ANESTESIA
Me
habían pasado muchas cosas durante mi vida profesional como cirujano, pero nada
como lo que me sucedió ayer. Ya en otras ocasiones había visto como los
pacientes, ya en quirófano y durante la fase en la que son anestesiados,
empezaban a hablar sin darse cuenta, como si estuvieran soñando. Pero nunca
había sido testigo de cómo un paciente confesara un asesinato.
Un
asesinato que mantenía en vilo a todo el país y del que no se tenía ninguna
pista, aun cuando ya habían pasado cinco meses desde que aquella pequeña niña
había desaparecido y nunca había llegado desde el colegio a su casa.
No
sabía qué hacer. Por un lado me sentía en la obligación de ir a la policía y
contar de lo que me había enterado pero sabía que mi juramento como médico me
impedía revelar cualquier información de la que hubiera tenido noticia en el
ejercicio de mi profesión.
Sabía
que si contaba lo ocurrido podía perder mi licencia, pero no podía soportar la
idea de que el autor de un asesinato quedara libre. Así que armándome de valor
decidí hablar con el asesino, aprovechando que tenía que pasar a visitarle
aquella mañana por la habitación del hospital en el que todavía estaba
ingresado.
Comencé
a explorarle y a preguntarle cómo había pasado la noche, intentando disimular
lo que en realidad quería hablar con él. En la televisión que estaba encendida
los informativos seguían hablando, como cada día, de la evolución de las
investigaciones sobre la desaparición y de la ausencia de datos que pudieran
ayudar a resolver el misterio.
Empecé
a comentar con él la noticia, esperando que no se diera cuenta de lo que yo ya
sabía, pero intentando hacerle ver que tenía que confesar su crimen. Él se
empezó a poner nervioso, intentando cambiar el tema de conversación, pero yo
insistía aun sabiendo que en algún momento podría darse cuenta de que yo sabía
lo que había hecho.
Finalmente
le confesé lo que había escuchado en el quirófano, haciéndole ver que no podía
contárselo a nadie pero rogándole que se entregara a la policía. Para mi
sorpresa, porque se suponía que aún estaba convaleciente y muy débil, se
abalanzó sobre mí y me tiró al suelo.
Cuando
me quise dar cuenta estaba con sus manos alrededor de mi cuello intentando
asfixiarme y yo estaba como paralizado. En un último intento por salvar mi vida
conseguí arrastrarme y apretar el botón con el que llama a las enfermeras,
esperando que alguien pudiera venir a socorrerme.
Me
sorprendió cómo sonó el botón al pulsarlo, con un sonido fuerte y estridente
que me resultaba extrañamente familiar. El sonido no paraba y se oía cada vez
más fuerte, hasta que una voz me hizo reaccionar.
“Cariño,
¿puedes apagar el despertador? Lleva sonando cinco minutos…”
Me
desperté agitado y sudando en mi cama, todo había sido un sueño.
Os
aseguro que, a partir de ese día, cada vez que entro en un quirófano, un
escalofrío me recorre el cuerpo hasta que veo que la anestesia ha hecho
completamente su efecto y los pacientes están plácidamente dormidos.
María
Fernández-Bravo Arsuaga
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