César García (Un último adiós)




UN ÚLTIMO ADIÓS

“3 de febrero. Hace frío, y mucho. El suelo esta húmedo. No sé cuánto tiempo llevo aquí. 1 mes, quizás 1 año. Qué más da. Estoy en los huesos, ya que solo nos dan de comer una vez al día, aunque, desafortunadamente, a veces ni eso. Aquí las palizas por parte de los guardias forman parte de nuestro día a día. El poder les ciega. Yo sé que ellos no son así. La guerra te cambia. Me ha cambiado a mí, a ellos y a todos los que están presos conmigo. Se puede ver reflejado en su rostro el miedo que sienten, es evidente, sobre todo en los más jóvenes. Simplemente se limitan a cumplir órdenes de sus superiores, quienes a su vez, cumplen órdenes de los altos cargos del ejército. ¿Hasta qué punto son culpables de sus actos? Al fin y al cabo, lo único que quieren es sobrevivir un día más, al igual que nosotros, y por ello no nos oponemos, en la mayoría de los casos, a sus órdenes (pobre del que lo haga) por muy injustas y desagradables que sean. Tanto ellos como nosotros estamos deseando que llegue el día en que acabe esta maldita guerra y podamos irnos cada uno a nuestros hogares, con nuestras familias, si es que queda algún rastro de ellas.”

“16 de septiembre. Huele a muerto. Lo peor es que sé quién es el muerto. Sin embargo, lo peor de todo esto es, sin duda, la soledad. El hecho de estar días enteros sin dirigir la palabra a nadie es la peor tortura a la que estamos sometidos. Es una sensación indescriptible. Y cuando por fin tienes la oportunidad de reunirte con los demás presos, no te salen las palabras. No sabes qué decir. Tienes miedo a lo que se te pueda escapar por la boca y las consecuencias que esto pueda acarrear. No tienes fuerzas suficientes para decir nada. Entonces te quedas callado. Y vuelves al interior de las 4 paredes que rodean tu vida, al no poder salir de ellas. A no ser que se trate de una “ocasión especial”. Lo malo es que nadie ha vuelto con vida de esta “ocasión especial”. Así que espero que nunca llegue el día que me permitan salir de la celda más que para el recuento, puesto que significará el fin de mi existencia.

A veces pienso en hacer cualquier tontería y así acabar con esto de una vez. Pero en esos momentos tan duros pienso en ellos. Ellos son la razón por la que sigo aquí, vivo, luchando inmerso en un sufrimiento constante por aguantar unas horas más. Siempre con el deseo de que llegue el día de la liberación y consiga estar de vuelta en casa. Y lo voy a conseguir. Lo juro.”

Todavía recuerdo la primera vez que escuché estas líneas. Pertenecen a una serie de páginas escritas por mi abuelo en el año 1943, unos meses antes de que fuera fusilado por un soldado nazi. Yo era aún muy pequeño, 5 años recién cumplidos si no recuerdo mal. Pero aún tengo la imagen de mi padre leyendo para sí en el sofá del salón aquellas hojas viejas y amarillentas. Recuerdo verle llorar. Fue la primera y última vez que le vi hacerlo. Recuerdo que no entendía nada, ni por qué lloraba, ni qué era exactamente lo que estaba leyendo. Nunca me hablaba de su padre, y yo tenía miedo a preguntarle. Por eso no fue hasta casi cumplir yo los 20 cuando hablamos por primera vez de él. De mi abuelo.

Cuando tenía 28 años estalló la guerra. Más tarde, Alemania invadió Noruega. Le tocó alistarse en el ejército de su país, Suecia, para ir a luchar del lado de sus vecinos los noruegos. Fue capturado poco más tarde de llegar a Oslo. Le trasladaron a Grini, donde permaneció encarcelado hasta el día de su muerte.

Mi padre se pasó años esperando a que mi abuelo regresara a casa. Se negaba a pensar en la peor de las posibilidades. Nunca se rindió y por eso yo tampoco voy a hacerlo. Estoy seguro de que va a salir del coma, porque si alguien tiene la fuerza para hacerlo, ese es mi padre. El día del accidente comencé a comprender verdaderamente el calvario que mi padre vivió durante su infancia y a empatizar con él como nunca antes lo había hecho. Ojalá tener algún día la oportunidad de demostrarle todo lo que no he tenido el valor de hacer hasta ahora. Pero puede que ya sea demasiado tarde para lamentarse.

Cesar García


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