Paula Fidalgo Montero (Un día de invierno)



UN DÍA DE INVIERNO

La caída del agua desde el balcón donde una señora mayor riega con esmero sus plantas, el canto de los pájaros, el susurro de las hojas moviéndose… es un ambiente magnífico para dibujar. Me tumbó en el césped, un poco húmedo y con ese aroma tan peculiar que lo caracteriza. Algunas hierbas me acarician las piernas y los lados de la cara, pero en lugar de incomodarme me hace estar más relajada delante del admirable crepúsculo. No pienso, sólo observo esa maravilla e intento inmortalizarla en el papel.


El parque solitario, como siempre, los niños deben de estar jugando con los juguetes en sus casas mientras los padres llegan de trabajar, las farolas iluminan tímidamente la calle, y por los huecos de las casas se perciben los humos negros de las chimeneas encendidas. Observó el estanque de aquel parque, y de pronto, me doy cuenta de que sentados en un pequeño banco se encuentra un matrimonio anciano, contemplando los últimos rayos de sol que les deslumbran dejando unas maravillosas sombras tras ellos. Están apurando los últimos trozos de pan de una barra para dárselos a los patos que se están nadando plácidamente.


Un perro callejero que estaba vagabundeando por el parque, no puede resistirse al olor del pan y aunque de manera tímida y calmada se acerca a la pareja. Camina despacio y se coloca delante de la mujer con miedo. El hombre sin pensárselo dos veces, corta con cuidado un trozo de pan y se lo entrega al perro cariñosamente. La mujer acaricia su espalda dándole calor.


El perro, comienza a mover el rabo y a devorar trozo tras trozo el pan que le proporcionan los ancianos. Escucho como ambos se ríen y conversan animadamente, se nota que le han cogido cariño a aquel pequeño perro. La escena es perfecta para retratarla, tres sombras negras que se encuentran en un mismo escenario bajo los escasos rayos de sol.


El hombre se levanta con cautela y ayuda a su mujer, que debe tener algunos años más que él, le tiende la mano y con paso lento, caminan hasta la salida del parque. A su lado aquel gracioso perro, que no esperaba encontrar tanto amor y cariño. Ambos pasan por mi lado y me saludan con una sonrisa sincera. Les devuelvo la sonrisa mientras les observo marcharse.
Terminó el dibujo de aquella bonita estampa frente al lago, recojo mis cosas esperando volver mañana y encontrarme a la pareja sentada frente al estanque.


Como no era de esperar, a la tarde siguiente estaban los dos ahí sentados de nuevo, y así, lo hicieron durante mucho tiempo. Me gustaba bajar a ese parque y encontrármelos, dados de la mano y cuidando de aquel travieso perro.


Desgraciadamente, una fría noche de invierno, el marido se encontraba solo con el perro sentados en el banco, contemplando como se acababa el día. Me acerqué a él con un afable gesto, y le pregunté dónde se encontraba su mujer. El hombre con la voz quebrada me contó que su mujer ya estaba muy cansada para salir a la calle a ver el atardecer. Le propuse traerles ese atardecer que les unía todos los días a su casa. Recopilé todos los bocetos que había estado haciendo sobre ellos, y los enmarqué para que Gloria, así se llamaba la mujer, no dejara de disfrutar nunca de aquel maravilloso paisaje con la persona que más quería a su lado.

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