Javier Rodríguez (Los felices años veinte)




LOS “FELICES” AÑOS VEINTE

Bailando, riendo, jugando, estábamos todos los miembros del club “Cancellor”, disfrutando de los felices años veinte, esos años tan ansiados, tan pacíficos, donde la desesperación, agitación, el miedo a la muerte habían quedado marginados. La guerra, el dolor, la muerte habían sido suplantados por la alegría, el disfrute de la vida, el lujo, los caprichos como forma de evasión a tanta pérdida, tanto dolor. La economía se iba recomponiendo pieza a pieza como si de un puzle se tratara. Las personas muertas siempre iban a quedar en nuestra memoria, en especial mi querido hermano Bob un cabo patriótico, valeroso e irreemplazable, tanto es así que por Estados Unidos se rasgó la vida lentamente, mis propios ojos mojados de ira no admitieron la realidad de lo que realmente acababa de ocurrir, mi corazón era más poderoso que el cerebro. El amor me nublaba la realidad, mi hermano estaba muerto y debía retomar una vida sin él, ¿cómo poder reemplazar sus ojos, su mirada, su sonrisa, sus andares, sus patadas al balón por el lujo, los caprichos, la evasión, la risa artificial, los objetos, la bebida, el juego?

Carta por carta iba haciendo mi juego, mientras pasaba esto, me imaginaba teniendo como compañero de juego a mi maravilloso hermano, juntos podíamos ganar dinero jugando a nuestro juego favorito, el Black-Jack, recordaba en ese preciso instante como la voluntad de mi hermano siempre era darlo todo, arriesgarse en la vida porque como el famoso dicho quien no arriesga no gana.
¾    “Thomas”- me dijo mi compañero - “Concéntrate en el juego, ¿en qué estás pensando?”.
¾    “Vale, vale”- le respondí.

Pero mi cabeza no descansaba tranquila en mi hermano, en hacer cumplir su deseo y de cómo podía hacerlo. Entonces un movimiento involuntario hizo que me levantara de aquel lugar y corriera con gran agitación hacía la puerta de salida, provocando el asombro de los socios del club. Al escuchar el chirrido de al puerta al cerrarse, observé la calle con un gran bullicio provocado por los cuantiosos Ford del 89 con sus brillantes carrocerías, que expresaban la ostentación del momento. Observé cómo delante de mí, en un edificio victoriano con exuberantes gárgolas en la cúspide, ondeaba la bandera de los Estados Unidos de lado a lado, con viveza, haciendo que en ese momento mi espíritu patriótico emergiese:
¾    “Por la patria y por mi hermano, voy a invertir todo mi dinero en la bolsa americana.”- me dije a mí mismo- “e incluso pediré dinero prestado a algunos especuladores que me lo han ofrecido, para así alcanzar mayores sumas de inversión, convirtiéndome de esta forma en un hombre rico en esta patria de oportunidades y lo haré por mi hermano, por mi familia”.

Cuando entré en el edificio, sonidos de agitación, penetraban por mi oído. Las personas que se encontraban a mi alrededor estaban eufóricas, dinero se desprendía de sus manos como si nada se tratara. Fue en ese preciso instante cuando mi corazón empezó a latir con una adrenalina imparable, electricidad se desprendía de mi cuerpo, como si de una batería se tratara, me decía a mí mismo:
¾    ”Apuesta, apuesta, hazlo por tu hermano”-mi cabeza inconsciente se decidió e hizo abrir la barrera  de mi boca para preguntar a un agente de Bolsa:
¾    ”Disculpa, ¿cómo podría invertir?”-dije titubeando.
A lo que él me contestó:
¾    ”Señor usted tiene que comprar un número de acciones de una respectiva Sociedad Anónima, para que luego ésta le dé su dinero con intereses en forma de dividendos”
Cuando lo comprendí todo, me emprendí yo mismo a hacer la locura de mi vida, me dirigí al banco y pedí que me liquidaran toda la cuenta corriente. Ese dinero valioso que tanto me había costado ganar, en tantas partidas en el club, ese dinero tan valioso que a mi padre le había supuesto tanta sangre, dolor y lágrimas, pero dentro de mí, mi hermano era mi corazón, era mi vida, “tanto había dado por mi” .En ese monólogo mental me encontraba yo, fruto de la desesperación que me inundaba.

A continuación, volví al club y deposité todo mi dinero y el de mi familia en manos de esos agentes de Bolsa para que en mi nombre lo invirtieran, y, dadas las perspectivas tan halagüeñas de ganar dinero, los especuladores que me acompañaban en el club, que habían logrado la semana pasada doblar lo invertido en unos nuevos holdings industriales, me ofrecían 50.000$ sin ningún interés y los tenían disponibles para ese mismo instante. Cómo arrancar de mi corazón esa punzada constante, esa sangre derramada que me venía a la lengua con ese sabor amargo, óxido en las papilas gustativas, que me secaba el alma, las ganas de vivir, la falta de su voz, su aliento, su sonrisa, sus pisadas, nuestra completa sintonía de hermanos. Fue el perfecto antidepresivo, la mágica pastilla del bienestar, el dinero fácil, suculento, que empujaba al desarrollo de mi patria, esa patria por quién mi alma gemela había muerto. Adrenalina, dopamina, endorfinas, euforia que recorría mi cuerpo, que calmaba la herida sangrante de mi corazón, la amargura y sequedad de mi boca se convirtieron en continua salivación y sudoración liberadora, que me adormecía por dentro y que estimulaba mis constantes vitales, rodeado por los agentes, los especuladores y los inversores del club que bailábamos y danzábamos al ritmo del beneficio, del dinero fácil, del lujo, del bienestar. Éramos hombres libres de la guerra, de los problemas y, ricos, habíamos dejado atrás la destrucción de la guerra, la escasez, el hambre, y nos gustaba hacer ostentación de todo ello.

Salí de aquel inminente edificio, y paseando indeciso, quien lo iba a decir de un Gentleman rico y alegre, sentí cierta resaca después de haber depositado todo mi dinero en la Bolsa. Y habiéndome alejado de tanta euforia, me apareció repentinamente la sonrisa tierna de mi hermano y se clavó de nuevo en mi corazón y el vértigo de la tristeza profunda y la duda por lo que había hecho se adueñó por siempre de mi alma.         

Javier Rodriguez 4º ESO E 8-2-2020         




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