FRÍO
Frío.
Esa es la primera palabra que pasa por mi mente.
Frío que se desliza por mis venas, que asciende y desciende por todo mi cuerpo convirtiéndolo
en hielo. Siempre he pensado que el frío era solitario, que jamás fue invitado
en el cuerpo de nadie y a cuyo enemigo, el acogedor calor, siempre envidiaba.
Ahora, sin embargo, el frío es mi mejor amigo. Lentamente me envuelve en una
gélida capa de hielo que entumece mis articulaciones y me paraliza.
Siempre he asociado el frío a tiritar y a anhelar el
calor; quizá es que nunca conocí realmente lo que requería sentir frío. Si
antes tiritaba, ahora no me muevo; estoy petrificada, un peso muerto que,
paulatinamente, se convierte en una estatua de mármol. Tampoco anhelo la
calidez, más bien la añoro; y hay una diferencia entre añorar y anhelar, añorar
requiere nostalgia mientras que anhelar es necesitar.
He aprendido a diferenciar entre querer y precisar;
quizá fuese el paso del tiempo o la soledad que de mil y una formas me
acompañó, pero ahora ni las necesidades me parecen tan necesarias, ni la
querencia se me hace tan urgente. Puede que sea el hecho de encontrarme al
borde de la oscuridad (oscuridad que, irónicamente, otros llaman luz) pero
ahora lo único que necesito es sentir frío.
Necesito que me invada, que se convierta en mí hasta
yo ser el propio frío; necesito sentir frío para dejar de sentir por completo.
Y a veces solo basta desear, para que el sueño se
haga realidad.
Mi corazón late débil y lentamente, convirtiéndose
así en la única parte de mí que no quiere sentir frío. Pero el traicionero
hielo abraza mi corazón y frena mis tenues latidos.
Mientras la oscuridad me envuelve y me acuna entre sus
brazos, se congela mi último suspiro.
Y el frío que inesperadamente se había adentrado en
mi cuerpo para robarme el alma, ahora se marcha; dando paso a la nada que ahora
me llena. Porque eso es en lo que me he convertido. En nada. Soy el reflejo del
vacío y la sombra de la muerte.
Y, sin embargo, ahí está ella. Sobre la hierba yace
su delicado cuerpo. Me acerco y la observo. Temo tocarla, su piel parece frágil
como el cristal y no quiero que se rompa. O peor: temo tocarla y que se
desvanezca, que desaparezca la huella que dejó. Así que la observo.
Líneas azules surcan sus brazos y me conducen hacia
su cara. Una cara de paz que ni durmiendo había tenido. Labios ligeramente
separados, ojos con la vista congelada en el cielo. Tenía unos ojos bonitos; eran
azules como el frío, qué ironía. Eran unos ojos en los que cualquier hombre se
habría sumergido con tan solo mirarla, pero eran unos ojos tristes. Unos ojos
que, a su ridícula edad, estaban cansados. Unos ojos que no se detenían en nada
ni en nadie. Unos ojos que sin lágrimas lloraban. Cualquiera con tan solo
mirarla, sabría decir que eran unos ojos tristes.
Y ahora esos ojos ya no son sus ojos. Mantienen su
azul helado y sus pestañas negro azabache pero ahora están completamente
vacíos. Son unos ojos superficiales, atrayentes por su color pero que ya no te
cautivan. Quizá nunca se debió al color de sus ojos, sino a la profundidad que
escondían; y ahora que el frío se ha llevado su alma, cuando miro sus ojos,
solo veo unos ojos.
El pelo rubio que antes solía bajar como cascadas
por su espalda, ahora se encuentra esparcido entre la hierba. Cualquier mujer
entornaría sus ojos con envidia con solo mirar las ondas que solía vestir su
cabello.
Siempre fue la viva imagen de la feminidad, de la
inocencia y de la belleza. Solía tener una belleza triste y solitaria. Y ahora
esa belleza se halla más sola que nunca. Un leve vistazo me ha bastado para
admirar sus facciones, ya no es solo bella; ahora parece una reina. Una reina
de hielo.
Y no sé que hace una mujer tan bella en medio de un
cementerio. Ahora está rodeada de gente que desde hace siglos duerme, ahora
ella es una más sumergida en ese sueño. Y a su alrededor no hay nadie
despierto. Quizá porque vivió una vida solitaria, ahora le toca afrontar una
muerte aún más vacía.
¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te fuiste? Ahora te
arrepientes de haberte marchado, ahora quieres volver, quieres sentir de nuevo
aquello que tantas veces odiaste. Quieres sentir tristeza, volver a sentir la
manera en que tus lágrimas empapaban tus mejillas. Quieres volver a reír.
Aunque la última vez que lo hicieras fuese hace años; ahora añoras la
incontrolable manera en tus labios escapaban la más inesperada carcajada.
Quieres volver a sentir la rabia inundarte. Quieres enfurecerte y perder el
control. Y sin embargo ya no puedes. No porque te lo prohíban, sino porque así
lo decidiste. Decidiste no sentir nada. Decidiste dejar que el frío ganara la
partida y ahora te has dado cuenta de lo que duele la derrota.
Porque estás muerta.
Porque estoy muerta.
Nuria Marés de
la Cruz
1º BACHILLERATO
B
Febrero 2017
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