Oscar Quintana Alfonso (Cinco recuerdos con filtro industrial)


CINCO RECUERDOS CON FILTRO INDUSTRIAL

“Rubio, ¿fumamos un cigarro?” Estamos a solas. Ella me enseña un paquete que tan solo unas horas atrás había guardado veinte pequeñas dosis de nicotina y alquitrán, alineadas de forma tan precisa que apenas quedaba espacio entre ellas. Ahora falta la mitad. Frente a nosotros podemos ver los minutos previos al atardecer: el sol está cada vez más bajo, tiñendo el cielo de un naranja cálido que no nos deja sentir el frío del viento. “Enciende dos”. Mientras aguanto el cigarro entre mis labios, puedo ver cómo una llama se enciende delante de mis ojos, haciendo arder esos miles de recuerdos, encerrados en un cilindro de Winston largo, que con la primera calada, pasando por mis pulmones llenan todo mi cuerpo.

El primer recuerdo que llega a mi cabeza es el de anteriores veranos, recuerdos pasados que no volverían. Risas en algún lugar y un tiempo indefinidos. Cada calada me traía una imagen nueva a la mente: una playa únicamente ocupada por dos sombras tumbadas en la arena mirando la puesta de sol. Al deshacernos de todas las prendas bajo las que se ocultaba nuestro verdadero aspecto, con la misma ropa con la que nacimos, sentimos el agua fría de la mar del norte en todas las esquinas del cuerpo. Al salir, nos tumbamos en la arena mojada que se nos pegaba a la piel y a la memoria.  Nuestros cuerpos echados bajo la Luna llena: el mío, sobre la playa helado, sintiendo el calor de la hoguera recién encendida a nuestro lado; el suyo temblando, sintiendo el calor de tenerme con ella.

Recordé las lunas de fiestas sin medida, las mañanas tratando de recrear los sucesos de la noche anterior, intentando sin éxito imaginar los rostros que me habían acompañado durante las horas previas, algunos de ellos dándome su calor en un beso. El olvido nunca tenía piedad. Imposible reconstruir ni una sola cara, y mucho menos un nombre. Parece que no, pero estoy seguro de que la explicación a eso es que los mejores sueños se olvidan. Esta sensación es igual a la de cuando nos despertamos acelerados, incorporándonos rápidamente de la cama mientras tratamos de recordar qué pasaba por nuestros sueños tan solo unos minutos antes. Sin embargo, cuanto mayor sea la excitación menor es el recuerdo. Lo mismo pasa con cada noche de verano: es un sueño del que apenas conseguiremos recordar algo al despertar.

Cuando me quiero dar cuenta, las noches de los anteriores veranos han desaparecido de mi mente, igual que han desaparecido los diez centímetros del cigarro que momentos antes había estado posado entre mis dedos. Miro a mi alrededor y veo el sol casi rozando la mar. El cielo a su alrededor cada vez es más rojo y el viento más frío. “¿Echamos otro?” me dice ella, enseñando una caja en la que se pueden ver en fila siete cápsulas de recuerdos envueltas en papel de liar y cerradas por un filtro industrial.

Esta vez, al comenzar a arder y entrar el humo en mi cuerpo, me trae el sabor de un fuego muy distinto. Un fuego fuerte, con humo negro de contenedores ardiendo. Recordé la lucha por la libertad. Antidisturbios enfundados en sus armaduras de plástico, cargando contra nosotros, defensores de la libertad. Desde las filas traseras, agentes cubiertos por cascos y escudos, disparaban pelotas de goma hacia los luchadores. Individualmente, un gudari no es nada más que la pequeña pieza de un enorme conjunto. Sin embargo, es ese conjunto el que tiene la fuerza que nos permite vivir codo con codo en defensa de nuestras compañeras, a las que pretenden someter con leyes opresoras, redactadas por terroristas vestidos de traje elegante. Nosotros siempre estaremos en pie para pisar las flores del jardín de su prisión.

Otra calada me volvió a llevar a la acción: llamas, gritos de guerra. Jóvenes venidos de todos los pueblos para defender sus ideas. Puños en alto, sonrisas, se ha evitado el desahucio, hemos ganado una batalla: hemos perdido a un amigo. No todo es bonito, no. No todo son gritos de rabia, no. Nosotros también sangramos. También perdemos. No es justo. Nosotros rompemos cajeros, ellos rompen familias. Salimos de nuestra jaula, en la que aún quedan otros encerrados, gritando que son libres.

