“Rubio,
¿fumamos un cigarro?” Estamos a solas. Ella me enseña un paquete que tan solo unas
horas atrás había guardado veinte pequeñas dosis de nicotina y alquitrán,
alineadas de forma tan precisa que apenas quedaba espacio entre ellas. Ahora
falta la mitad. Frente a nosotros podemos ver los minutos previos al atardecer:
el sol está cada vez más bajo, tiñendo el cielo de un naranja cálido que no nos
deja sentir el frío del viento. “Enciende dos”. Mientras aguanto el cigarro
entre mis labios, puedo ver cómo una llama se enciende delante de mis ojos,
haciendo arder esos miles de recuerdos, encerrados en un cilindro de Winston largo, que con la primera
calada, pasando por mis pulmones llenan todo mi cuerpo.
El
primer recuerdo que llega a mi cabeza es el de anteriores veranos, recuerdos pasados
que no volverían. Risas en algún lugar y un tiempo indefinidos. Cada calada me
traía una imagen nueva a la mente: una playa únicamente ocupada por dos sombras
tumbadas en la arena mirando la puesta de sol. Al deshacernos de todas las
prendas bajo las que se ocultaba nuestro verdadero aspecto, con la misma ropa
con la que nacimos, sentimos el agua fría de la mar del norte en todas las
esquinas del cuerpo. Al salir, nos tumbamos en la arena mojada que se nos pegaba
a la piel y a la memoria. Nuestros
cuerpos echados bajo la Luna llena: el mío, sobre la playa helado, sintiendo el
calor de la hoguera recién encendida a nuestro lado; el suyo temblando,
sintiendo el calor de tenerme con ella.
Recordé
las lunas de fiestas sin medida, las mañanas tratando de recrear los sucesos de
la noche anterior, intentando sin éxito imaginar los rostros que me habían
acompañado durante las horas previas, algunos de ellos dándome su calor en un
beso. El olvido nunca tenía piedad. Imposible reconstruir ni una sola cara, y
mucho menos un nombre. Parece que no, pero estoy seguro de que la explicación a
eso es que los mejores sueños se olvidan. Esta sensación es igual a la de
cuando nos despertamos acelerados, incorporándonos rápidamente de la cama
mientras tratamos de recordar qué pasaba por nuestros sueños tan solo unos
minutos antes. Sin embargo, cuanto mayor sea la excitación menor es el
recuerdo. Lo mismo pasa con cada noche de verano: es un sueño del que apenas
conseguiremos recordar algo al despertar.
Cuando
me quiero dar cuenta, las noches de los anteriores veranos han desaparecido de
mi mente, igual que han desaparecido los diez centímetros del cigarro que
momentos antes había estado posado entre mis dedos. Miro a mi alrededor y veo
el sol casi rozando la mar. El cielo a su alrededor cada vez es más rojo y el
viento más frío. “¿Echamos otro?” me dice ella, enseñando una caja en la que se
pueden ver en fila siete cápsulas de recuerdos envueltas en papel de liar y
cerradas por un filtro industrial.
Esta
vez, al comenzar a arder y entrar el humo en mi cuerpo, me trae el sabor de un
fuego muy distinto. Un fuego fuerte, con humo negro de contenedores ardiendo.
Recordé la lucha por la libertad. Antidisturbios enfundados en sus armaduras de
plástico, cargando contra nosotros, defensores de la libertad. Desde las filas
traseras, agentes cubiertos por cascos y escudos, disparaban pelotas de goma
hacia los luchadores. Individualmente, un gudari
no es nada más que la pequeña pieza de un enorme conjunto. Sin embargo, es ese
conjunto el que tiene la fuerza que nos permite vivir codo con codo en defensa
de nuestras compañeras, a las que pretenden someter con leyes opresoras,
redactadas por terroristas vestidos de traje elegante. Nosotros siempre estaremos
en pie para pisar las flores del jardín de su prisión.
Otra
calada me volvió a llevar a la acción: llamas, gritos de guerra. Jóvenes
venidos de todos los pueblos para defender sus ideas. Puños en alto, sonrisas,
se ha evitado el desahucio, hemos ganado una batalla: hemos perdido a un amigo.
No todo es bonito, no. No todo son gritos de rabia, no. Nosotros también
sangramos. También perdemos. No es justo. Nosotros rompemos cajeros, ellos
rompen familias. Salimos de nuestra jaula, en la que aún quedan otros
encerrados, gritando que son libres.
