Nuria Marés de la Cruz (Frío)




FRÍO

Frío.

Esa es la primera palabra que pasa por mi mente. Frío que se desliza por mis venas, que asciende y desciende por todo mi cuerpo convirtiéndolo en hielo. Siempre he pensado que el frío era solitario, que jamás fue invitado en el cuerpo de nadie y a cuyo enemigo, el acogedor calor, siempre envidiaba. Ahora, sin embargo, el frío es mi mejor amigo. Lentamente me envuelve en una gélida capa de hielo que entumece mis articulaciones y me paraliza.

Siempre he asociado el frío a tiritar y a anhelar el calor; quizá es que nunca conocí realmente lo que requería sentir frío. Si antes tiritaba, ahora no me muevo; estoy petrificada, un peso muerto que, paulatinamente, se convierte en una estatua de mármol. Tampoco anhelo la calidez, más bien la añoro; y hay una diferencia entre añorar y anhelar, añorar requiere nostalgia mientras que anhelar es necesitar.

He aprendido a diferenciar entre querer y precisar; quizá fuese el paso del tiempo o la soledad que de mil y una formas me acompañó, pero ahora ni las necesidades me parecen tan necesarias, ni la querencia se me hace tan urgente. Puede que sea el hecho de encontrarme al borde de la oscuridad (oscuridad que, irónicamente, otros llaman luz) pero ahora lo único que necesito es sentir frío.

Necesito que me invada, que se convierta en mí hasta yo ser el propio frío; necesito sentir frío para dejar de sentir por completo.

Y a veces solo basta desear, para que el sueño se haga realidad. 

Mi corazón late débil y lentamente, convirtiéndose así en la única parte de mí que no quiere sentir frío. Pero el traicionero hielo abraza mi corazón y frena mis tenues latidos.

Mientras la oscuridad me envuelve y me acuna entre sus brazos, se congela mi último suspiro.

Y el frío que inesperadamente se había adentrado en mi cuerpo para robarme el alma, ahora se marcha; dando paso a la nada que ahora me llena. Porque eso es en lo que me he convertido. En nada. Soy el reflejo del vacío y la sombra de la muerte. 

Y, sin embargo, ahí está ella. Sobre la hierba yace su delicado cuerpo. Me acerco y la observo. Temo tocarla, su piel parece frágil como el cristal y no quiero que se rompa. O peor: temo tocarla y que se desvanezca, que desaparezca la huella que dejó. Así que la observo. 

Líneas azules surcan sus brazos y me conducen hacia su cara. Una cara de paz que ni durmiendo había tenido. Labios ligeramente separados, ojos con la vista congelada en el cielo. Tenía unos ojos bonitos; eran azules como el frío, qué ironía. Eran unos ojos en los que cualquier hombre se habría sumergido con tan solo mirarla, pero eran unos ojos tristes. Unos ojos que, a su ridícula edad, estaban cansados. Unos ojos que no se detenían en nada ni en nadie. Unos ojos que sin lágrimas lloraban. Cualquiera con tan solo mirarla, sabría decir que eran unos ojos tristes. 

Y ahora esos ojos ya no son sus ojos. Mantienen su azul helado y sus pestañas negro azabache pero ahora están completamente vacíos. Son unos ojos superficiales, atrayentes por su color pero que ya no te cautivan. Quizá nunca se debió al color de sus ojos, sino a la profundidad que escondían; y ahora que el frío se ha llevado su alma, cuando miro sus ojos, solo veo unos ojos.

El pelo rubio que antes solía bajar como cascadas por su espalda, ahora se encuentra esparcido entre la hierba. Cualquier mujer entornaría sus ojos con envidia con solo mirar las ondas que solía vestir su cabello.

Siempre fue la viva imagen de la feminidad, de la inocencia y de la belleza. Solía tener una belleza triste y solitaria. Y ahora esa belleza se halla más sola que nunca. Un leve vistazo me ha bastado para admirar sus facciones, ya no es solo bella; ahora parece una reina. Una reina de hielo.

Y no sé que hace una mujer tan bella en medio de un cementerio. Ahora está rodeada de gente que desde hace siglos duerme, ahora ella es una más sumergida en ese sueño. Y a su alrededor no hay nadie despierto. Quizá porque vivió una vida solitaria, ahora le toca afrontar una muerte aún más vacía. 

¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te fuiste? Ahora te arrepientes de haberte marchado, ahora quieres volver, quieres sentir de nuevo aquello que tantas veces odiaste. Quieres sentir tristeza, volver a sentir la manera en que tus lágrimas empapaban tus mejillas. Quieres volver a reír. Aunque la última vez que lo hicieras fuese hace años; ahora añoras la incontrolable manera en tus labios escapaban la más inesperada carcajada. Quieres volver a sentir la rabia inundarte. Quieres enfurecerte y perder el control. Y sin embargo ya no puedes. No porque te lo prohíban, sino porque así lo decidiste. Decidiste no sentir nada. Decidiste dejar que el frío ganara la partida y ahora te has dado cuenta de lo que duele la derrota.

Porque estás muerta.

Porque estoy muerta.

Nuria Marés de la Cruz
1º BACHILLERATO B
Febrero 2017

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