Pablo Rodríguez (Un inofensivo derrame,... o eso creía yo)


UN INOFENSIVO DERRAME,… O ESO CREÍA YO

Era una soleada y calurosa tarde de verano, en la que me encontraba en la playa con mis amigos. Decidimos irnos a bañar al mar, y en aquel momento, no sé muy bien que pasó, pero algo empezó a ir mal.

De repente, me empecé a sentir mareado, con náuseas, y se me empezó a nublar la visión hasta tal punto de no ver nada. Cuando desperté, me encontraba en una extraña habitación, tumbado en una cama. Era una cama muy extraña y peculiar, en la que me invadían los cables, cuando me intenté incorporar para mirar por la pequeña ventana que se encontraba en la pared de aquella sombría habitación, y por la que casi no entraba luz, vi que no podía apenas moverme, lo volví a intentar una y otra vez pero ví que era inútil; desesperado lo intentaba de todas las formas posibles pero ninguna daba resultado, en uno de aquellos intentos por intentar vislumbrar un pequeño rayo de sol por aquella ventana, entró el médico acompañado de mamá.

Mamá nada más verme se abalanzó sobre mí y me dio un caluroso y fuerte abrazo con lágrimas en los ojos; yo en aquel momento, no entendía nada de lo que pasaba, pues nadie me lo había dicho y tan solo recordaba estar en la playa con mis amigos, por lo que intenté preguntar, pero otra vez volví a sentir aquella situación en la que quería hacer algo, pero mi cuerpo no respondía. En ese momento me empecé a asustar pues no podía apenas moverme, no podía hablar y el mero hecho de ver a mamá con lágrimas en la cara, hizo que se me contagiasen algunas de ellas. Justo después, el médico empezó a hablar de forma pausada y tranquila, con palabras que yo, un niño de cinco años no conseguí entender.

La siguiente semana fue muy extraña, pues al no poder caminar tenía que ir con mamá en silla de ruedas a todos lados, íbamos y veníamos todos los días de aquel sitio llamado farmacia, dónde todos los días me daban una medicina porque según le entendí a mamá, había sufrido un derrame cerebral en el hemisferio izquierdo; cuando oí esas palabras, no entendí lo que querían decir, tal vez no fuesen muy complicadas de entender, pero aquel dichoso derrame, me había convertido en un completo inútil, no era capaz de andar, no era capaz de hablar y tenía dificultades para entender a la gente. Ya no sabía que más me podía pasar.

Mamá pensaba que, con aquellas medicinas, tal vez me pudiese poner bien y volver a ser ese niño de cinco años, risueño y alegre que soñaba con convertirse algún día en un jugador de baloncesto, pero yo, a diferencia de mamá, cada día que pasaba, viendo que no mejoraba, empecé a perder la esperanza en que todo pudiese volver a ser como antes.

Un mes después de aquel dichoso y maldito derrame, vinieron mis abuelos a visitarme. Todos pensaron que me alegraría al verlos, incluso yo lo llegué a pensar cuando mamá me dijo que venían. Cuando esa misma tarde llegaron, me hubiera encantado verles, pero yo ya sabía que no iba a ser así, pues una semana atrás había empezado a tener problemas con la vista y no era capaz de enfocar y en ocasiones veía borroso, no se lo dije a mamá para que no se preocupase más, ya que ella seguía luchando con todas sus fuerzas, visitando día y noche a especialistas en medicina, para ver si alguno era capaz de curarme las secuelas que me había dejado aquel derrame.

Pasaban las semanas y nada mejoraba, todo seguía igual, la única diferencia, era que yo empezaba a quedarme sin fuerzas para seguir luchando y mamá parecía que hubiese sacado la fuerza de mil hombres para seguir luchando por mí, su hijo. Un hijo que jamás volverá a ser como antes, un hijo que, aunque mamá diga que no, es una carga para ella, ojalá pudiera liberarla cuanto antes, de esta pesadilla en la que mamá se encuentra por mi culpa.

Tal era mi deseo, que llegamos a un sitio al que mamá llamaba casa, pero yo no conseguí entenderlo, porque apenas recordaba nada, solamente recordaba a mamá y ese día en el que empezó todo. Mamá me notó extraño y me llevó de nuevo al médico, con el que había empezado todo, el cual nos dijo, que los problemas y pérdidas de memoria, eran una secuela más de lo que aparentemente parecía un inofensivo derrame. En aquel momento, me entro el pánico, pues temía olvidarme de lo único que tenía en este mundo, de la única persona que luchaba para que yo pudiera volver a ser el de siempre, un niño de cinco años risueño y alegre que jugaba con sus amigos. Gracias a esto, cada vez me sentía un lastre más y más pesado para ella.

Los segundos cada vez transcurrían más despacio, el tiempo casi no avanzaba, yo no me curaba y a mamá cada vez se la veía más agobiada y a la vez más fuerte que nunca. Pensé en intentar contagiarme de esa actitud, pero era como querer multiplicar, sin saber sumar; por más que lo intentaba, algo hacía que no lo consiguiese, y tal vez ese algo fuese lo que hacía que no me curase. Pues al fin y al cabo todo estaba dentro de mi cabeza.

Las semanas comenzaron a pasar más rápido, o por lo menos eso me pareció a mí desde que intentaba descubrir que era ese algo que no tenía, pues apenas me acordaba de la enfermedad.

El tiempo volaba, jugaba con mamá, me reía, dábamos paseos, visitábamos a los abuelos,… A pesar de todo lo que tenía encima, fueron las mejores semanas de mi vida, y por fin, había descubierto ese algo que me faltaba para conseguir la fuerza de mamá.

Poco después, llegó el momento de volver a ir al hospital, pero, a diferencia de otras veces, esta vez, iba como un enamorado el día de san Valentín, iba contento, risueño y alegre, porque había sido capaz de empezar a luchar contra aquellas dichosas secuelas y en aquel tiempo no solo no había empeorado nada, sino que notaba que había empezado a mejorar. Pero lo mejor fue, que el médico confirmó que había mejorado.

Pasaron los días, las semanas, los meses, y cada vez me sentía mas fuerte, desde que me había contagiado de esa extraña fuerza de mamá, que hacía que no me rindiese nunca; las secuelas parecían haberse ido de mi cuerpo.

El 4 de diciembre me levanté más emocionado que nunca, había que ir al médico y quería demostrarle todo lo fuerte y bien que estaba. Cuando llegamos, nos saludó y nos dijo entusiasmado, que, gracias a mi perseverancia, a mi gran actitud, y a mi esfuerzo de no rendirme nunca, había conseguido superar aquella terrible pesadilla.

Todo esto te lo debo a ti mamá, porque tú me has enseñado a no rendirme nunca y a luchar hasta el final, y gracias a eso y a ti, hoy puedo escribir y contar esta historia que sin duda me ha enseñado algo que jamás te podré agradecer.

¡TE QUIERO MAMÁ!

Fdo.: Tu hijo Juan

Pablo Rodríguez Garrido. 1ºB Bachillerato Noviembre de 2019


Comentarios