque siempre despierto a mis padres.

.- ¡Que tengas suerte! Se oye desde el fondo de la casa.
.- Gracias, Adiós, respondo.

Por fin en la calle. Es una sensación muy especial salir temprano de casa un día en el que el ocio será el protagonista de gran parte del mismo.  Pero… ¡No puede ser! Unos negros nubarrones asoman sobre la ciudad y pueden dar al traste con nuestras ilusiones.

Poco a poco, nos vamos juntando en el lugar acostumbrado y comenzamos a comentar la mala suerte que tendríamos si se pusiera a llover.  Los turnos de llegada son respetados con riguroso orden hasta que se completa todo el grupo, todo “el equipo”.

Es una costumbre que tenemos desde muy niños. Quedamos siempre todos para bajar juntos hasta el campo y comentar y animarnos durante el camino. Siempre expectantes por si alguno va a fallar. Es como un ritual. … Pero hoy, un halo de temor se refleja en nuestros rostros, mirando al cielo y temiendo que de repente empiece a “diluviar”.

Por fin, tras un animoso camino, llegamos al campo de juego. No está encharcado y parece que al final no lloverá. ¡Puede ser nuestro gran día!, Comenzamos a soñar.

Sí, hoy es la gran final.

Mucho hemos sufrido para poder llegar hasta aquí. Pero con dedicación y esfuerzo lo hemos podido conseguir otra vez. Será el tercer año consecutivo que juguemos la final del Trofeo de Primavera de futbol sala. Pero nunca la hemos podido ganar.

Poco a poco, gota a gota, van llegando nuestros temidos rivales.

Se nos antojan más altos, más fuertes y mejores que nosotros…; pero según comienza el calentamiento nos empezamos a animar y se van haciendo más pequeños e insignificantes y estamos convencidos de que este año los podremos vencer.   

Todo está preparado. Los entrenadores han dado las alineaciones, el árbitro, los jugadores, el público, la emoción. El balón comienza a rodar.

Una tímida gota de agua fresca, resbala infinita sobre mi rostro y me la retiro, incrédulo, en un acto relejo.  Aún no hemos empezado ni a sudar.

Una, dos, tres, mil… ¡Dios Mío! Empieza a diluviar. Todos nos miramos con expectación porque no queremos dejar de jugar. Pero el árbitro con un potente pitido detiene el partido.

El campo brilla y se ha convertido en una infinita pista de cristal, en la que se reflejan nuestros peores temores y nuestra desilusión. Tampoco hoy será. Todo está todavía por llegar.  

Revuelo alrededor y en el campo. Salida atropellada hacia algún lugar donde guarecerse del temido aguacero. Prendas deportivas por el suelo, botes, botellas, carreras atropelladas y resbalones en loca huida del temporal.

Poco a poco se reúne todo el equipo y comentamos nuestra mala suerte, con la esperanza de que pare la “maldita” lluvia y podamos por fin jugar.  El equipo contario se nos une y comenzamos animadamente a hablar y cambiar impresiones.

Tras un eterno rato lloviendo, el árbitro decide suspender el partido y aplazarlo para el próximo sábado. Todo está perdido…; pero de repente, un tímido rayo de sol, comienza a asomar y la lluvia se detiene. Nadie queda ya alrededor excepto nuestro equipo y nuestros rivales.

Sólo hace falta una mirada entre todos y por supuesto, un balón.  Corremos hacia el campo y, a pesar de los charcos, del agua, del frío y de la inicial decepción, comenzamos a jugar entre nosotros y a disfrutar. Sin público, sin árbitro, sin nadie, solo con nuestra ilusión.

Si lo pienso bien, quizás no haya sido tan mala suerte ni haya estado todo tan mal. Porque el próximo sábado todo volverá de nuevo a comenzar…

… y podrá ser, por fin, nuestra gran final.



 Carlos Colín Ponce
1ºB Bach, escrito a día 12 de febrero de 2017

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