Cristina Rodríguez Turano (Ana)


ANA

No había presencia de sonido, solo era capaz de escuchar sus propios pensamientos, los cuales quizás eran pronunciados en voz alta. No lo sé. No estaba atenta. Sin embargo, observaba los asientos vacíos con nostalgia, como si recordase con claridad aquellos rostros, aquellas palmas que se unían para manifestar un constante agradecimiento ante el gran espectáculo representado hace tan solo un par de hora.

Se encontraba situada en mitad del escenario, donde percibía hasta el último aliento que fue expulsado. Se podía haber ido, mas no lo hizo. Seguía buscando con sus ojos –inmóvil. Solo sus pupilas danzaban junto a sus cabellos sacudidos por la cálida brisa.


Era verano, en tiempos donde el sol golpeaba su tez con toda su fuerza.

– ¡Violeta! –la llamaba, pero seguía inmersa en su enigma–. Venga Violeta, vámonos.
La realidad chocó en un segundo; agitó su cabeza limpiándose de mis ideas y comenzó a correr hacia la escalera que crujía antes sus pasos. Sinceramente nunca comprendí por qué habían elegido un escenario con suelo de madera, era un abuso para sus pies y un incordio para el público, «crack, crack, crack» no era muy simpático para los oídos de éste.

¡Violeta! ¡Violeta! –dije chasqueando mis dedos cerca de su cara–. ¿Estás bien? No sé qué te pasa, pero últimamente estás muy sumergida en lo tuyo.
Sabía que era cierto y me encantaba, la conozco muy bien. Si hay alguien que sepa que está siempre en lo suyo soy sin duda yo.

– Lo siento Ana, tan solo sigo anonadada de la inmensidad del estadio. Al aire libre, bailando ante tantas personas… –me dijo.

– No es la primera vez –afirmé–. De acuerdo, es la primera bailando en la capital, pero esa no es excusa para tanto asombro, ya has venido multitud de veces.

– De visita ¿Te recuerdo dónde vivo? Kenmare es un pueblecillo sin más, lo único de asombro que verás será sus musgosos bosques–enfatizó en «pueblecillo sin más», sabiendo que andaba en lo correcto.

– ¿Te parecerá poco? –pregunté, frunciendo el ceño.

El camino hacia la furgoneta se le había hecho más extenso de lo que pensaba, el incómodo momento tras haber dejado abierta la interrogante supuso un silencio aterrador, ¿Serán los nervios? ¿O quizás el cansancio?

Tomó una ráfaga de aire que le permitió captar cada aroma pintado en el ambiente. Se mezclaba aquel horrible hedor de arroz bañado en verduras de los puestos callejeros de Dublín y esa dulce ventisca veraniega a últimas horas del atardecer. Enamorada de las vistas que cautivaban sus ojos, se demoraba en alcanzar mis pasos. Iba apresurada, el agotamiento en su cara rogaba una siesta, pero mis inútiles intentos de ayudar a enfocarla en el camino no parecían funcionar. No podía ir más deprisa, su cuerpo no lo toleraría. Quería ver el enamoramiento como excusa de su lentitud, pero sabía que no lo era.

Ya entrando en la camioneta, veía a sus compañeros limpiar su sudor con pequeñas toallas que tenían todos a juego con el nombre de la escuela bordado. Pudo sentarse en el asiento del medio, el cual siempre guardaban para Violeta. El conductor arrancó y sintió en sus pies el retumbo del motor. Se apoyó en la cabecera y agradeció el silencio que rondaba por dentro, un poco de paz era lo que necesitaban después de un largo tiempo bailando a altas temperaturas. Para su amigo la tranquilidad no era lo único que requería su organismo, sino comida.

Ese apestoso olor de pan de pescado había atufado todo el vehículo para mi desgracia.
– Toma uno –le ofreció casi introduciéndoselo en la boca–. He traído para todos, así que no temas en coger uno.

Negó agitando su cabeza de un lado a otro, no introduciría semejante trozo de calorías en su cuerpo. Aunque los rugidos de su estómago se lo pidieran a gritos, jamás cedería ante tal salvajada ¡Qué orgullosa me siento!

