AQUÍ
VIVEN LOS PORRAS
-¡Qué extraño, Pilar
sigue dormida!, ¿no ve la hora que es? Mi cuerpo marca las once de la mañana.
–Con lo madrugadora que es siempre esta señora…, -¡Qué carita de dormida tiene!
- Hoy me da pena sonar.
Los rayos de sol están
entrando por las estrechas rejillas de la persiana. Puedo ver el recorrido que
estos hacen hasta los ojos de ella. Me recuerdan a una sandía por fuera: verde
con pequeños trazos amarillos. Así de preciosos son sus ojos.
Me río. -¡Qué tonto
soy, casi la despierto! Ni siquiera estos rayos que desprenden tanta luz son
capaces de ayudarme a despertarla. Me estoy aburriendo, por lo tanto, voy a
aprovechar este momento, hasta que se despierte, para contaros cómo llegué
hasta aquí.
Soy un simple despertador
que lleva cuarenta y nueve años viviendo aquí, en una preciosa casa en
Palencia. Tengo recuerdos sobre sucesos que han ocurrido entre estas cuatro
paredes, aunque también tengo alguna que otra laguna, porque a veces se les
olvidaba cambiarme las pilas…
Recuerdo el día en que
el abuelo “cucu” me presentó a la abuela Pilar. Él me eligió de entre todos los
relojes de una inmensa tienda.
Cuando entré en esta
casa, el llamador que se situaba encima de la puerta me recibía con su preciosa
melodía. -¡Qué acogedor!, -pensé. Yo iba envuelto en papel de regalo y estaba
dentro de la mochila del abuelo, pero esto no me impedía imaginar cómo sería
aquella preciosa entrada. El suelo crujía.
-¡Papi!, -gritó Ladis.
–Hola hijo, -dijo él. Apareció también ella, Pilar.
-Feliz aniversario, -le
dijo Cucu, entregándome a la abuela. –¡Gracias, cariño!, -respondió ella, mientras
abría el papel que me recubría entero.
-¡Qué bonito, ya podía
ver todo!
Lo primero que
vislumbré aquella mañana en la casa, fue un cuadro en el que se leía: AQUÍ
VIVEN LOS PORRAS
El silencio se hacía
hasta que llegó Pepa, llorando enfadada, porque su hermana Pipo le había
quitado la muñeca con la que esta jugaba. -¡Qué mona!, -pensé.
Me acercaron al salón.
En ese momento me puse nervioso al ver que había más relojes como yo, y acabé
sonando como lo hace cualquier despertador cada mañana.
-Vaya, lo acabo de
comprar y ya están fallando las pilas, -dijo el abuelo. –Suena cuando quiere…
Me puse a contar los
relojes que había en ese salón, y me percaté de que había unos cincuenta y dos
rodeándome.
-¡Qué suerte!, ¡haré
amigos!, -me dije a mi mismo.
Todos ellos eran
relojes de cuco que, al parecer, eran los favoritos del abuelo, por excelencia.
Entendí entonces, por qué a este le llamaban “cucu”.
La abuela intervino
diciendo que fuéramos a la cocina, porque ya era era la hora de comer.
Para llegar allí, había
que pasar por un larguísimo y oscuro pasillo. Me daba un poco de miedo porque
todo estaba oscuro, pero me sentía seguro al estar entre los brazos de la
abuela.
Observé que el suelo
estaba lleno de cochecitos de juguete, con los que David, el cuarto hermano, se
divertía.
Al llegar, me vino de
repente un intenso aroma apetitoso a paella, y allí estaba Teresa, hambrienta,
esperándonos sentada en la trona.
Me divertían las
historias que contaban mientras almorzaban, pero algo no iba bien; me empecé a
encontrar mal. Es verdad lo que decía el abuelo, me había comprado un poco
roto.
No se qué pasó, pero lo
siguiente que recuerdo es que había aumentado el número de niños en la familia;
habían pasado de tener cinco hijos, a tener ocho. Aparecieron Gabi, Jorge y
Octavio, y Pipo ya se había casado. -¡Cómo crecen!, -pensé.
Parece ser que había
transcurrido nueve años sin pena ni gloria, y yo no había podido disfrutar de
ellos, pero estaba seguro de que habían sido muy felices y pasado por muchos
momentos geniales, así que me alegré por ellos.
Los años pasaban y
pasaban, hasta que los niños se hicieron mayores. Ahora ya solo venían de vez
en cuando, pero no venían solos: también pude conocer a los trece nietos
maravillosos que tienen…
Otra vez me volví a
parar y me recuperé de nuevo hace doce años. El abuelo “cucu” ya no estaba,
pero seguía cuidando de la abuela como el primer día desde donde estuviese.
Pilar siempre me miraba
con buena cara, porque yo le recordaba a su difunto marido. Me llevó a su
habitación, y aquí sigo desde entonces, disfrutando de lo feliz que la veo
todos los días al hablar con sus hijos y nietos por teléfono.
Bueno, ya son las once
y media y ya va siendo hora de despertarla...
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