No me he enterado. De nuevo, no lo he visto venir. Mejor dicho, no lo he visto irse: de lo que anteriormente tenía en mis manos, ahora solo queda el filtro chamuscado. A mi izquierda, sentada sobre la hierba del acantilado, ella también mira al horizonte en el que ya medio sol se baña en la misma mar que rompe en las rocas a nuestros pies, haciendo subir hasta nuestras bocas el olor a sal. “¿Cuántos nos quedan?” digo. “Cinco” me enseña el paquete. Encendemos otros dos.

El tercero de la noche suelta mucho humo, que se enreda como cada una de las melodías que forman un poema. El humo siempre ha vivido entre mis dedos, impregnando mi piel de su olor, entrando por la boca y llenando mi pecho… aunque puede que esté equivocado. De hecho, ahora estoy seguro de que esto no es así. Lo que me genera dependencia no es el humo, ni el hecho de tener algo entre los dedos, ni siquiera la nicotina. Lo que yo necesito es lo que viene con ello. Siempre un cigarro conlleva unas palabras. Siempre. A veces las escribía en un papel para no olvidarlas y otras las susurraba al viento para que las llevase hasta los oídos de la persona hacia la que iban dirigidas. Una vez que salían de mi boca, esas palabras dejaban de ser propiedad mía para pasar a ser parte del mundo que nos rodea.

No soy, nunca fui capaz de rodearme de humo en silencio. Siempre lo hice acompañado por mis palabras o por música. Como predijo Joaquín, tardé quinientas noches en olvidar su canción, y diecinueve días después de hacerlo ya había acabado de cantar para mí mismo toda la obra de Neruda. Sin poder evitarlo, cada línea que leía se convertía durante estos momentos en una parte más de mi propio poema. Sentado en el tejado, capaz de sujetar en una mano un boli y en otra un cigarro, Ismael Serrano cantaba poniendo música de fondo a cada una de estas escenas de película.

Igual que es inevitable llegar a la última página de un libro, es inevitable ver cómo el cigarro se convierte en un montón de humo y ceniza arrastrado por el viento. Tan rápido como me doy cuenta de que lo que sujeto entre mis dedos es una colilla humeante y no un pequeño estuche de guardar recuerdos, vuelvo a girar mi cabeza hacia ella. Nos miramos y sin necesidad de preguntas ella me dice: “Tres”. Nos resulta imposible imaginar un momento sin humo. Sin esta perdición las horas no tendrían sentido. Los momentos se perderían como aquellos dedos que una vez intentaron recorrer el mapa de mis venas. En este momento ambos nos sentimos totalmente dependientes de la despreocupación que genera el olor que respiramos. Después de observar la pequeña fracción que aún no se ha hundido de la gran estrella que nos calienta cada día, ella me hace entrega de un nuevo recuerdo prensado que aprieto durante unos segundos entre mis labios antes de encenderlo con un chispazo.

Esta vez no sabe tan bien. No me ha traído bonitos de lucha o de arte, sino que me ha llenado de una sensación de melancolía extrema. Por supuesto nada nuevo para mí. Ya desde hace años he tenido esa sensación casi todas las noches. Según iba pasando el tiempo se hacía más intensa e insoportable. Recuerdo las noches en las que salía a pasear por la ciudad durante el invierno. O en verano, tumbado sobre la hierba, viendo las estrellas borrosas por las lágrimas que empañaban mis ojos. A veces llovía. Era en esos momentos, en las noches húmedas y frías del verano del norte cuando peor me sentía. La tristeza asaltaba mi cabeza como un pirata tomando el control de un barco. La diferencia era que ningún capitán llevó la nave conquistada a encallar entre las rocas de una tormentosa isla desierta. La tristeza sí hizo eso conmigo. De hecho, hay más. En la soledad de mi isla decidí dar la vuelta a mis ojos para verme por dentro, como quien intenta encontrar entre la oscuridad el fondo de un pozo. Fue enorme mi empeño en conseguir encontrarme, pero de tanto mirar hacia dentro me caí.