No
me he enterado. De nuevo, no lo he visto venir. Mejor dicho, no lo he visto
irse: de lo que anteriormente tenía en mis manos, ahora solo queda el filtro
chamuscado. A mi izquierda, sentada sobre la hierba del acantilado, ella
también mira al horizonte en el que ya medio sol se baña en la misma mar que
rompe en las rocas a nuestros pies, haciendo subir hasta nuestras bocas el olor
a sal. “¿Cuántos nos quedan?” digo. “Cinco” me enseña el paquete. Encendemos
otros dos.
El
tercero de la noche suelta mucho humo, que se enreda como cada una de las
melodías que forman un poema. El humo siempre ha vivido entre mis dedos,
impregnando mi piel de su olor, entrando por la boca y llenando mi pecho…
aunque puede que esté equivocado. De hecho, ahora estoy seguro de que esto no
es así. Lo que me genera dependencia no es el humo, ni el hecho de tener algo
entre los dedos, ni siquiera la nicotina. Lo que yo necesito es lo que viene
con ello. Siempre un cigarro conlleva unas palabras. Siempre. A veces las
escribía en un papel para no olvidarlas y otras las susurraba al viento para
que las llevase hasta los oídos de la persona hacia la que iban dirigidas. Una
vez que salían de mi boca, esas palabras dejaban de ser propiedad mía para
pasar a ser parte del mundo que nos rodea.
No
soy, nunca fui capaz de rodearme de humo en silencio. Siempre lo hice
acompañado por mis palabras o por música. Como predijo Joaquín, tardé
quinientas noches en olvidar su canción, y diecinueve días después de hacerlo
ya había acabado de cantar para mí mismo toda la obra de Neruda. Sin poder
evitarlo, cada línea que leía se convertía durante estos momentos en una parte
más de mi propio poema. Sentado en el tejado, capaz de sujetar en una mano un
boli y en otra un cigarro, Ismael Serrano cantaba poniendo música de fondo a
cada una de estas escenas de película.
Igual
que es inevitable llegar a la última página de un libro, es inevitable ver cómo
el cigarro se convierte en un montón de humo y ceniza arrastrado por el viento.
Tan rápido como me doy cuenta de que lo que sujeto entre mis dedos es una
colilla humeante y no un pequeño estuche de guardar recuerdos, vuelvo a girar
mi cabeza hacia ella. Nos miramos y sin necesidad de preguntas ella me dice:
“Tres”. Nos resulta imposible imaginar un momento sin humo. Sin esta perdición
las horas no tendrían sentido. Los momentos se perderían como aquellos dedos
que una vez intentaron recorrer el mapa de mis venas. En este momento ambos nos
sentimos totalmente dependientes de la despreocupación que genera el olor que
respiramos. Después de observar la pequeña fracción que aún no se ha hundido de
la gran estrella que nos calienta cada día, ella me hace entrega de un nuevo
recuerdo prensado que aprieto durante unos segundos entre mis labios antes de
encenderlo con un chispazo.
Esta
vez no sabe tan bien. No me ha traído bonitos de lucha o de arte, sino que me
ha llenado de una sensación de melancolía extrema. Por supuesto nada nuevo para
mí. Ya desde hace años he tenido esa sensación casi todas las noches. Según iba
pasando el tiempo se hacía más intensa e insoportable. Recuerdo las noches en
las que salía a pasear por la ciudad durante el invierno. O en verano, tumbado
sobre la hierba, viendo las estrellas borrosas por las lágrimas que empañaban
mis ojos. A veces llovía. Era en esos momentos, en las noches húmedas y frías
del verano del norte cuando peor me sentía. La tristeza asaltaba mi cabeza como
un pirata tomando el control de un barco. La diferencia era que ningún capitán
llevó la nave conquistada a encallar entre las rocas de una tormentosa isla
desierta. La tristeza sí hizo eso conmigo. De hecho, hay más. En la soledad de
mi isla decidí dar la vuelta a mis ojos para verme por dentro, como quien
intenta encontrar entre la oscuridad el fondo de un pozo. Fue enorme mi empeño
en conseguir encontrarme, pero de tanto mirar hacia dentro me caí.
