Era una soleada y
calurosa tarde de verano, en la que me encontraba en la playa con mis amigos.
Decidimos irnos a bañar al mar, y en aquel momento, no sé muy bien que pasó,
pero algo empezó a ir mal.
De repente, me empecé a
sentir mareado, con náuseas, y se me empezó a nublar la visión hasta tal punto
de no ver nada. Cuando desperté, me encontraba en una extraña habitación,
tumbado en una cama. Era una cama muy extraña y peculiar, en la que me invadían
los cables, cuando me intenté incorporar para mirar por la pequeña ventana que
se encontraba en la pared de aquella sombría habitación, y por la que casi no
entraba luz, vi que no podía apenas moverme, lo volví a intentar una y otra vez
pero ví que era inútil; desesperado lo intentaba de todas las formas posibles
pero ninguna daba resultado, en uno de aquellos intentos por intentar vislumbrar
un pequeño rayo de sol por aquella ventana, entró el médico acompañado de mamá.
Mamá nada más verme se
abalanzó sobre mí y me dio un caluroso y fuerte abrazo con lágrimas en los
ojos; yo en aquel momento, no entendía nada de lo que pasaba, pues nadie me lo
había dicho y tan solo recordaba estar en la playa con mis amigos, por lo que intenté
preguntar, pero otra vez volví a sentir aquella situación en la que quería
hacer algo, pero mi cuerpo no respondía. En ese momento me empecé a asustar
pues no podía apenas moverme, no podía hablar y el mero hecho de ver a mamá con
lágrimas en la cara, hizo que se me contagiasen algunas de ellas. Justo después,
el médico empezó a hablar de forma pausada y tranquila, con palabras que yo, un
niño de cinco años no conseguí entender.
La siguiente semana fue
muy extraña, pues al no poder caminar tenía que ir con mamá en silla de ruedas
a todos lados, íbamos y veníamos todos los días de aquel sitio llamado farmacia,
dónde todos los días me daban una medicina porque según le entendí a mamá,
había sufrido un derrame cerebral en el hemisferio izquierdo; cuando oí esas
palabras, no entendí lo que querían decir, tal vez no fuesen muy complicadas de
entender, pero aquel dichoso derrame, me había convertido en un completo
inútil, no era capaz de andar, no era capaz de hablar y tenía dificultades para
entender a la gente. Ya no sabía que más me podía pasar.
Mamá pensaba que, con
aquellas medicinas, tal vez me pudiese poner bien y volver a ser ese niño de
cinco años, risueño y alegre que soñaba con convertirse algún día en un jugador
de baloncesto, pero yo, a diferencia de mamá, cada día que pasaba, viendo que
no mejoraba, empecé a perder la esperanza en que todo pudiese volver a ser como
antes.
Un mes después de aquel
dichoso y maldito derrame, vinieron mis abuelos a visitarme. Todos pensaron que
me alegraría al verlos, incluso yo lo llegué a pensar cuando mamá me dijo que
venían. Cuando esa misma tarde llegaron, me hubiera encantado verles, pero yo
ya sabía que no iba a ser así, pues una semana atrás había empezado a tener
problemas con la vista y no era capaz de enfocar y en ocasiones veía borroso,
no se lo dije a mamá para que no se preocupase más, ya que ella seguía luchando
con todas sus fuerzas, visitando día y noche a especialistas en medicina, para
ver si alguno era capaz de curarme las secuelas que me había dejado aquel
derrame.
Pasaban las semanas y
nada mejoraba, todo seguía igual, la única diferencia, era que yo empezaba a
quedarme sin fuerzas para seguir luchando y mamá parecía que hubiese sacado la
fuerza de mil hombres para seguir luchando por mí, su hijo. Un hijo que jamás
volverá a ser como antes, un hijo que, aunque mamá diga que no, es una carga
para ella, ojalá pudiera liberarla cuanto antes, de esta pesadilla en la que
mamá se encuentra por mi culpa.
Tal era mi deseo, que
llegamos a un sitio al que mamá llamaba casa, pero yo no conseguí entenderlo,
porque apenas recordaba nada, solamente recordaba a mamá y ese día en el que
empezó todo. Mamá me notó extraño y me llevó de nuevo al médico, con el que había
empezado todo, el cual nos dijo, que los problemas y pérdidas de memoria, eran
una secuela más de lo que aparentemente parecía un inofensivo derrame. En aquel
momento, me entro el pánico, pues temía olvidarme de lo único que tenía en este
mundo, de la única persona que luchaba para que yo pudiera volver a ser el de
siempre, un niño de cinco años risueño y alegre que jugaba con sus amigos.
Gracias a esto, cada vez me sentía un lastre más y más pesado para ella.
Los segundos cada vez
transcurrían más despacio, el tiempo casi no avanzaba, yo no me curaba y a mamá
cada vez se la veía más agobiada y a la vez más fuerte que nunca. Pensé en
intentar contagiarme de esa actitud, pero era como querer multiplicar, sin saber
sumar; por más que lo intentaba, algo hacía que no lo consiguiese, y tal vez
ese algo fuese lo que hacía que no me curase. Pues al fin y al cabo todo estaba
dentro de mi cabeza.
Las semanas comenzaron
a pasar más rápido, o por lo menos eso me pareció a mí desde que intentaba
descubrir que era ese algo que no tenía, pues apenas me acordaba de la
enfermedad.
El tiempo volaba,
jugaba con mamá, me reía, dábamos paseos, visitábamos a los abuelos,… A pesar
de todo lo que tenía encima, fueron las mejores semanas de mi vida, y por fin,
había descubierto ese algo que me faltaba para conseguir la fuerza de mamá.
Poco después, llegó el
momento de volver a ir al hospital, pero, a diferencia de otras veces, esta vez,
iba como un enamorado el día de san Valentín, iba contento, risueño y alegre,
porque había sido capaz de empezar a luchar contra aquellas dichosas secuelas y
en aquel tiempo no solo no había empeorado nada, sino que notaba que había
empezado a mejorar. Pero lo mejor fue, que el médico confirmó que había
mejorado.
Pasaron los días, las semanas,
los meses, y cada vez me sentía mas fuerte, desde que me había contagiado de
esa extraña fuerza de mamá, que hacía que no me rindiese nunca; las secuelas
parecían haberse ido de mi cuerpo.
El 4 de diciembre me
levanté más emocionado que nunca, había que ir al médico y quería demostrarle
todo lo fuerte y bien que estaba. Cuando llegamos, nos saludó y nos dijo
entusiasmado, que, gracias a mi perseverancia, a mi gran actitud, y a mi
esfuerzo de no rendirme nunca, había conseguido superar aquella terrible
pesadilla.
Todo esto te lo debo a
ti mamá, porque tú me has enseñado a no rendirme nunca y a luchar hasta el
final, y gracias a eso y a ti, hoy puedo escribir y contar esta historia que
sin duda me ha enseñado algo que jamás te podré agradecer.
¡TE QUIERO MAMÁ!
Fdo.: Tu hijo Juan
Pablo Rodríguez
Garrido. 1ºB Bachillerato Noviembre de 2019
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