No había presencia de sonido,
solo era capaz de escuchar sus propios pensamientos, los cuales quizás eran
pronunciados en voz alta. No lo sé. No estaba atenta. Sin embargo, observaba
los asientos vacíos con nostalgia, como si recordase con claridad aquellos
rostros, aquellas palmas que se unían para manifestar un constante
agradecimiento ante el gran espectáculo representado hace tan solo un par de
hora.
Se encontraba situada en mitad del escenario,
donde percibía hasta el último aliento que fue expulsado. Se podía haber ido,
mas no lo hizo. Seguía buscando con sus ojos –inmóvil. Solo sus pupilas
danzaban junto a sus cabellos sacudidos por la cálida brisa.
Era verano, en tiempos donde el sol golpeaba su
tez con toda su fuerza.
– ¡Violeta! –la llamaba, pero seguía inmersa en
su enigma–. Venga Violeta, vámonos.
La realidad chocó en un segundo; agitó su
cabeza limpiándose de mis ideas y comenzó a correr hacia la escalera que crujía
antes sus pasos. Sinceramente nunca comprendí por qué habían elegido un
escenario con suelo de madera, era un abuso para sus pies y un incordio para el
público,
«crack, crack, crack» no era muy simpático para los oídos de éste.
–
¡Violeta! ¡Violeta! –dije chasqueando mis dedos cerca de su cara–.
¿Estás bien? No sé qué te pasa, pero últimamente estás muy sumergida en lo
tuyo.
Sabía que era cierto y me encantaba, la conozco
muy bien. Si hay alguien que sepa que está siempre en lo suyo soy sin duda yo.
– Lo siento Ana, tan solo sigo anonadada de la
inmensidad del estadio. Al aire libre, bailando ante tantas personas… –me dijo.
– No es la primera vez –afirmé–. De acuerdo, es
la primera bailando en la capital, pero esa no es excusa para tanto asombro, ya
has venido multitud de veces.
– De visita ¿Te recuerdo dónde vivo? Kenmare es
un pueblecillo sin más, lo único de asombro que verás será sus musgosos bosques–enfatizó
en «pueblecillo
sin más»,
sabiendo que andaba en lo correcto.
– ¿Te parecerá poco? –pregunté, frunciendo el
ceño.
El camino hacia la furgoneta se le había hecho
más extenso de lo que pensaba, el incómodo momento tras haber dejado abierta la
interrogante supuso un silencio aterrador, ¿Serán los nervios? ¿O quizás el cansancio?
Tomó una ráfaga de aire que le permitió captar
cada aroma pintado en el ambiente. Se mezclaba aquel horrible hedor de arroz
bañado en verduras de los puestos callejeros de Dublín y esa dulce ventisca
veraniega a últimas horas del atardecer. Enamorada de las vistas que cautivaban
sus ojos, se demoraba en alcanzar mis pasos. Iba apresurada, el agotamiento en
su cara rogaba una siesta, pero mis inútiles intentos de ayudar a enfocarla en
el camino no parecían funcionar. No podía ir más deprisa, su cuerpo no lo
toleraría. Quería ver el enamoramiento como excusa de su lentitud, pero sabía
que no lo era.
Ya entrando en la camioneta, veía a sus
compañeros limpiar su sudor con pequeñas toallas que tenían todos a juego con
el nombre de la escuela bordado. Pudo sentarse en el asiento del medio, el cual
siempre guardaban para Violeta. El conductor arrancó y sintió en sus pies el
retumbo del motor. Se apoyó en la cabecera y agradeció el silencio que rondaba
por dentro, un poco de paz era lo que necesitaban después de un largo tiempo
bailando a altas temperaturas. Para su amigo la tranquilidad no era lo único
que requería su organismo, sino comida.
Ese apestoso olor de pan de pescado había
atufado todo el vehículo para mi desgracia.
– Toma uno –le ofreció casi
introduciéndoselo en la boca–. He traído para todos, así que no temas en coger
uno.
Negó agitando su cabeza de un lado a
otro, no introduciría semejante trozo de calorías en su cuerpo. Aunque los
rugidos de su estómago se lo pidieran a gritos, jamás cedería ante tal
salvajada ¡Qué orgullosa me siento!