Cada
vez que sufría un nuevo abordaje por parte de mis fantasmas intentaba
solucionarlo recurriendo a un pequeño recipiente, continente de una gran
cantidad de felicidad embotellada. Con pena daba la vuelta a la botella,
dejando caer el líquido marrón a través del dosificador hasta que llegaba al
vaso donde le esperaba un único hielo, hasta entonces solo (como yo), pero a
partir de ese momento acompañado por aquella bebida (igual que yo). Era la
poción del olvido, cuyos efectos siempre contrarrestaba con la ayuda de un boli
y mi cuaderno. Sí, bebí para olvidar todo lo que escribía. Para olvidar lo
mismo que hoy recuerdo cuando leo las líneas que tiempo atrás lloré en un
papel.
Por
suerte, esta vez el recuerdo dura tan poco como los anteriores, haciéndome
sentir la más profunda tristeza, pero yéndose después de unos segundos, cosa
que nunca antes había ocurrido. Ese sentimiento solía venir para quedarse. Hoy
no. Ya se ha apagado. Del recuerdo solo queda humo que se ha perdido en el
viento. A lo lejos, el sol ya está casi totalmente hundido en el agua azul,
rodeado por nubes ahora teñidas de mil tonos de rojo, naranja y rosa. “Queda
uno, el último. ¿Lo echamos a medias?”. “Sí por favor. Lo necesito.” digo. Vi
aquella dosis de reminiscencias del pasado, que esta vez se encendía en su
boca. En cuanto llega a mí el olor de la sustancia etérea que emana del pequeño
cilindro al arder, me doy cuente de que este será el más fuerte.
Con
la primera calada, la memoria que llega a mí esta vez es la de una cara de
admiración que llegaba desde un rincón del parque. Dos ojos negros gritaban que
querían conocerme, ser parte de mí. Cuando me quise dar cuenta ya la acompañaba
a casa cada día, guardando su mano entre las mías. Al llegar a su portal, un
beso y dos caricias. Reunidos con más gente, al principio discretos, rozándonos
las manos bajo un abrigo, besándonos a escondidas. Tiempo después perdimos las
ganas de ocultarnos: nos besábamos en cualquier lugar, rodeados de cualquier
grupo de personas sin ningún tipo de reparo. Nos queríamos, eso era innegable.
La
segunda calada me confirmó que nadie supo nunca la verdad. Los mismos labios
que hoy sujetan un cigarro son los que no tenían necesidad de ello cuando
podían rozar su piel. Los mismos dedos que sujetan el sobre cilíndrico en el
que caben mis recuerdos son los que un día acariciaron todos sus rincones. No
quedó un punto inexplorado, ni un lunar desconocido. Nadie lo supo. Devuelvo el
cigarro manteniendo el humo en mis pulmones. Puedo estar seguro, nadie lo supo.
Nadie conoció nuestras tardes de domingos. Nadie nos acompañó en el parque ni
supo lo que ahí pasaba. Era, de verdad, amor. Era sentir, era querer. Era
nacer, pero al revés: yo era un niño al salir de Ella, pero cuando estaba
dentro no era nada, un cuerpo solamente útil para guardar un sentimiento. Ni
siquiera eso. Mi cuerpo no era lo suficientemente grande como para albergar
tanto querer. Quise con todas mis fuerzas que aquello no tuviera fin. Y se
convirtió en eterno. Dicen que hay que tener cuidado con los sueños, porque a
veces se cumplen. Se cumplieron. Los domingos nunca se borraron de mi mente.
Cada noche vuelven a hacerme viajar a aquellos tiempos en los que fui feliz.
Recibo el cigarro una vez más y al soltar el humo de la última calada vuelvo a
la realidad.
Estamos
a solas. Ella me enseña un paquete que tan solo unas horas atrás había guardado
veinte pequeñas dosis de nicotina y alquitrán, alineadas de forma tan precisa
que apenas quedaba espacio entre ellas. Ahora está vacía. Frente a nosotros
podemos ver el fin del atardecer: el sol ha ido bajando durante los últimos
minutos, quizá horas que hemos pasado juntos. Vemos la última huella de sol
hundirse en la mar, y justo en el momento en que desaparece bajo el agua, un
rayo verde ilumina el cielo, la mar y nuestras caras durante una fracción de
segundo. Después, todo queda en silencio. Todo queda oscuro.
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