Cada vez que sufría un nuevo abordaje por parte de mis fantasmas intentaba solucionarlo recurriendo a un pequeño recipiente, continente de una gran cantidad de felicidad embotellada. Con pena daba la vuelta a la botella, dejando caer el líquido marrón a través del dosificador hasta que llegaba al vaso donde le esperaba un único hielo, hasta entonces solo (como yo), pero a partir de ese momento acompañado por aquella bebida (igual que yo). Era la poción del olvido, cuyos efectos siempre contrarrestaba con la ayuda de un boli y mi cuaderno. Sí, bebí para olvidar todo lo que escribía. Para olvidar lo mismo que hoy recuerdo cuando leo las líneas que tiempo atrás lloré en un papel.

Por suerte, esta vez el recuerdo dura tan poco como los anteriores, haciéndome sentir la más profunda tristeza, pero yéndose después de unos segundos, cosa que nunca antes había ocurrido. Ese sentimiento solía venir para quedarse. Hoy no. Ya se ha apagado. Del recuerdo solo queda humo que se ha perdido en el viento. A lo lejos, el sol ya está casi totalmente hundido en el agua azul, rodeado por nubes ahora teñidas de mil tonos de rojo, naranja y rosa. “Queda uno, el último. ¿Lo echamos a medias?”. “Sí por favor. Lo necesito.” digo. Vi aquella dosis de reminiscencias del pasado, que esta vez se encendía en su boca. En cuanto llega a mí el olor de la sustancia etérea que emana del pequeño cilindro al arder, me doy cuente de que este será el más fuerte.

Con la primera calada, la memoria que llega a mí esta vez es la de una cara de admiración que llegaba desde un rincón del parque. Dos ojos negros gritaban que querían conocerme, ser parte de mí. Cuando me quise dar cuenta ya la acompañaba a casa cada día, guardando su mano entre las mías. Al llegar a su portal, un beso y dos caricias. Reunidos con más gente, al principio discretos, rozándonos las manos bajo un abrigo, besándonos a escondidas. Tiempo después perdimos las ganas de ocultarnos: nos besábamos en cualquier lugar, rodeados de cualquier grupo de personas sin ningún tipo de reparo. Nos queríamos, eso era innegable.

La segunda calada me confirmó que nadie supo nunca la verdad. Los mismos labios que hoy sujetan un cigarro son los que no tenían necesidad de ello cuando podían rozar su piel. Los mismos dedos que sujetan el sobre cilíndrico en el que caben mis recuerdos son los que un día acariciaron todos sus rincones. No quedó un punto inexplorado, ni un lunar desconocido. Nadie lo supo. Devuelvo el cigarro manteniendo el humo en mis pulmones. Puedo estar seguro, nadie lo supo. Nadie conoció nuestras tardes de domingos. Nadie nos acompañó en el parque ni supo lo que ahí pasaba. Era, de verdad, amor. Era sentir, era querer. Era nacer, pero al revés: yo era un niño al salir de Ella, pero cuando estaba dentro no era nada, un cuerpo solamente útil para guardar un sentimiento. Ni siquiera eso. Mi cuerpo no era lo suficientemente grande como para albergar tanto querer. Quise con todas mis fuerzas que aquello no tuviera fin. Y se convirtió en eterno. Dicen que hay que tener cuidado con los sueños, porque a veces se cumplen. Se cumplieron. Los domingos nunca se borraron de mi mente. Cada noche vuelven a hacerme viajar a aquellos tiempos en los que fui feliz. Recibo el cigarro una vez más y al soltar el humo de la última calada vuelvo a la realidad.

Estamos a solas. Ella me enseña un paquete que tan solo unas horas atrás había guardado veinte pequeñas dosis de nicotina y alquitrán, alineadas de forma tan precisa que apenas quedaba espacio entre ellas. Ahora está vacía. Frente a nosotros podemos ver el fin del atardecer: el sol ha ido bajando durante los últimos minutos, quizá horas que hemos pasado juntos. Vemos la última huella de sol hundirse en la mar, y justo en el momento en que desaparece bajo el agua, un rayo verde ilumina el cielo, la mar y nuestras caras durante una fracción de segundo. Después, todo queda en silencio. Todo queda oscuro.

Oscar Quintana Alfonso, 4º A, Noviembre de 2019

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