Álvaro Peñafiel (Culpa)




CULPA

Todo comenzó y acabó esa noche. Aquella fría noche de diciembre de 1964, en medio de esa remota selva en el corazón de Vietnam. Se suponía que iba a ser una misión sencilla, las órdenes eran claras y concisas; ‘’Arrasad con todo lo que veáis y no dejéis supervivientes’’. Después de un largo camino, por fin llegamos a nuestro destino: una pequeña aldea con alrededor de unas treinta casas. Eran más o menos las 3 de la mañana y las familias ya estaban durmiendo.

De repente, el capitán de nuestro pelotón nos ordenó atacar. Agarré mi rifle y me preparé para salir, cuando vislumbré la silueta de un niño en una de las casas; eso me paró en seco. Uno de mis compañeros me golpeó en la parte trasera del casco, lo que hizo que empezara a moverme, pero no consiguió que pudiera quitarme a aquel niño de la cabeza.

‘’¡Vamos hombre, espabila! ¡Tienes una misión!’’ me repetí a mí mismo. Y antes de que quisiera darme cuenta, estaba al lado de la casa en la que observé con anterioridad a aquel niño.

Viendo que todos mis compañeros ya habían empezado con las operaciones, decidí usar una granada para mancharme lo menos posible las manos. Saqué la granada, arranqué la anilla y la lancé al interior de la casa. Esperé a oír el estallido, que siempre es prácticamente instantáneo,  pero algo dentro de mí estaba haciendo que cada uno de esos cinco segundos se convirtiera en angustia por lo que acababa de hacer. Finalmente sonó el estallido, y cuando creía que ya había terminado ahí para así poder continuar, lo peor se hizo realidad: empecé a oír un grito lleno de dolor que venía de interior de la casa.

No podía creerlo; más bien no quería creerlo. Uno de mis compañeros me gritó - ‘’Lynch, mueve el culo, que no estás haciendo nada’’. Armándome de valor entré dentro de la casa. Y me encontré al niño que ví a través de la ventana, llorado desconsoladamente al lado de lo que se suponía que habían sido sus padres hasta hacía sólo unos minutos, pero que ahora eran irreconocibles.

El niño, al verme, empezó a arrastrarse y me fijé en cómo salía un reguero de sangre de su pierna derecha. Tendría unos cinco años, seis a lo sumo, y enseguida me dí cuenta de que no era consciente de la muerte de sus padres. Sus gritos eran consecuencia de la herida que tenía en la pierna.

El pequeño acabó chocando con una de las paredes de lo que era su casa. Gritó dolorosamente y se volvió hacia los cadáveres de sus padres. Al ver lo que había ocurrido, me miró a los ojos. Tenía miedo. Yo sabía todo lo que sentía sólo con esa mirada. Confusión, ira, tristeza, rabia, impotencia. Pero sobre todo, tenía miedo. Y lo sabía porque yo estaba igual de asustado que aquel niño.

Llevado por ese mismo miedo, disparé contra el niño. A pesar de todo lo que estaba sucediendo fuera de esa cabaña, ese disparo hizo que todo a mi alrededor ensordeciera. Vi como el torso del niño caía al suelo.

Mis piernas comenzaron a temblar convulsivamente, y yo empecé a sentirme cada vez más y más débil. Era la culpa. La cara de aquel niño fue un recordatorio de todas y cada una de las personas que había matado desde que fui traído a esta guerra. Y aunque la culpa fuera un peso que no podía soportar, tenía más miedo aún de caer de rodillas y ser arrastrado al infierno. A MI infierno.

Aún con temblores salí corriendo de aquella casa, solo para ver como lo que hacía escasos 5 minutos era una tranquila aldea, ahora estaba siendo consumida por las llamas. El olor de la sangre caliente hizo que al final cayera de rodillas ante la aberración que nos había sido ordenada. Con lágrimas en los ojos saqué la pistola que tenía en la cintura y me la metí en la boca. Lo último en lo que me hubiera gustado pensar habría sido en mis padres esperando mi vuelta a casa, o tal vez en mi novia, a la que prometí que nos casaríamos a mi vuelta. Pero solo podía pensar en los ojos de aquel niño. Y esa cara, consumida por el miedo, fue lo último que vi antes de apretar.


Álvaro Peñafiel 1ºB 01/2020


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