– ¿Segura? Tienes cara de hambre –insistía sabiendo que no se lo aceptaría por mucho que lo intentase–. Bueno, pero si luego te apetece lo guardaré en mi mochila.

Claro que le apetecía, lo llevaba escrito en la frente. Muchos de sus colegas decidieron no interrumpir la conversación y mirar hacia otro lado, sería la décima vez que la escuchaban.

Llegando al estudio se adentró a los vestuarios para recoger finalmente sus cosas, todo estaba en su lugar y pudo proseguir como otro día ordinario. El reloj marcaba las nueve, era hora de irse a la cama, por muy pronto que sea, había reservado la sala 1 para poder ensayar y debía descansar. Subió las escaleras lentamente, llegó a su habitación y puso en marcha su rutina nocturna. Después de la ducha, secó su pelo, se lavó los dientes y se vistió para introducirse en la cama y poder calmar sus ojos en un sueño profundo o eso me hacía creer, cuando sabía a la perfección que tan solo quería cerrar sus ojos para dejar de verme.

Esa academia de baile había marcado un antes y un después en su vida, vivía en las habitaciones de arriba y volvía con su familia los fines de semana. Se despertaba a las seis para practicar y a las ocho ya estaba rumbo a la escuela, por la tarde volvía y tenía clases de baile hasta las ocho. Desde que llegó no me he separado de ella en ningún momento.

«Ring, ring, ring» sonaba su alarma, activando todo su sistema. Estaba ahí sentada en su cama, su espalda reposaba en la amplia cabecera y sus piernas descansaban sobre las frías sábanas blancas. Estaba concentrada en el pequeño destello de luz que atravesaba una grieta de las cortinas en la ventana, el cual era llenado por polvo que levitaba en el ambiente de la habitación. Apartó su mirada bruscamente para enfocarse en mis ojos que la miraban desde la puerta. Era muy bonita, su belleza mejoraba cada vez que hacía caso de mis ingenios.

– ¡Arriba! El día de hoy será denso –le grité haciendo que pegase un ligero brinco
Sus labios se movían nerviosos, intuía lo que quería decir, tan solo deseaba que no pensase en ello.

– ¿Podré comer? –me preguntó con tanto miedo que veía las gotas saladas caer de su frente.

– Vete mentalizando la idea –la miré con asco–. Tienes que aprender.

Estuvo muy cerca de derramar algunas lágrimas. Tan desesperada la pobrecilla. No se da cuenta que la intento ayudar, y ella tan desagradecida, preguntando todas las mañanas lo mismo.

Se introdujo en el baño y cerró fuertemente la puerta, no me dejaba pasar. Se lo permití por hoy, dejaría que se observase en el espejo con sus propios sentimientos. Cuando salió me fulminó con su mirada, si tanto me odiaba ¿Por qué me seguía haciendo caso?

Me acomodé en una de las esquinas de la sala, la veía alrededor del centro de un lado a otro, controlando sus movimientos.

De un momento a otro mi oportunidad había llegado más pronto de lo que pensaba. No le quedaba mucho tiempo, ya ni aguantaba en pie; sus párpados iban cayendo lentamente mientras los forzaba a levantarlos, su pecho subía y bajaba rápidamente teniendo una respiración acelerada, mas sus intentos de calma desaparecían al posar sus manos sobre la fina vara de madera que utilizaban para apoyarse.

La veía y contaba sus barras blancas sobresalientes de su abdomen, sus pinceladas moradas debajo de sus ojos y su piel pálida por razones obvias. Su vista se nublaba y cayó de forma bruta al suelo. Frotaba sus párpados en busca de una realidad clara, decidió abandonar el piso y con desprecio, la soledad de éste la devuelve a su antigua posición.

Todo era negro. Ya no había nada.

Su cuerpo sin vida yacía en el centro.

En tan solo unos años había conseguido matarla. Creyó en mí y en cada palabra que le decía. Me veía, solo ella. Hablaba conmigo como si fuese un ser existente.

Me puso nombre.

Ana.

De anorexia.   

Cristina Rodríguez Turano 1ºB 11/2019






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