– ¿Segura? Tienes cara de hambre –insistía
sabiendo que no se lo aceptaría por mucho que lo intentase–. Bueno, pero si
luego te apetece lo guardaré en mi mochila.
Claro que le apetecía, lo llevaba
escrito en la frente. Muchos de sus colegas decidieron no interrumpir la
conversación y mirar hacia otro lado, sería la décima vez que la escuchaban.
Llegando al estudio se adentró a los
vestuarios para recoger finalmente sus cosas, todo estaba en su lugar y pudo
proseguir como otro día ordinario. El reloj marcaba las nueve, era hora de irse
a la cama, por muy pronto que sea, había reservado la sala 1 para poder ensayar
y debía descansar. Subió las escaleras lentamente, llegó a su habitación y puso
en marcha su rutina nocturna. Después de la ducha, secó su pelo, se lavó los
dientes y se vistió para introducirse en la cama y poder calmar sus ojos en un
sueño profundo o eso me hacía creer, cuando sabía a la perfección que tan solo
quería cerrar sus ojos para dejar de verme.
Esa academia de baile había marcado un
antes y un después en su vida, vivía en las habitaciones de arriba y volvía con
su familia los fines de semana. Se despertaba a las seis para practicar y a las
ocho ya estaba rumbo a la escuela, por la tarde volvía y tenía clases de baile
hasta las ocho. Desde que llegó no me he separado de ella en ningún momento.
«Ring, ring, ring» sonaba su alarma, activando todo su sistema.
Estaba ahí sentada en su cama, su espalda reposaba en la amplia cabecera y sus
piernas descansaban sobre las frías sábanas blancas. Estaba concentrada en el
pequeño destello de luz que atravesaba una grieta de las cortinas en la
ventana, el cual era llenado por polvo que levitaba en el ambiente de la
habitación. Apartó su mirada bruscamente para enfocarse en mis ojos que la
miraban desde la puerta. Era muy bonita, su belleza mejoraba cada vez que hacía
caso de mis ingenios.
– ¡Arriba! El día de hoy será denso –le
grité haciendo que pegase un ligero brinco
Sus labios se movían nerviosos, intuía
lo que quería decir, tan solo deseaba que no pensase en ello.
– ¿Podré comer? –me preguntó con tanto
miedo que veía las gotas saladas caer de su frente.
– Vete mentalizando la idea –la miré con
asco–. Tienes que aprender.
Estuvo muy cerca de derramar algunas
lágrimas. Tan desesperada la pobrecilla. No se da cuenta que la intento ayudar,
y ella tan desagradecida, preguntando todas las mañanas lo mismo.
Se introdujo en el baño y cerró
fuertemente la puerta, no me dejaba pasar. Se lo permití por hoy, dejaría que
se observase en el espejo con sus propios sentimientos. Cuando salió me fulminó
con su mirada, si tanto me odiaba ¿Por qué me seguía haciendo caso?
Me acomodé en una de las esquinas de la
sala, la veía alrededor del centro de un lado a otro, controlando sus
movimientos.
De un momento a otro mi oportunidad
había llegado más pronto de lo que pensaba. No le quedaba mucho tiempo, ya ni
aguantaba en pie; sus párpados iban cayendo lentamente mientras los forzaba a
levantarlos, su pecho subía y bajaba rápidamente teniendo una respiración
acelerada, mas sus intentos de calma desaparecían al posar sus manos sobre la
fina vara de madera que utilizaban para apoyarse.
La veía y contaba sus barras blancas sobresalientes
de su abdomen, sus pinceladas moradas debajo de sus ojos y su piel pálida por
razones obvias. Su vista se nublaba y cayó de forma bruta al suelo. Frotaba sus
párpados en busca de una realidad clara, decidió abandonar el piso y con
desprecio, la soledad de éste la devuelve a su antigua posición.
Todo era negro. Ya no había nada.
Su cuerpo sin vida yacía en el centro.
En tan solo unos años había conseguido
matarla. Creyó en mí y en cada palabra que le decía. Me veía, solo ella. Hablaba
conmigo como si fuese un ser existente.
Me puso nombre.
Ana.
De anorexia.
Cristina Rodríguez Turano 1ºB
11/2019
Muy bonito ❤
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