LOS “FELICES” AÑOS VEINTE
Bailando,
riendo, jugando, estábamos todos los miembros del club “Cancellor”, disfrutando
de los felices años veinte, esos años tan ansiados, tan pacíficos, donde la
desesperación, agitación, el miedo a la muerte habían quedado marginados. La
guerra, el dolor, la muerte habían sido suplantados por la alegría, el disfrute
de la vida, el lujo, los caprichos como forma de evasión a tanta pérdida, tanto
dolor. La economía se iba recomponiendo pieza a pieza como si de un puzle se
tratara. Las personas muertas siempre iban a quedar en nuestra memoria, en
especial mi querido hermano Bob un cabo patriótico, valeroso e irreemplazable,
tanto es así que por Estados Unidos se rasgó la vida lentamente, mis propios
ojos mojados de ira no admitieron la realidad de lo que realmente acababa de
ocurrir, mi corazón era más poderoso que el cerebro. El amor me nublaba la
realidad, mi hermano estaba muerto y debía retomar una vida sin él, ¿cómo poder
reemplazar sus ojos, su mirada, su sonrisa, sus andares, sus patadas al balón
por el lujo, los caprichos, la evasión, la risa artificial, los objetos, la
bebida, el juego?
Carta
por carta iba haciendo mi juego, mientras pasaba esto, me imaginaba teniendo
como compañero de juego a mi maravilloso hermano, juntos podíamos ganar dinero
jugando a nuestro juego favorito, el Black-Jack, recordaba en ese preciso
instante como la voluntad de mi hermano siempre era darlo todo, arriesgarse en
la vida porque como el famoso dicho quien no arriesga no gana.
¾
“Thomas”- me dijo
mi compañero - “Concéntrate en el juego, ¿en qué estás pensando?”.
¾
“Vale, vale”- le
respondí.
Pero
mi cabeza no descansaba tranquila en mi hermano, en hacer cumplir su deseo y de
cómo podía hacerlo. Entonces un movimiento involuntario hizo que me levantara
de aquel lugar y corriera con gran agitación hacía la puerta de salida,
provocando el asombro de los socios del club. Al escuchar el chirrido de al
puerta al cerrarse, observé la calle con un gran bullicio provocado por los
cuantiosos Ford del 89 con sus brillantes carrocerías, que expresaban la
ostentación del momento. Observé cómo delante de mí, en un edificio victoriano
con exuberantes gárgolas en la cúspide, ondeaba la bandera de los Estados
Unidos de lado a lado, con viveza, haciendo que en ese momento mi espíritu
patriótico emergiese:
¾
“Por la patria y
por mi hermano, voy a invertir todo mi dinero en la bolsa americana.”- me dije
a mí mismo- “e incluso pediré dinero prestado a algunos especuladores que me lo
han ofrecido, para así alcanzar mayores sumas de inversión, convirtiéndome de
esta forma en un hombre rico en esta patria de oportunidades y lo haré por mi
hermano, por mi familia”.
Cuando
entré en el edificio, sonidos de agitación, penetraban por mi oído. Las
personas que se encontraban a mi alrededor estaban eufóricas, dinero se
desprendía de sus manos como si nada se tratara. Fue en ese preciso instante
cuando mi corazón empezó a latir con una adrenalina imparable, electricidad se
desprendía de mi cuerpo, como si de una batería se tratara, me decía a mí mismo:
¾
”Apuesta, apuesta,
hazlo por tu hermano”-mi cabeza inconsciente se decidió e hizo abrir la barrera
de mi boca para preguntar a un agente de
Bolsa:
¾
”Disculpa, ¿cómo podría
invertir?”-dije titubeando.
A
lo que él me contestó:
¾
”Señor usted tiene
que comprar un número de acciones de una respectiva Sociedad Anónima, para que
luego ésta le dé su dinero con intereses en forma de dividendos”
Cuando
lo comprendí todo, me emprendí yo mismo a hacer la locura de mi vida, me dirigí
al banco y pedí que me liquidaran toda la cuenta corriente. Ese dinero valioso
que tanto me había costado ganar, en tantas partidas en el club, ese dinero tan
valioso que a mi padre le había supuesto tanta sangre, dolor y lágrimas, pero dentro
de mí, mi hermano era mi corazón, era mi vida, “tanto había dado por mi” .En
ese monólogo mental me encontraba yo, fruto de la desesperación que me inundaba.
A
continuación, volví al club y deposité todo mi dinero y el de mi familia en
manos de esos agentes de Bolsa para que en mi nombre lo invirtieran, y, dadas
las perspectivas tan halagüeñas de ganar dinero, los especuladores que me
acompañaban en el club, que habían logrado la semana pasada doblar lo invertido
en unos nuevos holdings industriales, me ofrecían 50.000$ sin ningún interés y los tenían disponibles para ese mismo
instante. Cómo arrancar de mi corazón esa punzada constante, esa sangre
derramada que me venía a la lengua con ese sabor amargo, óxido en las papilas
gustativas, que me secaba el alma, las ganas de vivir, la falta de su voz, su
aliento, su sonrisa, sus pisadas, nuestra completa sintonía de hermanos. Fue el
perfecto antidepresivo, la mágica pastilla del bienestar, el dinero fácil,
suculento, que empujaba al desarrollo de mi patria, esa patria por quién mi
alma gemela había muerto. Adrenalina, dopamina, endorfinas, euforia que
recorría mi cuerpo, que calmaba la herida sangrante de mi corazón, la amargura
y sequedad de mi boca se convirtieron en continua salivación y sudoración
liberadora, que me adormecía por dentro y que estimulaba mis constantes vitales,
rodeado por los agentes, los especuladores y los inversores del club que
bailábamos y danzábamos al ritmo del beneficio, del dinero fácil, del lujo, del
bienestar. Éramos hombres libres de la guerra, de los problemas y, ricos,
habíamos dejado atrás la destrucción de la guerra, la escasez, el hambre, y nos
gustaba hacer ostentación de todo ello.
Salí
de aquel inminente edificio, y paseando indeciso, quien lo iba a decir de un
Gentleman rico y alegre, sentí cierta resaca después de haber depositado todo mi
dinero en la Bolsa. Y habiéndome alejado de tanta euforia,
me apareció repentinamente la sonrisa tierna de mi hermano y se clavó de nuevo
en mi corazón y el vértigo de la tristeza profunda y la duda por lo que había
hecho se adueñó por siempre de mi alma.
Javier Rodriguez 4º ESO E 8-2-2020
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