Todo
cambió un jueves, exactamente el jueves 29 de octubre de 1929, un día tan
catastrófico para tantas personas, familias y sobre todo para mi país, los
Estados Unidos de América, ése país que había crecido tanto a raíz de la
Primera Guerra Mundial por sus préstamos a todos los países europeos, ése que
se suponía que era el país más avanzado del mundo, ése que gracias a su apoyo había
hecho que los países integrantes de la triple entente ganaran a los alemanes,
pero también ése que ahora estaba viviendo unas de las mayores crisis de la
historia y que estaba dejando a miles de millones de personas en la calle.
Pero
primero os voy a contar mi historia. Yo soy Jonathan Russelvel, un chico neoyorquino
como otro cualquiera, hijo de Matt Russelvel, un simple empleado que trabajaba
en Wall Street, y que como todo el mundo había invertido todos sus ahorros en
bolsa y se había convertido en accionista de varias empresas junto a sus
amigos, los que juraban y perjuraban que era de lo más seguro y que todo el
mundo lo hacía. Al principio mi padre se negó, diciendo que no podía dejar el
futuro de su familia en manos de algo inestable, pero al final aceptó, y eso
jamás se lo perdonaré, pero no adelantemos sucesos.
Como
ya he dicho yo era un chaval de lo más normal, me encantaba salir con mis
amigos, ir al cine y acompañar a mi novia a la piscina municipal. ¡Ay Emily!,
si nunca la hubiera conocido nada de esto hubiera pasado, ya que su padre fue
uno de los que más insistió al mío para que lo dejara todo en manos de algo tan
poco fiable.
Una
de las cosas que más me gustaba era ir de compras con mi madre, que al ver el
gran éxito de mi padre le había aconsejado que pidiéramos préstamos para
invertir más. Esto lo había hecho para convertirse una mujer con mucho glamour
a la que le encantaba ir a los sitios de moda para poder lucir sus nuevos
conjuntos y presumir de lo bien que nos iba ante sus antiguas amigas, esas que
más tarde nos darían la espalda cuando no teníamos donde dormir.
Durante
los últimos dos años que habían sucedido a la guerra habíamos visto como muchos
de nuestros amigos habían pasado de vivir una vida tan simple como la nuestra a
vivir como auténticos reyes al pasarse al negocio de las acciones, y nosotros,
carcomidos por la envidia decidimos que no íbamos a ser menos. Yo, al
principio, me mostré un poco preocupado, pero cuando me explicaron que lo único
que iba a pasar era que íbamos a vivir mejor y por consiguiente me podrían
comprar más cosas que vendrían junto a un aumento de la paga, accedí. Me
refiero, qué chaval de 14 años no aceptaría.
Pero
si ahora, que ya tengo mis años, me dieran a elegir entre vivir mi antigua
vida, en la que sin tener mucho yo era feliz, o vivir como vivo ahora, elegiría
sin duda la primera, pues acaso quién no preferiría vivir mal a no tener vida
en absoluto, quién no optaría por tener un simple plato de sopa a comer los
desechos de esos que eran como nosotros, quién no escogería tener una casa con
dos dormitorios a un colchón roído por las ratas.
Pero
claro, para mi familia como para tantas otras fue más sencillo mirar el corto
plazo, los gustos y placeres inmediatos antes que el resto de una vida en la
miseria, llena de nostalgia de aquellos felices años 20 y repleta de
lamentaciones y arrepentimientos. Pensando en todo lo que habías dejado atrás y
lo mucho que podrías haber hecho para cambiar un destino inevitable que sellado
en el primer momento en el que vendiste tus valores a cambio de un placer
inminente y fugaz.
Pablo de la Nuez, 1ºB, 01/11/2018
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