Cristina Rodríguez (Ochenta y seis)




OCHENTA Y SEIS

Un rayo de luz esquivó las cortinas de mi habitación, aquel, localizó mi ojo y dio con toda su fuerza hacia él. Tuve que apretar mis parpados para reconocer qué era lo que me molestaba. Sin ni siquiera abrirlos supe que era el sol. Ya había amanecido. Sacudí mi mano encima de mi ojo para evitar la luz, sin embargo, me di por vencido y suspiré. Tendí mis brazos sobre la cama, cogí impulso y me senté. Las sábanas aún estaban frías, aunque hubiera dejado encendida la calefacción toda la noche. Procedí a apartar las telas de mis piernas y dejarlas respirar, me acomodé en el bordillo de la cama para ponerme de pie. Pero antes de comenzar, sobé mis ojos con mis manos y así pude ver mejor. Incliné mi cabeza ligeramente hacia la izquierda, una simple tentación hacia la almohada, sin duda quería volver a dormir. Hice un pequeño recorrido con mis ojos y duró poco, algo llamó mi atención y paré.

Una foto se hallaba posada en la comodidad de mi mesa de noche. Una foto curiosa. Bastante curiosa.

Entré al baño y me duché, al salir cogí una toalla, limpié el espejo con ella y la dejé en el suelo. Miré mi reflejo y vi los pequeños vellos salientes de mi barbilla. Extendí mi brazo hasta alcanzar la cuchilla de la ducha y, así, poder afeitarme. La dejé en el lavabo, y me vestí, decidí optar por lo de siempre, nadie más que los de mi oficina me verían.

Tan solo tomé un café rápido, estaba tan caliente que lo dejé a medias. Cogí mi maletín, abrí la puerta y me fui. Dentro ya de la oficina proseguí con mi trabajo, mi jefe jamás esperaría a que llegara para dejarme el papeleo, tan solo llego y veo todo sobre mi escritorio. Horas y horas de trabajo. Durante las últimas horas estaba derrotado, era mucho tiempo entre nombres y números; a veces, me quedo en blanco, con los dedos en el teclado a media frase por terminar, pero no la acabo, sigo en blanco. Mi cuerpo quiere irse, pero mi mente se esfuerza por volver y poder seguir trabajando. Intento parpadear muchas veces y consigo recuperar mi forma.

El camino a casa es más ameno que la ida, tengo el camino tan memorizado que no hace falta el uso de GPS. Mis amigos dicen que soy muy serio, yo creo ya soy mayor. Ellos tienen mi misma edad, pero tienen más espíritu que yo, es como si el mío hubiera salido de mí y hubiese comenzado su propia vida.

Al llegar a casa abro la puerta y entro. Se me pone la piel de gallina al cambiar del frío exterior al calor de mi hogar. No tenía hambre, decidí ponerme algo cómodo e ir a dormir. Cuando me senté en mi cama la foto seguía ahí, no soy un hombre de fe, pero había algo que me espeluznaba. Me tumbé, apagué la lámpara e intenté dormir. Aunque hubiera cerrado los ojos diez veces más no habría conseguido dormir. Sabía que era algo que me dejaba intranquilo, por lo que encendí la luz, me volví a sentar y guardé la foto en uno de los cajones.
A la mañana siguiente tuve que ponerme el despertador, no quería que ese rayo de luz me molestara otra vez así que cerré todas las cortinas. Por lo tanto, no me despertó el molesto sol, sino el impertinente sonido de la maquinita.

Siempre hacía mi rutina habitual, levantarme, ducharme, vestirme e irme. Volví a tomarme un café, aunque lo prefiera con leche, no he tenido tiempo para hacer las compras. Esta vez hice el esfuerzo de tomármelo todo, quería estar bien activo para el trabajo. Me puse el abrigo y cogí mi maletín. Sin embargo, mi mano rodeo aire. No había fijado que éste no se encontraba en la silla de la cocina, supuse que lo habría dejado en mi habitación. Subí las escaleras y fui a por él. Estaba pegado a la pata de mi cama, al levantarlo me di cuenta que había otra foto. La cogí y la miré detenidamente, volví a guardarla en uno de los cajones.

En el trabajo me puse pasar los nombre y números al ordenador, era como un camino sin fin. Jamás veía que se terminara. Eran las nueve menos diez, tan solo unos minutos más y volvería a estar de camino a casa. Sin duda fueron los diez minutos más largos de mi vida, no veía que las agujas se inclinaran, cada vez iban más lento. Ya a la hora, apagué el ordenador, empujé la silla hacia detrás para poder salir y la metí en el escritorio. Cogí mi abrigo de la percha y me lo puse, tuve que sacudirlo antes. Agarré los papeles que me quedaban, los junté y con un ligero golpecito en la mesa los había dejado a todos parejos. Abrí mi bolso y los guardé, aunque no hubiera terminado en el trabajo, es preferible completarlo en mi casa, donde puedo estar a gusto y tranquilo. Apagué la luz de la oficina y, caminando por el pasillo, me despedí de mis compañeros.

Esta vez tenía hambre. Recordé en casa no tenía nada y así que paré en una cafetería de camino, la vuelta eran unas cuantas horas, vivo muy lejos. Cuando terminé de comer ya eran las doce, estaba adormecido y conducir en ese estado era peligroso. Pero no podía quedarme ahí para siempre. Conduje mucho más rápido, era un riesgo, pero no debía demorarme tanto.

Cuando llegué a casa me fui directo a mi cama, no quise ni cambiarme, estaba muy cansado. Tan solo me quité la chaqueta y me dormí. Olvidé ponerme el despertador, aunque mi reloj biológico me haría despertar a la misma hora, aun así, me sentía inseguro sin tenerlo puesto.

Esta vez me levanté sin problema, mi cabeza se giró rápidamente hacia el reloj y sí, supuse bien al saber que me despertaría como siempre. Como siempre también equivale a encontrarme aquella imagen en la fría madera de mi mesa.

Ésta es el número ochenta y seis, y no estoy seguro en qué pensar.
¿Cómo es posible que tenga una foto de mí de cada noche todas las mañanas?
¿Quién las toma?
Vivo solo

Cristina Rodríguez Turano 1ºB 02/2020


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